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– ¿Y si no tienen el médico a mano? -le preguntó Hester.

– ¡Entonces esperan! -La voz se le ponía más aguda por momentos.

Hester no pudo reprimir su indignación.

– Pero los pacientes pueden morir o, en el mejor de los casos, empeorar hasta un punto en que ya no haya posibilidad de salvarlos.

– Entonces se busca al médico urgentemente, pero nunca se hace nada que vaya más allá de la propia competencia y, cuando se dispone del médico, éste decide qué es lo mejor. Eso es todo.

– Pero cuando una sabe lo que hay que hacer…

– ¡No lo sabe! -Sacó las manos de los bolsillos y las agitó en el aire-. ¡Por el amor de Dios, mujer! Usted no tiene conocimientos de medicina. Usted no sabe nada aparte de los chismes que suelen circular en este medio y la experiencia práctica que pudo adquirir de los extranjeros en algún hospital de campaña de Crimea. ¡Ni es usted médico ni nunca lo será!

– La medicina no es más que aprendizaje y observación -ahora también ella levantó la voz y hasta algunos pacientes alejados comprendieron que estaban discutiendo-. No hay normas, salvo que si algo funciona quiere decir que va bien y si no funciona quiere decir que hay que probar otra cosa. -Hester estaba tan exasperada que se le estaba agotando la paciencia ante el empecinamiento de aquel hombre-. Si no experimentáramos, no descubriríamos nada y entretanto la gente se iría muriendo cuando a lo mejor habríamos podido curarlos.

– ¡O más probablemente los habríamos matado con nuestra ignorancia! -dijo el médico complaciéndose en vengarse de sus palabras-. Usted no tiene derecho alguno a hacer ningún tipo de experimentos. Usted no es más que una mujer sin ninguna competencia, por muy cargada de buenas intenciones que esté, y como vuelva a oírle una palabra más en ese sentido, la echaré a la calle sin más contemplaciones. ¿Me comprende?

Hester vaciló un momento, pero lo miró a los ojos. En la mirada del médico no había incertidumbre alguna, tampoco la más mínima flexibilidad en su decisión. Si ahora Hester guardaba silencio, todavía existía la posibilidad de volver más tarde, cuando el médico ya se hubiera ido a su casa, para darle la quinina a la señora Begley.

– Sí, lo he entendido -se obligó a decir, pero tenía los puños cerrados entre los pliegues del delantal y de las faldas.

Con todo, tampoco esta vez el médico quería marcharse sin que quedara patente que había ganado la batalla.

– La quinina no sirve para nada en las infecciones posoperatorias que cursan con fiebre, señorita Latterly -prosiguió con unos aires de suficiencia que iban aumentando por momentos-. La quinina es útil para las fiebres tropicales y ni siquiera en estos casos da siempre resultado. Usted limítese a administrar hielo a la paciente y a lavarla regularmente con agua fría.

Hester inspiró y espiró lentamente. Aquellos aires de suficiencia que el médico se daba le resultaban insoportables.

– ¿Me ha oído? -preguntó el doctor Pomeroy.

Antes de que tuviera tiempo de replicar, uno de los pacientes que estaba en una cama del fondo de la sala, con expresión reconcentrada dijo:

– Ella le ha dado una cosa al niño de allí al fondo cuando tenía fiebre después de la operación -articuló con voz clara-. Estaba muy mal, como si fuera a delirar. Se lo ha dado cuatro o cinco veces y el niño se ha puesto bien. Ahora está tan fresco como usted. Esta sabe lo que se lleva entre manos… ¡sabe mucho!

Se produjo un momento de silencio terrible. El hombre no tenía ni idea de lo que acababa de hacer.

Pomeroy se quedó pasmado.

– ¡Usted ha dado loxa quinina a John Airdrie! -la acusó, percatándose ahora del hecho-. ¡Y lo ha hecho a mis espaldas! -Su voz iba subiendo de tono y ahora era estridente a causa de la indignación y de la traición que suponía, y no sólo por ella sino, lo que era aún peor, por el paciente.

De pronto lo asaltó una nueva idea.

– ¿Y de dónde ha sacado ese fármaco? ¡Respóndame, señorita Latterly! Dígamelo ahora mismo, ¿de dónde lo ha sacado? ¿Ha tenido la osadía de pedirlo en mi nombre en el hospital de la fiebre?

