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Beatrice apartó la bandeja sin terminar la comida, volvió la cabeza a un lado y escondió el rostro entre las almohadas. Por el temblor de sus hombros Hester se dio cuenta de que estaba llorando, pese a que su boca no profería sonido alguno.

Hester tomó la bandeja y la colocó sobre la mesilla de al lado, después sumergió un paño en el agua caliente de un aguamanil y volvió a la cama. Con gran delicadeza rodeó con el brazo a la mujer y la retuvo hasta que vio que se había tranquilizado; le alisó los cabellos y se los apartó de la frente, para después secarle los ojos y las mejillas con el paño mojado.

Empezaba la tarde cuando Hester volvía de la lavandería con los delantales limpios y, medio por casualidad, medio con intención, sorprendió una conversación entre el lacayo Percival y la lavandera Rose. Ésta estaba doblando un montón de fundas de almohada de hilo recamadas de bordados y acababa de dar a Lizzie, que era su hermana mayor, los delantales rematados de encajes de la camarera del salón. Rose se tenía muy erguida, la espalda rígida, los hombros levantados y la barbilla hacia delante. Era tan diminuta que hasta Hester habría podido rodearle la cinturita con las manos, pero tenía manos pequeñas y cuadradas, dotadas de una fuerza sorprendente. Sus ojos azules, del color de las flores de aciano, eran enormes y su rostro era agraciado, sin que la larga nariz ni la boca exageradamente grande estropeasen en nada la armonía del conjunto.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Rose, aunque sus palabras quedaban desmentidas por el tono con que las había pronunciado. Las había articulado como una pregunta, pero parecían más bien una invitación.

– Vengo a por las camisas del señor Kellard -dijo el muchacho, evasivo.

– No sabía que te encargaras de esos menesteres. Como se entere el señor Rhodes, sabrás lo que es bueno. Le estás pisando el terreno.

– Precisamente ha sido Rhodes quien me ha dicho que las viniera a buscar -replicó él.

– Pero tú preferirías hacer de ayuda de cámara, ¿verdad?, y acompañar al señor Kellard cuando viaja y está invitado en estas grandes mansiones donde dan esas fiestas tan estupendas y todas esas cosas… -lo decía con una voz melosa y, sólo oyéndola, Hester ya se imaginaba sus ojos brillantes, sus labios entreabiertos por la excitación, un entusiasmo que venía de pensar en todos aquellos placeres, gente nueva, un saloncito para los criados, buena comida, música, reuniones hasta tarde, vino, risas y chismorreo.

– No estaría mal -admitió Percival con una nota de entusiasmo en la voz-. De todos modos, voy a sitios bastante interesantes. -Ahora hablaba como un fanfarrón y Hester lo sabía.

Y al parecer. Rose también.

– Pero te quedas fuera -le soltó ella-, tienes que esperar en las caballerizas, junto a los coches.

– ¡Oh, no!, no es verdad -había crispación en su voz y Hester ya imaginaba el brillo de sus ojos y la pequeña curva de sus labios, porque había tenido ocasión de verlo varias veces cuando atravesaba la cocina y pasaba junto a las criadas-, algunas veces entro.

– Sí, en la cocina -dijo Rose con desprecio-, pero si fueras ayuda de cámara también podrías ir arriba. Ayuda de cámara siempre es mejor que criado.

Todos eran muy conscientes de la jerarquía.

– Pero mejor mayordomo -puntualizó él.

– Sí, mejor pero no tan divertido. Mira al señor Phillips, pobre viejo -se le escapó la risa-, hace veinte años que no se divierte… si hasta parece que se le ha olvidado.

– No te vayas a figurar que él se divertiría con lo mismo que tú. -Percival se había vuelto a poner serio, ahora sonaba distante y un poco pomposo, porque hablaba de asuntos de hombres y quería poner a la mujer en su sitio-. Él tenía la ambición de estar en el ejército, pero no lo quisieron por culpa de los pies. Tampoco podía ser lacayo debido a cómo tiene las piernas. Nunca lleva librea sin rellenos en las medias.

