– ¡Lo lamento muchísimo! -dijo Monk con voz amable-. Sé que usted quería mucho a la señora Haslett…
Septimus levantó los ojos.
– Sí, sí, así es. Ella solía prestar oído a lo que yo le decía, como si le importase realmente. Salíamos de paseo, a veces nos pasábamos un poco con la bebida. Era más amable que Fenella… -Se calló, como dándose cuenta de pronto de que no se comportaba como un caballero. Irguió la espalda penosamente y levantó la barbilla-. Sí puedo serle de utilidad, puede tener la absoluta seguridad de que me pondré en contacto con usted, inspector.
– Estoy convencido, señor Thirsk. -Monk se puso en pie-. Gracias por el rato que me ha dedicado.
– Tengo más tiempo del que necesito -dijo Septimus con una sonrisa que no llegó a asomar a sus ojos. Después dio unos golpecitos a la jarra y apuró el resto de la cerveza. Monk vio su cara distorsionada a través del fondo transparente.
Monk encontró a Fenella Sandeman al día siguiente a última hora de la mañana, justo cuando acababa de dar un largo paseo a caballo. Estaba de pie junto al caballo en la parte de Kensington Gardens que daba a Rotten Row. Iba muy elegante con su vestido negro de amazona, las botas relucientes y el inmaculado sombrero negro a lo mosquetero. Los únicos detalles blancos de su atuendo eran la blusa de cuello alto y el mango de la fusta, pero su blancura era fulgurante. Llevaba los negros cabellos muy bien peinados y el color artificial del cutis, junto con las cejas pintadas, le daban un aire desenfadado pero poco natural a la luz de aquel fresco día de noviembre.
– ¡Caramba, señor Monk! -exclamó, sorprendida, mirándolo de arriba abajo y aprobando al parecer lo que veían sus ojos-. ¿Qué lo ha traído al parque? -Se rió a lo tonto, como hacen las jovencitas-. ¿No debería estar interrogando a los criados? ¿Cómo se hacen las pesquisas?
Ignoró el caballo, dejando sueltas las riendas sobre el brazo, como si bastara con esto para tenerlo sujeto.
– Pues de muchas maneras, señora. -Monk trató de mostrarse cortés, aunque sin seguir la veta de frivolidad a la que la dama se había lanzado-. Pero antes de hablar con los criados me gustaría tener una impresión más clara de los hechos a través de la familia, para poder hacerles las preguntas pertinentes llegado el momento.
– O sea que ha venido a interrogarme. -Hizo como si se estremeciera con gesto melodramático-. Pues adelante, inspector, pregunte lo que quiera y yo le contestaré lo que considere más oportuno.
Era baja y lo miraba a través de las pestañas entrecerradas, levantando la cabeza.
¿Sería posible que ya estuviera bebida a aquella hora de la mañana? Más bien debía de estar divirtiéndose a su costa. Monk hizo como si no se percatara de su estado y se mantuvo muy serio, procurando aparentar una conversación sesuda que podía conducir a informaciones importantes.
– Gracias, señora Sandeman. Tengo entendido que usted se instaló a vivir en Queen Anne Street poco tiempo después de la muerte de su marido, es decir, hará de eso unos once o doce años…
– ¡Conque ha estado indagando en mi pasado! -dijo con voz ronca, pero en absoluto molesta, sino más bien halagada con la idea.
– En el pasado de todos, señora -respondió Monk fríamente-. Si ha vivido todo este tiempo en la casa, seguramente habrá tenido ocasiones frecuentes de observar tanto a la familia como a los criados. Mejor dicho, debe de conocerlos muy bien a todos. Agitó el látigo, sobresaltando al caballo, y poco faltó para que le diera al animal en la cabeza. Parecía despreocuparse por completo del caballo, pero por fortuna estaba muy bien adiestrado: permanecía junto a ella, acomodando obedientemente su paso al de su ama cuando ella echó a andar lentamente.
