En Crimea, Hester había estado en contacto con cirujanos franceses y estaba al corriente de los tratamientos puestos en práctica durante las guerras napoleónicas de la generación anterior. En 1640, la esposa del gobernador del Perú había sanado de unas fiebres gracias a la administración de una destilación de tres cortezas conocida antiguamente con el nombre de «Poudre de la Comtesse» y, más tarde, «Poudre des Jesuites». Ahora se conocía con el nombre de loxa quinina. Tal vez Pomeroy recetase aquel fármaco al niño, si bien no era seguro porque era un hombre extremadamente conservador y no haría la ronda hasta dentro de otras cinco horas. El niño tenía escalofríos. Hester se inclinó sobre él y lo tocó suavemente, sobre todo para tranquilizarlo. Pero lejos de recuperar la conciencia, el niño parecía a punto de caer en el delirio.
Abandonando vacilaciones, Hester por fin se decidió. Aquélla era una batalla en la que no pensaba rendirse. Se había traído de Crimea algunos medicamentos básicos, cosas que no creía encontrar fácilmente en Inglaterra. Entre ellos había una mezcla de triaca, loxa quinina y licor de Hoffman. Los tenía guardados en un pequeño estuche de cuero provisto de un buen cierre que dejaba junto con la capa y el bonete en una habitación exterior destinada a este fin.
Ahora, ya tomada la decisión, echó otra mirada a la sala para asegurarse de que no había ningún otro enfermo cuyo estado hubiera empeorado y, viendo que todo seguía igual, salió al corredor y una vez en la habitación sacó de entre los pliegues de su capa el estuche escondido. Estiró de una cadenita y del bolsillo sacó la llave, que giró con facilidad en la cerradura. Hester levantó la tapadera. Debajo de un delantal limpio y dos gorritos de lino recién lavados y planchados estaban los medicamentos. Encontró enseguida la mezcla de triaca y quinina. Se la guardó en el bolsillo, después volvió a cerrar la caja con llave y la escondió de nuevo debajo de la capa.
Ya otra vez en la sala, encontró una botella de la cerveza que solían beber las enfermeras. Se suponía que el medicamento debía mezclarse con vino pero como no disponía de nada más, aquella bebida serviría. Vertió un poco de líquido en una taza, añadió una pequeña dosis de quinina y agitó la mezcla enérgicamente. Sabía que tenía un sabor muy amargo.
Se acercó a la cama del niño, lo incorporó suavemente y descansó su cabeza contra su cuerpo. Le dio dos cucharadas de la poción introduciéndoselas suavemente entre los labios. El niño no parecía darse cuenta de nada y tragó el líquido de forma automática. Hester le secó los labios con una servilleta y volvió a dejar al niño tumbado en la cama, le apartó el cabello de la frente y lo cubrió con la sábana.
Dos horas más tarde le administró otras dos cucharadas más del medicamento e hizo lo mismo una tercera vez antes de que llegara Pomeroy.
– ¡Excelente! -dijo éste, observando de cerca al niño y con el rostro pecoso rebosante de satisfacción-. Parece que reacciona estupendamente. ¿Lo ve? Hice muy bien en demorar la operación. No era tan urgente como usted se figuraba. -La miró con una sonrisa forzada-. Se deja usted llevar por el pánico. -Se irguió y se acercó a la próxima cama.
Hester consiguió a duras penas abstenerse de comentarle lo ocurrido. Pero si le decía que el niño había tenido fiebre no hacía más que cinco horas también tendría que decirle que le había administrado la medicación. Ignoraba cuál podía ser la reacción del médico, pero seguro que no sería favorable. Si tenía que decírselo, lo haría cuando el niño se hubiera recuperado. Lo mejor era ser discreta.
Sin embargo, las circunstancias no le permitieron demorar las cosas. A mediados de la semana, John Airdrie ya se sentaba en la cama, había desaparecido el color rojo de sus mejillas y empezaba a tener un poco de apetito. Pero tres camas más allá de la suya había una mujer que había sufrido una operación de abdomen y que estaba empeorando a ojos vistas. Pomeroy la observaba con preocupación creciente pero no recomendaba como tratamiento otra cosa que hielo y baños fríos frecuentes, aunque en su voz no había esperanza, sólo resignación y lástima.
