Rose no dijo nada. Hester ni siquiera la oyó suspirar.
– Después de todo -prosiguió Percival, recargando las tintas y mirando de justificarse-, en estos momentos no puede decirse que ésta sea la mejor casa del mundo… la policía no hace más que entrar y salir, no para de hacer preguntas… Todo Londres sabe que aquí se ha cometido un asesinato. Y lo que es peor, que el asesino está dentro de casa. Ya sabes que no pararán hasta que den con él.
– Pero como no lo encuentren, no van a dejarte marchar, ¿no crees? -dijo Rose, un tanto despechada-. Después de todo… podrías ser tú. El golpe dio en el clavo. Percival permaneció unos segundos en silencio y, cuando le dio por hablar, su voz sonó áspera y cortante, delatando inquietud.
– ¡No digas tonterías! ¿Cómo quieres que uno de nosotros haya hecho una cosa así? Tiene que ser alguno de la familia. A la policía no se la engaña así como así. Por eso siguen viniendo.
– ¿Ah, sí? ¿Y por esto nos hacen tantas preguntas? -le replicó Rose-. Si fuera como dices, ¿qué esperan que les digamos?
– Esto no es más que una excusa. -Volvía a aparecer la certidumbre-. Hacen ver que se han tragado que el que lo ha hecho es uno de nosotros. ¿Te imaginas lo que diría sir Basil si se enterase de que sospechan de uno de la familia?
– ¿Y qué iba a decir? -Rose seguía sulfurada-. La policía puede hacer lo que le da la gana.
– Seguro que ha sido uno de la familia -insistió Percival con desdén-. Yo ya me imagino quién… y por qué. Sé algunas cosas pero no pienso decirlas, las descubrirá la policía uno de estos días. Y ahora me voy, tengo trabajo… y tú también debes tenerlo.
Percival salió de la estancia en la que seguidamente Hester apareció. Nadie se había dado cuenta de que había estado escuchando.
– Oh, sí -dijo Mary con ojos centelleantes mientras sacudía una funda de almohada y la doblaba-. Rose está pirrada por Percival. ¿Será estúpida? -Cogió otra funda, examinó con atención la blonda para comprobar que estaba intacta y después la dobló para que la planchasen y la guardasen-. El chico no está nada mal pero ¿de qué sirve eso? Seguro que sería un marido horrible, más presumido que un gallo y siempre a lo suyo. Y a lo mejor se cansaba de ella al cabo de un año o dos. Éste tiene la cabeza a pájaros y además… no es de fiar. Harold es muchísimo mejor… pero éste no se mira a Rose, sólo tiene ojos para Dinah. Hace año y medio que se muere por sus huesos, el pobre. -Apartó las fundas de almohada a un lado y empezó a formar otro montón nuevo con las enaguas con remates de blonda, lo bastante amplias para cubrir los enormes aros del miriñaque y hacer que las faldas adoptaran una forma incómoda pero favorecedora, que gustaba a todas aquellas que querían tener un aire frágil y un poco infantil. Hester tenía preferencias más prácticas y le gustaban las formas más naturales, ella y la moda no iban de acuerdo… y no era la primera vez que sucedía.
– Y Dinah tiene los ojos puestos en un lacayo más próximo -prosiguió Mary, arreglando los volantes con gestos automáticos-. Aunque yo no le veo gracia ninguna, salvo que el chico es alto, eso sí, lo que, tampoco está mal teniendo en cuenta que Dinah también es alta. Pero en las noches frías la altura no sirve de gran cosa, ni calienta ni te alegra la vida. Me imagino que usted encontraría soldados guapos cuando estuvo en el ejército.
Hester sabía que había hecho la pregunta con buena intención, por esto la contestó de la misma manera.
– Sí, algunos sí lo eran -dijo con una sonrisa-, pero desgraciadamente no estaban en muy buena forma.
– ¡Oh! -exclamó Mary con una carcajada, al tiempo que movía la cabeza y daba por terminado el trabajo de recoger la ropa recién lavada de su señora-. Claro, no lo había pensado. En fin, no importa. Como siga trabajando en casas como ésta, no sabe con lo que se puede llegar a encontrar. -Y después de una observación tan esperanzadora como aquélla, se cargó el fardo de ropa y se lo llevó, haciendo balancear las caderas con garbo mientras se dirigía hacia la escalera.
