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– Pues se le ha ocurrido muy pronto -le replicó Monk-. ¿Qué le ha hecho pensar que me refería a esto?

– Usted intenta acusar a una persona de los bajos de la casa para no tener que pasar por el bochorno de acusar a alguien de arriba -dijo Percival en un arranque de osadía-. Que yo lleve librea y vaya por ahí diciendo «sí, señor; no, señora» no quiere decir que me chupo el dedo. Usted es un policía, no es más que yo…

Monk dio un respingo. -Y además sabe lo que le puede costar si acusa a uno de la familia -remató Percival.

– Yo acusaré a uno de la familia si encuentro una prueba contra él -replicó Monk con brusquedad-, pero de momento no la he encontrado.

– Entonces será porque tiene demasiados miramientos -Percival hablaba con marcado desdén-. No encontrará la prueba si no la quiere encontrar… porque no le conviene, ¿verdad?

– Buscaré donde haya que buscar -dijo Monk-. Usted se pasa todo el día y toda la noche en la casa. Dígame dónde tengo que buscar.

– Mire usted, el señor Thirsk roba en la bodega… en los últimos años se ha llevado la mitad del mejor oporto. No entiendo cómo no está todo el día borracho.

– ¿Es ésa una buena razón para matar a la señora Haslett?

– Podría serlo… si ella lo hubiera sabido y lo hubiera amenazado con delatarlo a sir Basil. Él se lo habría tomado muy mal y a lo mejor habría puesto al vejete de patitas en la calle.

– Entonces, ¿por qué se arriesga?

Percival se encogió ligeramente de hombros. No era el gesto de un criado.

– ¡Y yo qué sé! El hecho es que se lo lleva y punto. Lo he visto infinidad de veces bajando la escalera a hurtadillas y subiendo con una botella escondida debajo de la chaqueta.

– La verdad es que eso no me impresiona demasiado.

– Entonces fíjese en la señora Sandeman. -La cara de Percival se tensó y su boca se torció con gesto perverso-. No tiene más que ver qué clase de personas frecuenta. He salido con ella en coche alguna vez y la he llevado a lugares muy raros. He visto cómo se pasea arriba y abajo de Rotten Row como una puta de seis peniques y lee unas porquerías que, como se enterara sir Basil, se lo quemaba todo: publicaciones escandalosas, prensa sensacionalista. Si el señor Phillips sorprendiera a una de las camareras con estas porquerías, la echaba de una patada.

– Esto no tiene ninguna importancia. El señor Phillips no puede echar a la señora Sandeman, lea lo que lea -dijo Monk.

– Pero sir Basil sí.

– ¿Se figura que iba a echarla de su casa por una cosa así? Es su hermana, no una criada.

Percival sonrió.

– Como si lo fuera. La señora Sandeman entra y sale de casa cuando él se lo ordena, tiene que vestirse como él quiere, hablar con las personas que él elige y quedar bien con sus amigos. En cambio, ella no puede invitar a nadie en casa si él no da su aprobación… o ella no le pide permiso, cosa que no hace ninguno de los dos.

Monk vio que aquel joven tenía una lengua maliciosa y que conocía muy bien a la familia. Era muy posible que, además, estuviera asustado. A lo mejor su miedo estaba justificado. Los Moidore no dejarían que la sospecha recayera en una persona de la familia si podían desviarla hacia un criado. Y Percival lo sabía, quizás era el primero de los bajos de la casa que sabía qué peligro corrían. No había duda de que, con el tiempo, otros también lo sabrían. A medida que el miedo estuviera más cerca, la cosa iría poniéndose más fea.

– Gracias, Percival -dijo Monk con aire cansado-. Es todo por ahora. Puede marcharse.

Percival abrió la boca para añadir algo más, pero cambió de opinión y salió. Sus movimientos eran gráciles… había recibido una esmerada educación.

Monk volvió a la cocina para tomar la taza de té que la señora Boden le había ofrecido poco antes, pero aunque escuchó con gran atención lo que le dijo no se enteró de nada que pudiera serle de utilidad, por lo que se fue por donde había venido y tomó un cabriolé que lo llevó desde Harley Street hasta la City. Esta vez tuvo más suerte y encontró a Myles Kellard en su despacho del banco.