Hester no pudo guardar silencio por más tiempo. Observando el dolor que reflejaba el rostro de la mujer, decidió hablar con el médico: -Doctor Pomeroy, ¿no estima apropiado administrarle loxa quinina con una mezcla de vino, triaca y licor mineral de Hoffman? Podría bajarle la fiebre.
El médico la miró con ojos llenos de incredulidad, que fue transformándose progresivamente en indignación a medida que se percataba de lo que acababa de decirle la enfermera. Se había sonrojado y se le habían erizado los pelos de la barba.
– Señorita Latterly, ya le he dicho en otras ocasiones que usted no tiene arte ni parte en un campo para el cual carece de preparación y de credenciales. Pienso administrar a la señora Begley lo que más le conviene y usted no tiene que hacer otra cosa que obedecer mis órdenes. ¿Lo ha entendido?
Hester tragó saliva.
– ¿Ordena usted que administre a la señora Begley un poco de loxa quinina para hacerle bajar la fiebre, doctor Pomeroy?
– ¡No, de ninguna manera! -replicó, tajante-. El medicamento del que usted habla está indicado para fiebres tropicales, no para recuperarse de una operación. No haría ningún bien a la enferma. Además, aquí no tenemos ese potingue extranjero.
Una parte de Hester todavía seguía debatiéndose con la decisión de confiárselo todo, pero ya se le había desatado la lengua para anunciar lo que su conciencia le dictaba de forma irrenunciable.
– Vi administrar con éxito este fármaco a un cirujano francés, señor, en un caso de fiebre después de amputación y su uso se remonta a las campañas de Napoleón anteriores a Waterloo.
La expresión del médico se ensombreció.
– Yo no sigo órdenes de los franceses, señorita Latterly. Pertenecen a una raza sucia e ignorante que no hace mucho tiempo soñaba incluso con conquistar estas islas y someterlas a su yugo junto con el resto de Europa. Y quisiera recordarle, ya que parece que lo ha olvidado, que usted recibe órdenes mías y únicamente mías.
Dio media vuelta decidido a abandonar a la infortunada mujer y a Hester, pero ésta le cortó el paso colocándose delante de él.
– ¡Esta mujer delira, doctor! ¡No podemos abandonarla! Le ruego que me permita darle un poco de quinina, no puede hacerle ningún daño y quizá le beneficie. Le daré una cucharada cada dos o tres horas y, en caso de que no mejore, abandonaré el tratamiento.
– ¿Y de dónde quiere que saque este medicamento en el supuesto de que quisiera dárselo?
Hester hizo una profunda inspiración y poco le faltó para traicionarse.
– Del hospital de la fiebre, doctor. Podríamos enviar un cabriolé. Yo misma podría ir a buscarlo, si usted me lo permite.
Al hombre se le encendió la cara.
– Señorita Latterly, me figuraba haber sido lo bastante claro sobre el particular: las enfermeras tienen la misión de mantener a los pacientes limpios y frescos cuando las temperaturas son excesivas, les aplican hielo siguiendo instrucciones de los médicos, así como los líquidos prescritos. -Su voz iba subiendo de tono al tiempo que descargaba el peso del cuerpo en la parte anterior de las plantas de los pies, balanceándose ligeramente-. Van a buscar vendas, las facilitan a los médicos cuando se las piden. Se encargan de que la sala esté limpia y ordenada, encienden las chimeneas y sirven la comida a los enfermos. Vacían los orinales y se ocupan de atender las necesidades físicas de los pacientes. -Se metió las manos en los bolsillos y siguió balanceándose sobre los pies ahora algo más rápidamente-. Se ocupan de mantener el orden y de elevar la moral de los enfermos. ¡Y aquí termina su trabajo! ¿Lo ha entendido, señorita Latterly? No tienen ninguna competencia en medicina, salvo muy rudimentaria. ¡En ninguna circunstancia ponen en práctica sus criterios!