Hester sonrió, terminó su trabajo y fue a la cocina a preparar una tisana para Beatrice. Subía con la bandeja cuando se cruzó con Septimus, que salía por la puerta de la bodega con un brazo torpemente doblado sobre el pecho, como si llevara algo escondido debajo de la chaqueta.
– Buenas tardes, señor Thirsk -dijo Hester cordialmente, como dándole a entender que encontraba normal que tuviera alguna ocupación en la bodega.
– Ejem… buenas tardes, señorita… ejem…
– Latterly -le facilitó su nombre-, soy la enfermera de lady Moidore.
– ¡Ah, sí, claro! -dijo el hombre con un parpadeo de sus ojos descoloridos-. Le ruego que me perdone. Buenas tardes, señorita Latterly. -Se apartó rápidamente de la puerta de la bodega y se notó por su actitud que estaba muy azarado.
Annie, una de las camareras de arriba que pasaba en aquel momento por allí, echó a Septimus una mirada cargada de intención y a Hester una sonrisa. Era una muchacha alta y espigada, como Dinah. Habría podido ser una buena camarera de salón, pero era demasiado joven en aquellos momentos y bastante novata, ya que sólo tenía quince años. Era posible, además, que fuera excesivamente testaruda. Hester la había sorprendido más de una vez cuchicheando con Maggie y riendo a hurtadillas en la habitación de las sirvientas del primer rellano, que era donde se preparaba el té por la mañana, o agachadas las dos curioseando un libro de tres al cuarto, medio escondidas en el armario de la ropa blanca, examinando con unos ojos como platos ilustraciones de escenas románticas y arriesgadas aventuras. Sólo Dios sabía qué cosas debían de pasarles por la imaginación. Algunos de los comentarios que habían hecho sobre el asesinato pecaban más de pintorescos que de creíbles.
– Una niña encantadora -comentó Septimus con aire ausente-. Su madre se dedica a hacer pasteles en Portman Square, pero ella no llegará nunca a cocinera. Sueña despierta -dijo en tono afectuoso-, le gusta que le cuenten historias del ejército. -Se encogió de hombros y por poco le resbala la botella que sostenía con el brazo. Se sonrojó pero le dio tiempo a agarrarla.
Hester le devolvió la sonrisa.
– Ya lo sé -comentó-, a mí me ha hecho un montón de preguntas. Estoy segura de que tanto ella como Maggie podrían ser unas buenas enfermeras, justo el tipo de chicas que necesitamos, inteligentes, rápidas y con ideas propias.
Septimus pareció un poco desconcertado ante sus palabras, lo que hizo suponer a Hester que debía de estar acostumbrado al tipo de cuidados médicos que se dispensaban en el ejército antes de los tiempos de Florence Nightingale, razón por la cual aquellas ideas nuevas caían fuera de su campo de experiencias.
– Maggie también es una buena chica -dijo con el ceño fruncido y un tanto desorientado-, rebosa sentido común. Su madre es lavandera, creo que en un pueblo de Gales. Ya se ve que la chica tiene temperamento, pero aunque su genio es vivo también sabe ser paciente cuando conviene. Se pasó toda una noche en vela cuando el gato del jardinero se puso enfermo, o sea que supongo que debe de tener usted razón y que, en efecto, sería una enfermera bastante buena. De todos modos, a mi me parece una lástima poner a dos chicas decentes como éstas en un trabajo así. -Se removió disimuladamente para colocarse mejor la botella debajo de la chaqueta y procurar que no se notara el bulto, pero puso cara de saber que se le había visto la oreja. Tampoco parecía haberse enterado de que había insultado a las mujeres que ejercían la profesión de Hester: se había limitado a hablar con franqueza de la fama que tenían y no le había pasado por las mientes que también ella hacía aquel trabajo.
Hester se quedó dudando entre ahorrarle el bochorno o informarle mejor. Ganó la primera opción, de manera que apartó los ojos de aquel bulto de debajo de la chaqueta y continuó como si no hubiese observado nada.