– No, doctor Pomeroy. Tengo una pequeña cantidad de quinina… muy poca, en realidad -añadió atropelladamente-. Es para combatir la fiebre. Le he dado un poco.

El médico estaba temblando de rabia.

– Queda usted despedida, señorita Latterly. Desde que llegó a esta casa no ha hecho otra cosa que causar problemas. La admitimos por recomendación de una señora que seguramente debía algún favor a su familia y que posiblemente no tenía ni idea de su carácter irresponsable y díscolo. ¡Hoy mismo dejará este establecimiento! Recoja todas sus cosas y váyase. Y no me pida recomendación alguna porque no pienso dársela.

En la sala se produjo un impresionante silencio. Hasta se oían los crujidos de la ropa de cama.

– ¡Ella ha curado al niño! -protestó el paciente-. ¡Ha obrado bien! ¡Si el niño está vivo es gracias a ella! -La voz del enfermo dejó traslucir la desesperación que sentía al comprender lo que había hecho. Miró primero a Pomeroy y después a Hester-. ¡Ha obrado bien! -insistió.

Por lo menos ahora Hester podía permitirse el lujo de despreocuparse de lo que pudiera pensar Pomeroy. Ya no tenía nada que perder.

– ¡Claro que me iré! -aceptó Hester-. Pero su orgullo no me impedirá que ayude a la señora Begley. Esta mujer no merece morir para salvarle a usted la cara porque una enfermera le haya dicho lo que tenía que hacer. -Hizo una profunda inspiración-. Y como todo el mundo de esta sala sabe lo que ha pasado, le costará bastante encontrar excusa.

– Pero ¿cómo…? ¡Habrase visto…! -farfulló Pomeroy rojo como la grana, pero sin encontrar palabras lo bastante violentas para dejar a salvo su orgullo y al mismo tiempo no revelar su debilidad-. Usted…

Hester le dirigió una mirada fulminante, después se volvió y se dirigió al enfermo que la había defendido, que ahora se había sentado en la cama, se había arrebujado con las mantas y estaba pálido de vergüenza.

– No se eche la culpa -le dijo Hester con voz suave, pero lo bastante alta para que se enteraran todos los que estaban en la sala, porque vio que el hombre necesitaba que todos supieran que había pedido perdón-. Tenía que ocurrir, un día u otro yo debía chocar con el doctor Pomeroy, era inevitable. Por lo menos usted ha dicho lo que sabía y quizá, gracias a usted, la señora Begley se ahorrará muchos dolores y quizás incluso la muerte. No sienta remordimientos por lo que ha hecho ni se figure que me ha perjudicado en nada. Lo único que ha hecho ha sido avanzar el momento de lo que ya era inevitable.

– ¿Seguro, señorita? ¡Lo siento muchísimo! -La miraba angustiado, escrutando el rostro de Hester como para convencerse de sus palabras.

– Claro que es seguro -dijo esforzándose en sonreírle-. ¿No sabe lo que ha pasado? ¿No es capaz de juzgar por sí mismo? El doctor Pomeroy y yo estábamos destinados a chocar en algún momento. Y como es lógico, a mí me tenía que tocar la peor parte. -Le arregló la ropa de la cama-. Cuídese mucho… y ojalá que Dios haga que se cure. -Le tomó un momento la mano y seguidamente se alejó añadiendo en voz baja-:…a pesar de Pomeroy.

Así que llegó a sus habitaciones y se hubo apaciguado un poco, comenzó a cobrar conciencia de la situación. Ahora no sólo no tenía un trabajo con que llenar el tiempo de que disponía y que le proporcionara los medios económicos necesarios para cubrir su subsistencia sino que, además, había traicionado la confianza que Callandra Daviot había puesto en ella y la recomendación que había dado.

Comió sola a última hora de la tarde, pero si lo hizo fue simplemente porque no quería ofender a la patrona no probando bocado. No le encontró ningún sabor. A las cinco de la tarde la calle estaba más oscura y, después de encendidas las lámparas de gas y corridas las cortinas, encontró la habitación tan exigua y cerrada que sintió el peso de la forzada ociosidad y el aislamiento total. ¿Y mañana? ¿Qué haría? No habría dispensario ni tampoco pacientes que cuidar. Se sentía completamente inútil, no tenía utilidad para nadie. Aquellos pensamientos la atormentaban y, si persistía en ellos, acabarían minándola hasta tal punto que lo único que querría sería meterse en cama y no moverse de ella.