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Myles se echó a reír con ganas.

– ¡Oh, Dios, no! ¡Qué mojigato es usted! -Se recostó en su asiento-. Octavia llevó luto por la muerte de Haslett… pero era una mujer. Ella habría seguido llorándolo. No cabía esperar otra cosa. Pero al fin y al cabo era una mujer como todas y yo diría que Percival lo sabía. Y también sabía cómo tomarse algunas protestas o resistencias, unas sonrisas acompañadas de miradas con las pestañas entrecerradas y unas ojeadas discretas.

Monk notó una fuerte tensión en los músculos del cuello y del cráneo, pero procuró que su voz no trasluciera emoción.

– Lo que, suponiendo que esté usted en lo cierto, era bastante. Cuando ella decía una cosa era porque estaba convencida de ello.

– ¡Oh!… -exclamó Myles con un suspiro y encogiéndose de hombros-. Yo diría que cambió de actitud cuando recordó que era un lacayo, pero entonces él ya había perdido la cabeza.

– ¿Se basa usted en algún dato para afirmarlo, señor Kellard, o habla solamente por intuición?

– Por observación -dijo Myles algo irritado-. Percival es un hombre que gusta a las mujeres, ya había tenido algunos escarceos con una o dos camareras. No cabía esperar otra cosa, ¿sabe usted? -A través de su rostro aleteó un sentimiento de oscura satisfacción-. Es imposible que varias personas convivan en una misma casa sin que de vez en cuando surja algún lance inesperado. Este hombre es ambicioso. Estudie el asunto, inspector, pero ahora, si me disculpa, no tengo más que decirle salvo que utilice su sentido común y el conocimiento de que disponga sobre las mujeres. Buenos días, inspector.

Monk volvió a Queen Anne Street con una sensación de oscuridad en su interior. La entrevista con Myles Kellard habría debido alentarlo, ya que le había proporcionado un motivo aceptable para que uno de los criados matara a Octavia Haslett y era indudable que ésta era la solución menos desagradable. Runcorn estaría encantado, sir Basil quedaría satisfecho, Monk detendría al lacayo y cantaría victoria, la prensa lo alabaría por haber encontrado la solución de forma rápida y acertada y, aunque esto no gustaría demasiado a Runcorn, sentiría un inmenso alivio al ver desaparecer el peligro de escándalo y comprobar que un caso importante quedaba cerrado de forma satisfactoria.

Pero la entrevista con Myles le había dejado una sensación deprimente. Myles despreciaba tanto a Octavia como al lacayo Percival. Sus insinuaciones nacían de una especie de malevolencia. En él no había ningún tipo de afabilidad.

Monk se subió un poco más el cuello del abrigo para resguardarse de la lluvia helada que caía en la acera, al tiempo que enfilaba Leadenhall Street y subía la cuesta de Cornhill. ¿No sería él una especie de Myles Kellard? En viejos expedientes que él había formulado y que había tenido ocasión de revisar había visto pocos signos de compasión. Sus juicios eran certeros. ¿Eran cínicos, además? Le aterraba pensarlo. De ser así, querría decir que era un hombre vacío. En los meses transcurridos desde el día que despertara en el hospital no había encontrado a nadie que se interesara profundamente por él, nadie que sintiera amor o gratitud por él, salvo su hermana, Beth, y su cariño era más fruto de la fidelidad y del recuerdo que del conocimiento. ¿No existía nadie más para él? ¿Ninguna mujer? ¿Dónde estaban sus amistades, deudas contraídas, dependencias, confianzas y recuerdos?

Hizo una seña a un cabriolé e indicó al cochero que volviera a conducirlo a Queen Anne Street, después se sentó e intentó dejar de pensar en él y centrarse en el lacayo Percival… y en la posibilidad de que se hubiera producido un escarceo físico estúpido que pudiera haber escapado a su control y terminado en violencia.

Volvió a entrar por la puerta de la cocina y preguntó por Percival. Esta vez se reunió con él en la salita del ama de llaves. Ahora el lacayo estaba pálido, como si tuviera la sensación de que la red se cerraba a su alrededor, fríamente, cada vez más apretada. Estaba muy erguido pero se notaba que se le estremecían los músculos debajo de la librea, tenía las manos enlazadas delante del cuerpo y el sudor brillaba en su frente y en sus labios. Miró a Monk fijamente, aguardando el ataque para defenderse de él.

