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La mirada glacial de la señora Willis cortaba de raíz cualquier comentario que oyera. No sólo lo consideraba una indecencia sino una solemne insensatez. La policía era absolutamente incompetente, ya que de otro modo no habría dicho que el asesino era una persona de la casa. Hablar de estas cosas servía únicamente para asustar a las chicas más jóvenes y era una verdadera irresponsabilidad. Si alguien se atrevía a hablar del asunto recibiría su merecido.

Por supuesto que esta clase de amenazas no paraban los pies a los inclinados a chismorrear, entre los que figuraban no sólo todas las camareras, sino también el personal masculino, con sus interminables comentarios rebosantes de altivez y con las mismas cosas que decir pero bastante menos francos. El nivel de los comentarios alcanzaba su cota máxima a la hora del té en la salita destinada al servicio.

– Yo creo que lo hizo el señor Thirsk un día que estaba bebido -dijo Sal, asintiendo con la cabeza-. Roba oporto de la bodega, todo el mundo lo sabe.

– ¡Bah, tonterías! -descartó Lizzie con desdén-. Siempre ha sido un caballero. ¿Cómo va a hacer una cosa así? ¿Quieres decírmelo?

– A veces me pregunto de dónde has salido -dijo Gladys, atisbando por encima del hombro para cerciorarse de que la señora Boden no podía oírla. Se inclinó sobre la mesa avanzando el cuerpo, tenía la taza de té junto al codo-. ¿No sabes nada?

– Ella trabaja abajo -le susurró Mary desde atrás- y los de abajo no saben ni la mitad de cosas que los de arriba.

– ¡Anda, dilo, pues! -la retó Rose-. ¿Tú quién crees que lo hizo?

– La señora Sandeman en un ataque de celos -replicó Mary, perfectamente convencida-. Tendrías que ver cómo las gasta… y no sé si sabéis a qué sitios la lleva Harold a veces, según él dice.

Todas dejaron de comer y de beber y hasta casi de respirar esperando la respuesta. -¿Dónde? -preguntó Maggie.

– Tú eres demasiado joven para esas cosas -dijo Mary haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

– ¡Anda, dímelo! -le rogó Maggie-. ¡Dínoslo!

– ¿Cómo va a decirlo si ni ella lo sabe? -dijo Sal con una mueca-. ¡Nos está tomando el pelo!

– ¡Lo sé y de buena tinta! -replicó Mary-. La lleva a calles donde no van las mujeres decentes… por la zona de Haymarket.

– ¿Cómo? ¿A ver a algún admirador? -exclamó Gladys imaginando la situación-. ¡Bah! ¿Lo dices en serio?

– ¿Se te ocurre algo mejor? -le preguntó Mary.

De pronto asomó Willie por la puerta de la cocina, junto a la cual estaba montando guardia por si la señora Boden hacía acto de presencia.

– Pues yo digo que fue el señor Kellard -dijo el chico echando una mirada por encima del hombro-. ¿Me puedo comer ese trozo de pastel? Estoy que me muero de hambre.

– Lo dices porque a ti el señor Kellard no te gusta. -Mary empujó el pastel hacia él, que lo tomó rápidamente para darle un buen mordisco.

– ¡Cerdo! -le dijo Sal, aunque sin rencor.

– Pues a mí me parece que fue la señora Moidore -dijo May, la fregona, a bocajarro.

– ¿Por qué? -preguntó Gladys con aire de dignidad ofendida, ya que ella se ocupaba de Romola y por eso la alusión la tocaba muy de cerca.

– ¡No digas tonterías! -descartó Mary de plano-. ¡Si tú no has visto en tu vida a la señora Moidore!

– ¡Claro que la he visto! -le replicó May-. Bajó aquí aquella vez que se puso enferma la señorita Julia. Es una buena madre, incluso demasiado buena… con aquella cara tan fina que tiene, tan delicada y tan bien hecha. Si se casó con el señor Cyprian fue por dinero.

– ¡Pero si él no tiene un chavo! -dijo William con la boca llena-. Siempre anda dando sablazos… por lo menos eso dice Percival.

– Pues eso quiere decir que Percival habla a tontas y a locas -lo reprendió Annie-, pero lo que yo no digo es que no fuera la señora Moidore, aunque es más probable que fuera la señora Kellard. Las hermanas se odiaban a matar.