Hester sabía muy bien que Percival no tenía necesidad de realzar artificialmente sus pantorrillas.

– ¿Por culpa de los pies? -preguntó Rose con aire incrédulo-. ¿Qué le pasa en los pies?

Esta vez la voz de Percival sonó burlona.

– ¿No te has fijado cómo anda? Pues como si caminara sobre cristales rotos. Callos, juanetes… tiene de todo.

– ¡Qué pena me da! -dijo Rose burlona-. Habría sido un brigada fabuloso… ¡ni pintado! Y claro, como no pudo serlo, se tiró por lo de mayordomo, y tal como lo lleva parece que le gusta… A la hora de poner a algunos visitantes en su sitio no se corta. De un vistazo toma la medida al primero que llega. Según Dinah no falla nunca, y tendrías que ver la cara que pone cuando ve que un señor, o una señora, que para el caso es lo mismo, no están a la altura: cuando quiere, es desagradable a tope, le basta con levantar las cejas de una manera especial. Dinah dice que ha visto gente que después se queda como si les hubieran echado encima un jarro de agua fría: muertos de vergüenza. No todos los mayordomos son capaces de hacerlo.

– Cualquier criado, si conoce su oficio, se da cuenta de la calidad de una persona con sólo mirarla. Si no sabe, quiere decir que no es buen criado -dijo Percival con arrogancia-. Yo, por lo menos, me doy cuenta enseguida… y también sé cómo poner a la gente en su sitio. Hay muchas maneras de hacérselo notar… haces ver que no has oído la campana, te olvidas de cargar la chimenea, los miras exactamente igual que mirarías a uno que hubiera entrado empujado por el viento y después saludas a la persona que le sigue como si fuera el rey en persona. Yo esto lo sé hacer igual de bien que el señor Phillips.

Rose no se dejó impresionar y volvió a remachar lo primero:

– De todos modos, Percy, tú estarías muy por debajo de él si fueras ayuda de cámara…

Hester sabía por qué le habría gustado a Rose que Percival cambiase de puesto. Los ayudas de cámara trabajaban mucho más cerca de las lavanderas y, pese a que llevaba pocos días en la casa, Hester se había fijado en cómo seguían a Percival aquellos ojos azules y sabía muy bien qué se escondía detrás de aquel aire de inocencia, de aquellos comentarios que parecían dichos a la buena de Dios, de aquellos grandes lazos con los que se ceñía el delantal a la cintura, de aquel amplio vuelo de las faldas y de aquellos movimientos ondulantes de los hombros. También Hester se había sentido atraída a menudo por los hombres y, de haber tenido la seguridad de Rose y sus dotes femeninas, se habría comportado igual que ella. -Quizá -dijo Percival sin interés alguno-. En cualquier caso, no sé muy bien si quiero seguir en esta casa.

Hester sabía que aquella frase era un desaire calculado, pero no se atrevía a atisbar por la esquina por si la descubrían. Estaba inmóvil, apoyada en los montones de sábanas colocadas detrás de ella y se apretaba los delantales con fuerza contra el cuerpo. Imaginaba el frío que de pronto sentía Rose en su corazón. Se acordaba de que a ella le había ocurrido algo muy parecido en el hospital de Shkodër. Había conocido allí a un médico al que admiraba, mejor dicho, a un hombre por el que sentía algo más que admiración y en el que soñaba despierta imaginando locas fantasías. Y un día él, con una sola palabra, había destruido todos sus sueños. Después, por espacio de varias semanas, había estado dando vueltas y más vueltas a aquel lance intentando dilucidar si él había herido sus sentimientos con intención, si lo había hecho a propósito. Aquellos pensamientos la habían cubierto de vergüenza. Otras veces había pensado que lo había hecho totalmente sin querer, revelando simplemente una faceta de su carácter, un aspecto que ella habría tenido que descubrir de no estar tan cegada. Nunca lo sabría con certeza, y ahora poco importaba ya.