Hester se mordió la lengua y se esforzó en abstenerse de decir lo que pensaba sobre la guerra de Crimea y sus motivos políticos o la manifiesta incompetencia demostrada en la dirección de la misma. Se dominó limitándose a bajar los ojos como otorgando su modesto consentimiento.
– Mary le enseñará dónde está la escalera de las sirvientas. -La señora Willis había terminado con las cuestiones de tipo personal y volvía a ocuparse de lo referente al trabajo.
– ¿Cómo dice? -Hester se quedó un momento confusa.
– La escalera de las sirvientas -repitió la señora Willis con acritud-. Tendrá que subir y bajar por esa escalera, hija mía. Ésta es una casa decente. No irá a suponer que va a servirse de la escalera de los criados, ¿verdad? ¡No faltaría más! Espero no se le pasen por la cabeza ideas semejantes.
– ¡Claro que no, señora! -Hester reaccionó rápidamente e inventó una explicación-. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a casas tan enormes. Hace poco tiempo que he vuelto de Crimea. -Lo dijo por si la señora Willis sabía de la mala reputación de las enfermeras de Inglaterra-. Allí no había criados.
– Sí, ya sé. -En realidad, la señora Willis, no sabía nada del asunto, aunque no estaba dispuesta a confesarlo-. Pero resulta que aquí tenemos cinco criados que residen fuera de la casa, y a los que usted no es probable que llegue a conocer, y dentro de la casa tenemos al señor Phillips, el mayordomo; a Rhodes, el camarero de sir Basil; a Harold y a Percival, los lacayos. Y también a Willie, el limpiabotas. Pero no tratará con ninguno de ellos.
– No, señora.
La señora Willis sorbió aire por la nariz.
– Muy bien. Pues lo mejor que ahora puede hacer es presentarse a lady Moidore y ver si puede hacer algo por ella, la pobre. -Se alisó el delantal, y un tintineo de llaves acompañó ese movimiento-. Como si no le bastara con la pérdida de una hija, encima todavía tiene que soportar a la policía metiéndose por toda la casa y acribillando a la gente a preguntas. ¡Dónde iremos a parar! Si todo el mundo hiciera lo que tiene que hacer, no ocurrirían estas cosas.
Como se suponía que Hester no estaba al tanto del asunto, se refrenó de decir que no podía esperarse de la policía, por muy diligente que fuera, que evitara los crímenes que se cometen en las casas.
– Gracias, señora Willis -dijo para no comprometerse. Dio media vuelta y subió al piso de arriba para conocer a Beatrice Moidore.
Dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio y, pese a no obtener respuesta, entró. La habitación era muy agradable y femenina, adornada con brocados floreados, cuadros y espejos con marcos ovalados y tres sillones cómodos y ligeros que no sólo tenían una función ornamental sino también útil. Las cortinas estaban descorridas y un sol frío inundaba la habitación.
Beatrice estaba tendida en la cama y llevaba encima un salto de cama de satén. Tenía los ojos fijos en el techo y la cabeza apoyada en los brazos doblados. Al entrar Hester no cambió de postura.
Aun cuando Hester había ejercido de enfermera en el ejército, donde se había ocupado mayormente de atender a hombres heridos de gravedad o afectados de enfermedades sin camino de retorno, también tenía una cierta experiencia de la conmoción, profunda depresión y miedo que seguían a una amputación, de la sensación de manifiesta impotencia que abruma a los seres humanos cuando son pasto de estas emociones. En Beatrice Moidore le pareció ver miedo y también esa actitud hierática del animal que no se atreve a moverse para no atraerse la atención ajena, que no sabe hacia qué lado huir.
– Lady Moidore -Hester se dirigió a ella con voz queda.
Beatrice se dio cuenta de que acababa de oír una voz desconocida en un tono desacostumbrado, más resuelto que el de una sirvienta. Volvió la cabeza para mirarla.
– Lady Moidore, soy Hester Latterly. Soy enfermera y he venido a su casa para cuidar de usted hasta que se encuentre mejor.
Beatrice se incorporó lentamente apoyándose en los codos.
– ¿Una enfermera? -dijo con una sonrisa débil y torciendo ligeramente los labios-. Pero si yo no estoy… -Seguramente cambió de parecer porque calló y volvió a tenderse- en mi familia se ha cometido un asesinato… lo mío no es una enfermedad.