– Pero ¿qué dices? -exclamó Maggie-. ¿Cómo quieres que la señora Kellard odiase a la pobre señorita Octavia?

– Pues porque Percival dijo que el señor Kellard estaba que bebía los vientos por la señorita Octavia -explicó Annie-. No es que yo haga mucho caso de Percival, porque tiene una lengua de cuidado, pero…

En aquel momento entró la señora Boden.

– ¡Basta de cotilleo! -dijo cortando por lo sano-. Y tú no hables con la boca llena, Annie Latimer. ¡En cuanto a ti, Sal, a lo tuyo! Tienes que raspar las zanahorias y limpiar la col para la cena. No es que te sobre tiempo para perderlo tomando tacitas de té, digo yo.

La última sugerencia fue la única que Hester consideró interesante para Monk cuando éste se presentó en la casa e insistió en volver a interrogar a todo el personal, incluida la nueva enfermera, a pesar de que le indicaron que ella no estaba en la casa cuando ocurrió el crimen.

– Olvídese de las habladurías de la cocina y dígame cuál es su opinión -le preguntó Monk en voz baja, por si pasaba algún criado junto a la puerta de la salita del ama de llaves y pescaba alguna frase al vuelo.

Hester frunció el ceño y vaciló un momento tratando de encontrar las palabras apropiadas para describir a Monk aquella curiosa sensación de azoramiento y de inquietud que había sentido cuando Araminta irrumpió en la biblioteca.

– ¿Ocurre algo, Hester?-No estoy muy segura -respondió ella lentamente-. El señor Kellard estaba asustado, de esto no me cabe la menor duda, pero no sé si era porque es el asesino de Octavia o porque en alguna ocasión se propasó con ella… o si se trataba simplemente de miedo porque era muy evidente que su esposa se regodeaba en la posibilidad de que sospecharan de él… e incluso de que lo acusaran. Ella… -Se quedó pensativa antes de emplear la palabra, porque era demasiado melodramática, pero al final la dijo porque no encontró otra mejor-. Lo torturaba, claro que -se apresuró a añadir- no sé cómo reaccionaría si usted acusara a su marido. A lo mejor lo atacaba para castigarlo por alguna pelea de índole personal y quizá lo defendería como una leona si otros lo atacasen.

– ¿Le parece que lo considera culpable? -Monk estaba de pie apoyado en la repisa de la chimenea, tenía las manos en los bolsillos y el rostro enfurruñado debido a la concentración de sus pensamientos.

Desde el incidente Hester había estado pensando intensamente en el asunto y tenía la respuesta pronta en los labios.

– Ella no le tiene ningún miedo, de eso estoy más que segura, pero sé que hay de por medio un sentimiento muy profundo que lleva aparejada una cierta amargura y creo más bien que es él quien tiene miedo de ella… aunque no sé si esto puede guardar relación con la muerte de Octavia o simplemente si ella dispone del arma precisa para herirlo.

Hester hizo una profunda aspiración.

– Tiene que ser muy duro para él vivir en casa de su suegro y estar bajo su jurisdicción, obligado constantemente a complacerlo o a afrontar situaciones desagradables. Y a lo que parece, sir Basil los dirige a todos con mano de hierro. -Hester se sentó de lado en el brazo de una butaca, postura que a buen seguro habría sacado de quicio a la señora Willis de haberla presenciado, tanto por el poco señorío que delataba como por el perjuicio que a su modo de ver debía de causar a la butaca-. No he visto mucho al señor Thirsk ni a la señora Sandeman. Ella lleva una vida muy ajetreada y tal vez la difamo si digo que estoy casi segura de que es aficionada a la bebida, pero vi bastantes casos en la guerra para reconocer los signos, incluso en las personas que menos lo aparentan. Ayer por la mañana la vi aquejada de un fuerte dolor de cabeza que, a juzgar por el esquema de su recuperación, no parecía tratarse de la dolencia de tipo corriente. De todos modos, quizá me precipito a sacar conclusiones porque la verdad es que sólo la vi un momento en el rellano cuando me disponía a ir a atender a lady Moidore.

Monk sonrió ligeramente.

– ¿Qué le parece lady Moidore?

Del rostro de Hester desapareció todo rastro de humor.