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Sólo al terminar y ver asomar la comprensión en el rostro de Beatrice se dio cuenta de los significados involucrados en lo que había dicho. Si en otro tiempo le hubieran preguntado si habría cambiado su vida por la de Beatrice, una mujer casada y con buena posición social, con familia y amigos, habría dicho que sí por considerar que aquélla era la función ideal de una mujer, como si hasta el simple hecho de dudarlo ya fuera una estupidez. Quizá Beatrice habría dicho que no con la misma presteza. Ahora las dos habían modificado sus puntos de vista y en ellas había surgido una sorpresa que todavía crecía. Beatrice estaba a salvo de la desgracia material, pero por dentro se marchitaba de aburrimiento y se sentía inútil. Era un dolor que se le hacía más insoportable porque no podía intervenir en él, y lo aguantaba pasivamente, sin conocimiento ni armas con que combatirlo: ni en ella ni en aquellos que ella amaba o compadecía las encontraba. Hester ya había conocido a mujeres desgraciadas como aquéllas, nunca las había comprendido de manera tan nítida y lacerante.

Habría sido una torpeza intentar expresar con palabras algo tan sutil, para afrontarlo según sus respectivas percepciones ambas necesitaban tiempo. Hester quería decir algo reconfortante, pero sólo se le ocurrían frases que denotaban superioridad y que habrían roto la delicada empatía que existía entre las dos.

– ¿Qué quiere comer? -preguntó finalmente.

– ¿Tiene eso alguna importancia? -dijo Beatrice con una sonrisa y encogiéndose de hombros, advirtiendo el contraste de pasar de una cuestión a otra tan diferente y tan extremadamente trivial.

– No tiene ninguna. -Hester le sonrió con tristeza-. De todos modos, sería mejor que se complaciera usted en lugar de complacer a la cocinera.

– Entonces, ni flan de huevo ni budín de arroz -dijo Beatrice con decisión-. Me recuerda la comida de los niños, tengo la impresión de volver a ser una niña.

Hester acababa de volver a la habitación con una bandeja en la que había un trozo de cordero frío, encurtidos frescos, pan, mantequilla y una buena porción de flan de frutas con crema de leche, lo que mereció la lógica aprobación de Beatrice, cuando de pronto se oyeron unos enérgicos golpes en la puerta y entró Basil. Pasó junto a Hester como si no la hubiera visto y se sentó en una silla próxima a la cama, cruzó las piernas y se puso cómodo.

Hester no sabía si salir o quedarse. Tenía poco que hacer en la habitación, pero sentía la curiosidad de saber cómo debía de ser la relación entre Beatrice y su marido, una relación que dejaba tan aislada a aquella mujer que no le quedaba otro recurso que retirarse a su cuarto en lugar de recurrir a su esposo para que la protegiera o, mejor, para luchar juntos contra la adversidad. ¿No sería que toda su aflicción estaba centrada en el campo de la familia y de las emociones, no sería que había dolor, amor, odio, probablemente celos… asuntos todos que pertenecen al terreno de la mujer, ese campo donde adquieren todo su peso sus dones y donde puede utilizar su fuerza?

Beatrice se sentó recostada en las almohadas y comió con gran satisfacción el cordero frío.

Basil miró la comida como desaprobándola.

– ¿No es un poco fuerte esta comida para una enferma? Déjame que pida algo más apropiado, cariño. -Alcanzó el cordón de la campana sin esperar respuesta.

– A mí me gusta -dijo Beatrice en un acceso de enfado- y en el estómago no me pasa nada. Me lo ha ido a buscar Hester y aquí la señora Boden no tiene nada que decir. Como la hubiera dejado a ella, lo que me habría traído habría sido budín de arroz.

– ¿Hester? -dijo él frunciendo el ceño-. ¡Ah, sí, la enfermera! -Hablaba como si Hester no estuviera presente o no pudiese oír sus palabras-. Bueno… si a ti te gusta…

– Sí, me gusta. -Beatrice tomó unos bocados más antes de volver a hablar-. Tengo entendido que el señor Monk continúa visitándonos.