– No se me ocurre qué puedo decirle -dijo Myles mirando a Monk lleno de curiosidad, su cara alargada iluminada por una ligera nota de humor, como si encontrara un poco absurdo aquel encuentro. Estaba sentado en elegante pose en una butaca Chippendale de su despacho exquisitamente alfombrado y tenía las piernas cruzadas con gran desenvoltura-. Por supuesto que hay tensiones familiares, como ocurre en todas las familias, aunque ninguna que sea razón suficiente para asesinar a nadie, a no ser que se tratara de un loco.

Monk siguió a la espera.

– Para mí habría sido mucho más fácil de entender que la víctima hubiera sido Basil -prosiguió Myles con una cierta acritud en la voz-. Cyprian habría podido cultivar sus intereses políticos en lugar de doblegarse a los que le ordena su padre y estaría en condiciones de pagar sus deudas, lo que le facilitaría mucho la vida… y también la de Romola. Para ella es muy duro tener que vivir en casa ajena y a menudo reluce en sus ojos la ambición de ser un día la señora de Queen Anne Street. Pero mientras espera a que llegue ese día se comporta como una nuera obediente. Vale la pena esperar.

– Pero entonces usted tendrá que mudarse a otra casa -dijo Monk a bocajarro.

– ¡Ah! -dijo Myles poniendo cara larga-. ¡Qué descortesía recordármelo, inspector! Sí, no tendremos más remedio. Pero el viejo Basil tiene salud para dar y vender y va a durar otros veinte años. De todos modos, a quien mataron fue a la pobre Octavia, o sea que estas consideraciones no nos llevan a ninguna parte.

– ¿Estaba enterada la señora Haslett de las deudas de su hermano?

Myles enarcó las cejas, lo que confirió un extraño aspecto a su cara.

– No creo, pero cabe dentro de lo posible. Lo que ella sí sabía era que su hermano estaba interesado en las ideas filosóficas del espantoso señor Owen y sus conceptos de disolución de la familia -sonrió con humor retorcido-. No habrá leído usted a Owen supongo, ¿verdad, inspector? Es sumamente radical… considera que el sistema patriarcal de la familia tiene la culpa de muchas ambiciones, opresiones y abusos, opinión que Basil está bastante lejos de compartir.

– Me hago cargo -admitió Monk-. ¿Son del dominio público las deudas de Cyprian?

– ¡Qué va!

– Pero a usted le ha confiado el secreto.

Myles se encogió de hombros un momento.

– No… la verdad es que no, pero ocurre que yo soy banquero, inspector, y me entero de cosas que no son del dominio público -le subieron los colores a la cara-. Se lo digo porque usted está investigando un asesinato de mi familia, pero ésta no es razón para que haya que hablar públicamente del asunto. Espero que lo entienda.

Había violado un secreto, de lo que Monk se apercibió inmediatamente. Recordó lo que había dicho Fenella acerca de él y la mirada pícara de sus ojos al pronunciar las palabras.

Myles se apresuró a añadir:

– Yo diría que todo obedece a una estúpida disputa con un criado y a que éste perdió los estribos. -Miró abiertamente a Monk-. Octavia era viuda y joven. Ella no se alimentaba de folletines escandalosos como tía Fenella. Yo diría que seguramente alguno de los lacayos le manifestó su admiración y que ella no supo ponerlo en su sitio con la energía suficiente.

– ¿Cree en serio que fue esto lo que ocurrió, señor Kellard? -dijo Monk escrutándole la cara y observando sus ojos castaños bajo las rubias cejas, su nariz larga y ligeramente ganchuda y aquella boca que tan fácilmente podía reflejar imaginación como relajarse, según el humor del momento.

– Por lo menos es más probable esto que pensar que Cyprian, al que Octavia quería mucho, la matase porque ella lo hubiera amenazado con contar lo de las deudas a su padre, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que lo apreciaba… o que la matara Fenella porque Octavia quisiera informar a Basil acerca de sus acompañantes, que dejan bastante que desear.

– Deduzco que la señora Haslett seguía echando de menos a su marido -dijo Monk lentamente, con la esperanza de que Myles sabría leer la insinuación menos comprometida que se escondía detrás de sus palabras.