Hester y Callandra se abrieron paso entre ellos y a los pocos minutos, después de unos cuantos intercambios de frases corteses, se encontraron frente a frente con Oliver Rathbone, que iba acompañado de una joven muy bonita de piel morena y aire reservado.
– Buenas noches, lady Callandra -dijo Rathbone con una ligera inclinación y volviéndose con una sonrisa a Hester-. Señorita Latterly, quiero presentarles a la señorita Newhouse.
Se intercambiaron los saludos que dictaban los buenos modales.
– ¿No han encontrado entretenida la obra? -preguntó la señorita Newhouse para decir algo amable-. Es conmovedora, ¿verdad?
– Mucho -admitió Callandra-, una trama muy popular para los tiempos que corren.
Hester no dijo nada. Se dio cuenta de que Rathbone la observaba con aquella misma mirada divertida e inquisitiva del día que se habían conocido, con anterioridad al juicio. Hester no estaba para conversaciones banales pero, como era una invitada de Callandra, se vio obligada a fingir y a soportar el chaparrón.
– No he podido evitar sentir lástima de la protagonista -prosiguió la señorita Newhouse-, a pesar de sus fallos -bajó la vista un momento-. Ya sé que si se atrajo la ruina fue por su culpa. Demuestra una gran habilidad por parte del autor que uno tenga que deplorar su comportamiento y al mismo tiempo llorar por ella -se volvió a Hester-, ¿no encuentra, señorita Latterly?
– A mí me inspira más simpatía de la que el autor pretende -dijo Hester con una sonrisa, como excusándose.
– ¡Oh! -La señorita Newhouse parecía confundida.
Hester se vio obligada a explicarse. Era muy consciente de que Rathbone la estaba observando.
– El marido es un hombre tan aburrido que se entiende muy bien que su mujer… pierda interés.
– ¡Pero así no se puede excusar que falte a sus deberes! -exclamó, escandalizada, la señorita Newhouse-. Más bien demuestra lo fácilmente que las mujeres perdemos la cabeza cuando nos dicen algunas palabras halagadoras. Nos dejamos seducir por una cara agradable y unos cuantos encantos superficiales en lugar de fijarnos en los méritos auténticos.
Hester habló sin pararse a pensar. En su opinión la protagonista era muy atractiva y parecía que lo único que interesaba al marido era aquel aspecto.
– Además, yo no necesito a nadie que me lleve a la perdición. Soy perfectamente capaz de hacer ese viaje sola.
La señorita Newhouse la miró desconcertada.
Callandra tosió tapándose la boca con el pañuelo.
– Pero descarriarse sola no es tan divertido, ¿no le parece? -dijo Rathbone con los ojos brillantes y refrenando la sonrisa que ya le asomaba a los labios-. ¡Un viaje así no sé si vale la pena!
Hester se volvió y lo miró a los ojos.
– Yo iré sola, señor Rathbone, y estoy segura de que cuando llegue no encontraré deshabitado ese lugar.
El hombre sonrió abiertamente y mostró unos dientes sorprendentemente hermosos. Le tendió el brazo como invitándola a caminar con él.
– ¿Me permite? Sólo hasta el coche -dijo Rathbone con rostro inexpresivo. Hester se echó a reír con ganas y el hecho de que la señorita Newhouse no supiera de qué se reía no hizo sino aumentar lo cómico de la situación.
Al día siguiente Callandra envió a su lacayo a la comisaría con una nota en la que pedía a Monk que la visitara cuanto antes. No daba ninguna explicación a su deseo de verlo ni tampoco ninguna información orientativa ni útil.
Sin embargo, a última hora de la mañana Monk se dirigió a su casa, donde lo hicieron pasar al momento. Monk tenía una gran consideración por Callandra, de la cual ella era sabedora.
– Buenos días, señor Monk -dijo la señora cortesmente-. Por favor, tome asiento y póngase cómodo. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Quiere tomar un chocolate caliente? Hace una mañana muy desagradable.