Así pues, Araminta no le había dicho nada acerca de las decisiones que habían tomado, ni siquiera le habían consultado al respecto… ¿quizá debido a un olvido?
– No -admitió Hester en voz alta-, yo veo su mal más bien como una herida, pero yo me formé como enfermera en Crimea, o sea que estoy acostumbrada a curar heridas y ocuparme también de la conmoción y el dolor que provocan. A veces uno incluso tarda tiempo en recuperar el deseo de ponerse bien.
– ¿Estuvo en Crimea? ¡Qué trabajo tan útil!
Hester quedó sorprendida. Era una apreciación curiosa. Observó con más atención el rostro sensible e inteligente de Beatrice, sus grandes ojos, su nariz prominente y sus labios finos. Distaba mucho de ser una mujer de belleza clásica, tampoco tenía ese aire duro y severo que suele ser objeto de admiración. Parecía demasiado vital para resultar atractiva a ojos de muchos hombres, que normalmente buscan en la mujer un carácter mucho más apacible. Hoy, sin embargo, su aspecto desmentía completamente el carácter que revelaban sus rasgos.
– Sí -hubo de admitir Hester-, y como mis familiares han muerto y no me han dejado bien provista, tengo necesidad de continuar siendo útil.
Beatrice volvió a sentarse.
– Ser útil debe de ser muy satisfactorio. Mis hijos son personas adultas y, además, están casados. Solemos procurarnos esparcimientos… bueno, antes nos los procurábamos… mi hija Araminta posee el don de saber elegir a los invitados y se ocupa de que sean personas interesantes y divertidas, mi cocinera es la envidia de medio Londres y mi mayordomo sabe dónde encontrar quien le preste ayuda cuando la necesita. Todo el personal de la casa está muy preparado y, encima, tengo un ama de llaves tan extraordinaria que no aprecia demasiado que me meta en sus asuntos.
Hester sonrió.
– Sí, ya me lo imagino porque he tenido ocasión de conocerla. ¿Usted ya ha comido?
– No tengo hambre.
– Entonces podría tomar un poco de sopa y algo de fruta. Si no bebe, se encontrará peor y, si se siente mal físicamente, su situación general no mejorará.
Beatrice pareció tan sorprendida como le permitía demostrar el estado de indiferencia en que se encontraba.
– Es usted muy contundente.
– Hablo así para que no se me entienda mal.
Beatrice sonrió aún en contra de su voluntad.
– No creo que la malinterpreten demasiado a menudo.
Hester mantuvo la compostura. No quería olvidar que su deber primordial era cuidar de una mujer que estaba sufriendo.
– ¿Quiere que le traiga un poco de sopa y algo de tarta de fruta o un flan?
– Supongo que, aunque le diga que no, me lo traerá lo mismo… ¿No será usted la que tiene hambre?
Hester sonrió, echó otra mirada a su alrededor y se dirigió a la cocina para comenzar a ejercer sus deberes de señorita de compañía.
Aquella noche Hester volvió a tener otro encuentro con Araminta. Había bajado a la biblioteca para ver de encontrar algún libro que pudiera interesar a Beatrice y tal vez ayudarle a conciliar el sueño y, después de rebuscar en los estantes y desechar voluminosos libros de historia y libros de filosofía, más voluminosos aún, encontró los libros de poesía y las novelas. Estaba arrodillada en el suelo con las faldas alrededor del cuerpo cuando entró Araminta.
– ¿Se le ha perdido a usted algo, señorita Latterly? -preguntó con un leve tono de desaprobación en la voz. Después de todo, la postura era inconveniente y denotaba una excesiva familiaridad para una persona que era poco más que una criada.
Hester se puso en pie y se recompuso la ropa. Las dos mujeres eran aproximadamente de la misma estatura y estaban ahora frente a frente, separadas por una pequeña mesa de lectura. Araminta llevaba un vestido de seda negro con ribetes de terciopelo y cintas de seda entretejidas hasta el talle y su encendida cabellera refulgía como las caléndulas bajo el sol. Hester llevaba un vestido de una tonalidad gris azulada y un delantal blanco encima y sus cabellos adquirían un discreto color castaño con leves toques de caoba y miel cuando estaba al sol, aunque bastante apagados comparados con los de Araminta. -No, señora Kellard -respondió con voz grave-. Estaba buscando un libro para dedicar un rato de lectura a lady Moidore antes de que se retirara a descansar. He pensado que podría ayudarle a conciliar el sueño.