– Naturalmente -admitió con toda desenvoltura-. ¿En quién está interesado? -Encogió los hombros, que llevaba magníficamente cubiertos-. Myles es un tipo divertido, pero despreciable… lo que suele ocurrir con la mayoría de hombres guapos, ¿no cree? -Volvió la cabeza a un lado para mirar a Monk. En otro tiempo sus ojos debían de ser maravillosos, muy grandes y oscuros, pero ahora los años habían modificado tanto el resto de su cara que esos ojos más bien resultaban grotescos.
Monk sonrió levemente.
– Creo que mi interés por ellos difiere bastante del suyo, señora Sandeman.
La mujer se echó a reír de forma estentórea provocando la atención de unas doce personas que, al oírla, se volvieron a mirarla llenas de curiosidad, tratando de averiguar la razón de tanta hilaridad. Incluso después de recuperada la compostura, todavía parecía francamente divertida.
Monk estaba sumamente incómodo. Le molestaba que lo miraran como si acabara de decir una procacidad.
– ¿Usted no encuentra soporíferas a las mujeres religiosas, señor Monk? -dijo la mujer abriendo mucho los ojos-. Respóndame con franqueza.
– ¿Hay mujeres religiosas en su familia, señora Sandeman? -le preguntó con mayor frialdad que la que se proponía emplear, aunque si ella se dio cuenta no lo demostró.
– ¡Está llena! -suspiró-. Tan molestas como las pulgas. Mi madre, que Dios la tenga en su santa gloria, era una mujer religiosa. Mi cuñada es otra, quiera el cielo guardarme de ella… ya que vivo en su casa. ¡No sabe lo difícil que resulta preservar la intimidad en un ambiente así! Las beatas son muy fisgonas en lo tocante a la vida de los demás… debe de ser porque no tienen vida propia. -Volvió a soltar una carcajada, esta vez sonora y con gorgoritos.
Monk empezó a darse cuenta de que la mujer le encontraba atractivo, por lo que se sintió extremadamente incómodo.
– Y Araminta todavía es peor, la pobre -prosiguió, caminando con más brío y haciendo balancear el látigo. El caballo caminaba pegado obedientemente a sus talones, mientras las riendas colgaban flácidas del brazo de la mujer-. Supongo que se ve obligada, por culpa de Myles. Ya le he dicho que este hombre es despreciable. Se lo he dicho, ¿verdad? Octavia, en cambio, era un encanto. -Miró recto a lo largo del Row en dirección a un grupo de personajes muy elegantes que se acercaban en dirección opuesta-. Octavia bebía, ¿sabe usted? -le echó una ojeada y seguidamente volvió a mirar hacia delante-. ¡Tantas tonterías como contaban sobre su mala salud y sus dolores de cabeza! O estaba borracha… o tenía resaca. Sacaba la bebida de la cocina. -Se encogió de hombros-. Yo diría que se la proporcionaba uno de los criados. Todos la querían porque era muy generosa. Si quiere saber mi opinión, se aprovechaban de ella. Trataba a los criados mejor de lo que se merecían y ellos olvidaban cuál era su sitio y se tomaban libertades.
De pronto se volvió y clavó en él sus ojos, unos ojos exageradamente abiertos.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan terrible! ¿Cree usted que fue esto lo que pasó? -Se tapó la boca con su mano pequeña y elegantemente enguantada-. ¿Cree que algún criado se tomó familiaridades excesivas con ella? El hombre se hizo una idea equivocada… o quizás… ¡oh, Dios mío!… la idea justa -dijo casi sin aliento-. Después ella se defendió… y él, arrastrado por la pasión, la mató. ¿Qué cosa tan espantosa! ¡Qué escándalo! -Tragó saliva-. ¡Oh! Esto Basil no lo va a digerir en la vida. ¡Imagínese qué dirán sus amigos!
Monk estaba que no podía más, no por la idea, pedestre en sí, sino por ver cómo aquella mujer se excitaba a medida que iba dándole vueltas al asunto. A duras penas consiguió dominarse y, sin darse cuenta, se paró para mirarla a más distancia.
– ¿Cree que fue esto lo que pasó, señora?