– Sí, gracias -aceptó Monk, cuyo rostro no podía disimular la extrañeza que le producía el hecho de que lo hubiera llamado.
Lady Callandra llamó a la camarera y, así que apareció, le pidió el chocolate caliente. Después se volvió a Monk con una encantadora sonrisa.
– ¿Qué tal su caso? -Callandra no tenía ni la más remota idea del caso que podía ocuparlo en aquellos momentos, pero suponía que alguno entre manos debía de tener.
Monk vaciló el tiempo justo para decidir si la pregunta obedecía a pura cortesía para entretener el rato hasta que llegase el chocolate o si la señora estaba realmente interesada en que le diera una respuesta. Se inclinó por lo último.
– Sólo dispongo de una serie de indicios fragmentarios pero que de momento no parecen conducir a ninguna parte -replicó Monk.
– ¿Es frecuente esta situación?
El rostro de Monk reflejó un cierto humor.
– No es rara, pero esta vez resulta bastante desorientadora. Y tratándose de una familia como la de sir Basil Moidore, no se pueden ejercer presiones tan fuertes como en el caso de gentes menos relevantes desde el punto de vista social.
Callandra ya disponía de la información que le hacía falta.
– Naturalmente, en un caso así tiene que ser muy difícil. Y por otra parte, tanto el público a través de los periódicos como las autoridades presionan muy fuerte para que se encuentre una solución.
La camarera trajo el chocolate y la propia Callandra se encargó de servirlo para que la sirvienta saliera cuanto antes. Estaba caliente y cremoso, una verdadera delicia, y Callandra tuvo la satisfacción de ver lo bueno que le sabía a Monk así que lo cató.
– Aparte de que uno tiene la desventaja de no poder observarlos salvo en circunstancias muy poco normales -prosiguió Callandra, a lo que Monk asintió con aire apesadumbrado-. ¿Cómo va a hacerles uno las preguntas que querría cuando los ve tan desconfiados y comprueba que todas sus respuestas son precavidas y tienen como única finalidad protegerse? Lo único que cabe esperar es que sus mentiras sean tan complicadas que acaben revelando alguna verdad.
– ¿Conoce usted a los Moidore? -Monk sintió aquella curiosidad al ver el interés que despertaba en ella el caso.
Callandra agitó la mano en el aire.
– Tengo con ellos una relación social. Londres es muy pequeño y la mayor parte de familias distinguidas se relacionan poco o mucho. Ésta es la finalidad de un gran número de matrimonios. Un primo mío lejano está emparentado con uno de los hermanos de Beatrice. ¿Cómo se ha tomado Beatrice la tragedia? Debe de pasarlo muy mal.
Monk dejó la taza en el plato.
– Muy mal -replicó, abstraído ahora en un hecho que lo desconcertaba-. Al principio pareció soportarlo bastante bien, con mucha calma y una gran entereza, pero de pronto se vino abajo y se encerró en su dormitorio. Me han dicho que está enferma, pero yo no la he visto.
– ¡Pobre! -exclamó Callandra, llena de comprensión-. ¡Lástima que no pueda ayudarle a usted en sus pesquisas! ¿Cree que debe de saber alguna cosa?
La miró atentamente. Monk tenía unos ojos penetrantes, de un color gris oscuro pero límpido, y una manera de mirar tan directa que habría hecho vacilar a más de uno, pero Callandra tenía arrestos para aguantar la mirada de un basilisco.
– Es posible -dijo Monk con cautela.
– Lo que usted necesita es una persona que viva en la casa y a quien la familia y los criados no le den ninguna importancia -dijo como si acabase de ocurrírsele aquella idea justo en aquel momento- y por supuesto que no tenga nada que ver con la investigación… una persona que esté muy enterada del comportamiento de la gente y que pueda observarlos a todos para después darle cuenta de todo lo que dicen y hacen en privado, de todos los matices de tono y expresión.
– Un milagro -dijo él secamente.
– En absoluto -replicó ella con igual severidad en el rostro-, bastaría con disponer de una mujer.