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Hubo una explosión de carcajadas en una de las mesas y Septimus se volvió un momento en aquella dirección antes de dirigirse nuevamente hacia Monk.

– Si podemos superar lo que es natural y creemos lo que queremos creer, pese a la fuerza de la evidencia, entonces nos convertimos en dueños de nuestro destino, aunque sólo sea por un momento, y podemos pintar el mundo que queramos. Prefiero conseguir este fin a través de los actores que de una excesiva cantidad de vino o fumándome una pipa de opio.

Uno se subió a una silla y comenzó un discurso ante la rechifla de su público y algunos amagos de aplausos.

– Me gusta el humor de esta gente -prosiguió Septimus-. Se ríen de ellos y de los demás… les gusta reír, no ven mal en ello ni lo consideran un atentado a la dignidad. Les gusta discutir. No se sienten heridos de muerte porque alguien ponga en cuarentena lo que dicen, es más, lo encuentran normal. -Sonrió tristemente-. Si los obligan a aceptar una nueva idea, primero le dan unas cuantas vueltas, como hacen los niños cuando alguien les pone en las manos un juguete nuevo. Quizá son vanidosos, señor Monk, es muy posible que lo sean, como en un jardín lleno de pavos reales, siempre abriendo la cola y lanzando graznidos al mismo tiempo. -Miró a Monk de manera superficial y sin doble sentido-. Son ambiciosos, egocéntricos, pendencieros y las más de las veces terriblemente triviales.

Monk sintió un acceso de remordimiento, como si una flecha acabara de rozarle la mejilla y hubiera fallado el tiro.

– Pero me divierten -dijo Septimus con voz suave-, me escuchan sin condenarme y ni una sola vez ha intentado nadie convencerme de que tengo la obligación moral o social de ser diferente. No, señor Monk, yo aquí lo paso bien, estoy muy a gusto.

– Se ha explicado usted muy bien -dijo Monk con una sonrisa, esta vez pletórica de sinceridad-. Entiendo por qué. Hábleme del señor Kellard.

Del rostro de Septimus desapareció la sensación de satisfacción.

– ¿Por qué? ¿Cree que puede tener algo que ver con la muerte de Octavia?

– Podría ser, ¿no le parece?

Septimus se encogió de hombros y dejó la jarra sobre la mesa.

– No lo sé. A mí el tipo no me gusta y a usted mi opinión no le sirve de nada.

– ¿Por qué no le gusta, señor Thirsk?

Pero el viejo código militar del honor era demasiado rígido y Septimus sonrió fríamente, como burlándose de sí mismo.

– Es una cuestión de instinto, señor Monk -mintió, y Monk sabía que mentía-. No tenemos nada en común, ni en lo que se refiere a carácter ni a intereses. Él es banquero, yo un tiempo fui soldado y en la actualidad sólo soy un hombre contemporizador que disfruta con la compañía de unos jóvenes que juegan a hacer de actores y escenifican historias de crímenes, de pasiones y del mundo del delito. Con ellos me río de las barbaridades que ocurren y de vez en cuando empino el codo más de la cuenta. Arruiné mi vida irremisiblemente por el amor de una mujer. -Hizo girar la jarra entre sus manos y la acarició con los dedos-. Myles desprecia este tipo de cosas, a mí sólo me parece absurdo, pero no despreciable. Lo que me digo es que por lo menos fui capaz de un sentimiento de esta naturaleza y esto, para mí, ya es algo importante.

– ¡Y que lo diga! -dijo Monk sorprendiéndose a sí mismo con aquellas palabras. No recordaba haber amado nunca y menos aún a un precio tan alto, aunque estaba totalmente convencido de que amar a una persona o a una cosa hasta el punto de sacrificarse hasta tales extremos por ella era señal inequívoca de que uno estaba vivo. ¡Qué despilfarro la vida de un hombre que nunca ha dado nada de su persona por causa alguna, que siempre ha prestado oído a la voz pasiva y cobarde que calcula antes de actuar, que sitúa siempre la cautela en primer lugar! Una persona así envejecería y moriría con el espíritu por estrenar.

Sin embargo, algo había. Aunque aquellas consideraciones no hacían más que transitar por su cabeza, agitaban en ella el recuerdo de emociones intensas vividas alguna vez, una sensación de rabia y dolor por causa ajena, la pasión de una lucha al precio que fuera, no por él sino por otros… y por una persona en particular. Él sabía de la fidelidad y de la gratitud, sólo que ahora no podía obligarse a sentirlas por nadie.