Así que Monk le dirigió la palabra supo que no encontraría la manera de formular una pregunta que fuera sutil. Percival ya había adivinado el hilo de sus pensamientos y se había adelantado a ellos.

– Hay muchas cosas que no sabe de esta casa -dijo con voz áspera y nerviosa-. ¿Por qué no pregunta al señor Kellard qué relación tenía con la señora Haslett?

– ¿Qué relación era, Percival? -le preguntó Monk con voz tranquila-. Por lo que he oído decir, no parece que estuvieran en muy buenos términos.

– Aparentemente no -dijo Percival con una ligera burla en los labios-. A ella nunca le gustó demasiado, pero él la deseaba…

– ¿Ah, sí? -exclamó Monk levantando las cejas-. Pues parece que lo disimulaban muy bien. ¿Usted cree que el señor Kellard intentó propasarse y, al chocar con su negativa, se puso violento y la mató? Y todo sin que hubiera lucha.

Percival lo miró con profundo desagrado.

– No, no creo. Más bien pienso que él quería seducirla y, aunque no llegó a conseguir nada, la señora Kellard se enteró… y le entraron unos celos de esos que sólo sienten las mujeres cuando se sienten rechazadas. Odiaba tanto a su hermana que la habría matado.

Se dio cuenta de que Monk abría mucho los ojos y de que tenía las manos tensas. Sabía que había sembrado la inquietud en el cuerpo del policía y que por una vez había conseguido confundirlo.

Una leve sonrisa alteró apenas las comisuras de los labios de Percival.

– ¿Esto es todo, señor?

– Sí… de momento nada más -dijo Monk después de un titubeo-. De momento…

– Gracias, señor.

Y Percival dio media vuelta y salió, esta vez con paso ligero y un leve balanceo de los hombros.

Capítulo 5

El hospital no se hizo más soportable para Hester a medida que iban pasando los días. El resultado del juicio le había permitido saber qué era luchar y salir vencedora. Había vuelto a enfrentarse con un dramático conflicto entre enemigos y, pese a toda la oscuridad y al dolor que el asunto suscitaba, por lo menos ella había estado en el bando de los vencedores. Había visto la terrible expresión del rostro de Fabia Grey al abandonar la sala donde se había celebrado el juicio y sabía que a partir de entonces su vida estaría marcada por el odio, pero había sido testigo también de la nueva libertad que dejaba traslucir el rostro de Lovel Grey, como si los fantasmas que se hubieran desvanecido y dejaran entrever un rayo de luz. Quería creer que Menard iniciaría una nueva vida en Australia, país del que ella apenas sabía nada; sabía, eso sí, que mientras no fuera Inglaterra, para él encerraba una esperanza. No habían luchado para otra cosa.

No estaba segura de si le gustaba o no Oliver Rathbone, pero era evidente que se trataba de una persona estimulante. Había vuelto a paladear el sabor de la batalla, que había espoleado su deseo de seguir luchando. Pero ahora había encontrado a Pomeroy todavía más difícil de soportar que antes: su insufrible altanería, las inaceptables excusas con las que recibía la muerte considerándola inevitable, cuando Hester estaba convencida de que si hubiera puesto a colación un poco más de esfuerzo y aceptado la colaboración, hubiera utilizado mejores enfermeras y aprovechado en mayor grado la iniciativa de los médicos jóvenes no habría tenido por qué ocurrir. Pero fuera o no verdad… él habría debido luchar. Ser vencido era una cosa, rendirse otra muy diferente… e intolerable.

Por lo menos había operado a John Airdrie y, justo en este momento, en aquella encapotada y húmeda mañana de noviembre, lo veía dormido en su lecho en un extremo de la sala, respirando tranquilamente. Se acercó para comprobar si tenía fiebre. Le arregló las mantas y aproximó la lámpara a su cara para observarlo mejor. Tenía las mejillas arreboladas y, al tocarlo, notó que estaba caliente. Era de esperar después de una operación, pero también era algo que Hester temía. Podía tratarse de una reacción normal o del primer estadio de una infección tal vez irreversible. La única esperanza era que las propias defensas del cuerpo venciesen la enfermedad.