– Sí, sí, naturalmente. De todos modos, me parece que no hace gran cosa… no he visto que haya conseguido nada hasta ahora. Sigue interrogando a los criados. Tendremos suerte si, cuando termine todo esto, no se despiden en bloque. -Apoyó los codos en los brazos de la butaca y juntó las yemas de los dedos de ambas manos-. No tengo ni idea de lo que espera conseguir. Me parece, querida mía, que debes comenzar a hacerte a la idea de que no llegaremos a saber nunca la verdad. -Comprobó cómo a su mujer se le tensaban los músculos, encorvaba la espalda y los nudillos se le quedaban blancos de tanto apretar el cuchillo-. Yo también me he hecho mis cábalas -continuó-, no creo que haya que culpar a ninguna de las sirvientas, esto para empezar…

– ¿Por qué no, Basil? -le preguntó su mujer-. No veo que sea imposible que una mujer apuñale a otra con un cuchillo y la mate. No se necesita tanta fuerza como eso. Y Octavia habría desconfiado mucho menos de una mujer, al verla aparecer en su habitación por la noche, que de un hombre.

Por la cara de Basil cruzó una sombra de irritación.

– Mira, Beatrice, ¿no te parece que ya es hora de aceptar unas cuantas verdades en relación con Octavia? Hacía casi dos años que era viuda. Era una mujer en la flor de la vida…

– ¡O sea que tenía un lío con el lacayo! -dijo Beatrice, furiosa, con los ojos desencajados y la voz rebosante de desdén-. ¿Eso es lo que piensas de tu hija, Basil? Si en esta casa hay alguien que se rebaja a encontrar placer con un criado, creo que esa persona debe de ser Fenella. Aunque dudo que sea capaz de inspirar una pasión que provoque el asesinato… como no sea la pasión de asesinarla a ella. De todos modos, no es de las que cambian de actitud y se resisten hasta el último momento. ¡Dudo que nunca ella haya rechazado a nadie! -En su rostro apareció una mueca de asco e incomprensión.

La expresión de Basil reflejó un desagrado equivalente, aunque en la de él había una indignación que no era momentánea, sino que procedía de muy adentro. -La vulgaridad es indecorosa, Beatrice, y ni siquiera esta tragedia puede excusarla. Si se llega a una situación que lo justifique, sé lo que tengo que decir a Fenella. ¿No estarás insinuando que Fenella mató a Octavia en un arranque de celos porque le robaba las atenciones del lacayo, verdad?

Era evidente que lo había dicho con ironía, pero Beatrice se lo tomó al pie de la letra.

– Yo no insinúo nada -dijo-, pero ya que pones el asunto sobre el tapete, no me parece imposible. Percival es un muchacho de muy buen ver y me he fijado que Fenella lo mira con agrado. -Se le formaron unas pequeñas arrugas en la cara y se estremeció ligeramente. Dejó vagar la mirada hasta el tocador, con sus tarros de cristal tallado y sus frascos con tapón de plata, todo cuidadosamente dispuesto y añadió-: Ya sé que es repugnante, pero creo que Fenella tiene algo de viciosa…

Basil se puso en pie y le volvió la espalda para mirar más allá de la ventana, al parecer todavía olvidado de Hester, que estaba de pie junto a la puerta del vestidor con un salto de cama colgado del brazo y el cepillo de la ropa en la mano.

– Tú eres mucho más remilgada que la mayoría de las mujeres, Beatrice -le soltó a quemarropa-. A veces me parece que no conoces la diferencia que hay entre la moderación y la abstinencia.

– Pero conozco la diferencia que hay entre un lacayo y un señor -dijo con voz tranquila, aunque se quedó callada de pronto, frunció el ceño y por sus labios vagó la sombra de una sonrisa-. Bueno, en realidad no es verdad… no tengo ni idea. Nunca he tenido familiaridades con los criados…

Basil dio media vuelta, sin advertir el más ligero humor en su observación ni en la situación en general, movido sólo por la ira y el más descarnado insulto.

– Esta tragedia te ha desquiciado por completo -dijo con frialdad y una mirada de sus negros ojos estática e inexpresiva vista a la luz de la lámpara-. Has perdido el sentido de la proporción entre lo que está bien y lo que está mal. Mejor será que permanezcas en esta habitación hasta que consigas centrarte un poco. No se podía esperar otra cosa teniendo en cuenta que no eres una mujer fuerte. Deja que la señorita… como se llame se ocupe de ti. Araminta se encargará del servicio hasta que estés más recuperada. Ahora no habrá festejos, como es natural, así es que no tienes que preocuparte. Nos arreglaremos perfectamente sin ti. -Y sin añadir nada más, salió y cerró la puerta tras él con cuidado, dejando que la lengüeta del cierre encajara en su sitio con un ruidoso chasquido.