Septimus lo observó lleno de curiosidad.

Monk sonrió.

– A lo mejor es que le tiene envidia, señor Thirsk -dijo Monk de forma espontánea.

Las cejas de Septimus se enarcaron por efecto de la sorpresa. Observó con atención el rostro de Monk buscando en él una sombra de ironía, pero no la vio.

Monk se lo explicó.

– Quizás él ni lo sabe -añadió-, quizás el señor Kellard carece de la hondura o del valor suficientes para sentir algo tan profundo que lo incite a pagar un precio. Considerarle a usted un cobarde es propio de resentidos.

En el rostro de Septimus se dibujó una lenta sonrisa que lo llenó de dulzura.

– Gracias, señor Monk. Hace años que no me decían una cosa tan agradable como ésta. -Se mordió el labio-. Lo siento, pero ni aun así puedo decirle nada sobre Myles. Todo lo que albergo son sospechas y no es ésa una herida que deba exponerse. Tal vez ni siquiera sea una herida, y tal vez al final no se trate más que de un hombre aburrido que dispone de mucho tiempo ocioso y cuya imaginación trabaja demasiado aprisa.

Monk no lo acució. Sabía que no serviría de nada. Septimus era un hombre que sabía guardar silencio cuando estimaba que el honor estaba en juego, cualesquiera que fueran las consecuencias.

Monk terminó la sidra.

– Iré a ver al señor Kellard, pero si a usted se le ocurre algo que explique lo que descubrió la señora Haslett el último día de su vida, eso que ella consideraba que usted entendería mejor que los demás, le ruego que me lo haga saber. Es muy probable que este secreto guarde relación con lo que causó su muerte.

– He reflexionado mucho -replicó Septimus contrayendo la cara-. He estado dándole muchas vueltas y he pensado en todo lo que teníamos en común o en lo que ella podía figurarse que teníamos en común y, si quiere que le diga la verdad, he encontrado muy poca cosa. Ni a ella ni a mí nos gustaba Myles… pero esto parece una banalidad. Él nunca me ha perjudicado en nada… ni tampoco a ella, que yo sepa. Tanto ella como yo dependíamos de Basil en el aspecto económico… pero en cuanto a esto, todos los de la casa se encuentran en las mismas circunstancias.

– ¿El señor Kellard no percibe una remuneración en el banco? -inquirió, sorprendido, Monk.

Septimus lo miró con una cierta burla en los ojos, aunque sin antipatía.

– Por supuesto que sí, pero no de tanta cuantía como para llevar el tren de vida al que está acostumbrado… ni al que está acostumbrada Araminta, esto por descontado. Aparte, hay ciertas consideraciones sociales que conviene tener en cuenta: ser hija de Basil Moidore comporta ciertas ventajas, y la posibilidad de vivir en Queen Anne Street no es la menor, que no aumentan precisamente por el hecho de ser la esposa de Myles Kellard.

Monk no esperaba sentir simpatía alguna por Myles Kellard, pero aquella simple frase, con toda su carga de implicaciones, le dio un repentino cambio de percepción.

– Es posible que usted no calibre el nivel de vida de aquella casa cuando la familia no está de luto -prosiguió Septimus-. Normalmente acuden a cenar a ella diplomáticos y ministros, embajadores y príncipes extranjeros, magnates de la industria, mecenas de las artes y las ciencias y hasta en ocasiones algún que otro miembro de segunda fila de nuestra propia realeza. Por las tardes suelen ir de visita duquesas y personas de la alta sociedad y, por supuesto, las visitas generan invitaciones a cambio. Me parece que deben de ser pocas las grandes familias que en una u otra ocasión no han abierto las puertas de su casa a los Moidore.

– ¿Adoptaba esa misma postura la señora Haslett? -preguntó Monk.

Septimus sonrió torciendo los labios con gesto de pesar.

– No tuvo otra opción. Ella y Haslett tenían intención de mudarse a una casa propia, pero él tuvo que incorporarse al ejército antes de convertir el proyecto en realidad y, como no podía ser menos, Octavia se quedó en Queen Anne Street. Después Harry, ese pobre chiquillo, murió en Inkerman. Fue uno de los hechos más tristes de mi vida. ¡Era un encanto de muchacho! -Hundió la mirada en el fondo de la jarra, no para fijarla en el poso de la cerveza sino en la antigua herida, que dolía aún-. Fue algo que Octavia no llegó nunca a superar. Lo amaba… más de lo que suponía el resto de la familia.