– Gracias, quizá les exponga sus ideas cuando tenga ocasión. Eso sí, le ruego que no mencione las mías al ama de llaves -dijo Hester.
El hombre hizo una mueca entre burlona y asustada.
– Créame, señorita Latterly, ¡eso ni soñarlo! Soy un soldado demasiado veterano para andar acusando sin fundamento.
– ¡Exacto! -admitió Hester-. Y yo también he cuidado a demasiados de esos soldados.
Por un instante el rostro del hombre se mostró totalmente sobrio, sus ojos azules se aclararon, le desaparecieron de la cara aquellas arrugas producidas por la ansiedad y se produjo entre los dos una afinidad completa. Los dos habían visto la carnicería del campo de batalla y la inacabable tortura de las heridas de guerra, las vidas truncadas. Sabían qué precio costaba la incompetencia y la arrogancia. Aquélla era una vida que nada tenía que ver con la de esta casa ni con su civilizada rutina y su disciplina férrea compuesta de trivialidades: las camareras que se levantaban a las cinco de la mañana para limpiar las chimeneas, ennegrecer los hierros, sembrar de hojas húmedas de té las alfombras y barrerlas después, ventilar las habitaciones, vaciar los desechos, sacar el polvo, barrer, bruñir, dar la vuelta a los colchones, lavar, planchar metros y más metros de ropa de lino, enaguas, encajes y cintas, zurcir, ir a buscar cosas, transportarlas… hasta que a las nueve de la noche, o a las diez, o a las once se las autorizaba a dejar de trabajar.
– Sí, hábleles de eso de la enfermería -dijo el hombre finalmente y, sin disimulo alguno, se sacó la botella de debajo de la chaqueta y se la colocó más cómodamente antes de dar media vuelta y salir caminando con paso ligero pero con una cierta vacilación.
Hester subió la bandeja a Beatrice y la dejó ante ella. Se disponía a salir cuando entró Araminta. -Buenas tardes, mamá -le dijo en tono alegre-. ¿Qué tal te encuentras? -al igual que le ocurría a su padre, para ella Hester era invisible. Se acercó a su madre, la besó en la mejilla y después se sentó en la butaca más próxima, con las anchas faldas convertidas en montañas de muselina gris oscuro y una delicada pañoleta de color lila sobre los hombros que le sentaba muy bien, tolerada para el luto por su color. Su cabellera llameante relucía como siempre y enmarcaba aquel rostro delicado y de leve asimetría.
– Exactamente igual, gracias -respondió Beatrice sin verdadero interés. Se volvió ligeramente hacia Araminta, con los labios fruncidos en un gesto expectante. No se notaba afecto entre las dos y Hester dudaba entre salir o quedarse. Experimentaba la curiosa sensación de que en cierto modo no era una intrusa, porque la tensión entre las dos mujeres, el hecho de no saber qué decirse una a la otra ya la excluía. Ella era una sirvienta, alguien cuya opinión no tenía la más mínima importancia, alguien inexistente.
– Bueno, supongo que es lo que cabía esperar -dijo Araminta con una sonrisa, pero sin que en sus ojos apareciera el más mínimo signo de afecto-. Me temo que la policía no va a conseguir nada. He hablado con el sargento de la policía… creo que se llama Evan… pero o no sabe nada o no quiere decírmelo. -Fijó una mirada ausente en los adornos del brazo de la butaca-. En el caso de que quieran hacerte alguna pregunta, ¿querrás hablar con ellos?
Beatrice levantó los ojos y los fijó en la araña de cristal que pendía del centro del techo. Era primera hora de la tarde y estaba apagada, pero los últimos rayos del sol que ya iba a la puesta arrancaban reflejos de uno o dos cristales.
– No puedo negarme. Daría la impresión de que no quiero colaborar.
– Eso parecería, en efecto -admitió Araminta observando a su madre con atención-, y de hecho no se les podría criticar si lo pensasen. -Vaciló, pero su voz era cortante, lenta y muy tranquila, las palabras articuladas con precisión-. Después de todo, sabemos que el autor del hecho fue una persona de la casa y ya que es posible que sea uno de los criados… yo soy de la opinión de que probablemente se trata de Percival.
– ¿Percival? -preguntó Beatrice, crispada, volviéndose a mirar a su hija-. ¿Por qué?
Araminta no miraba a su madre a los ojos sino que los tenía fijos en un punto situado un poco a la izquierda de su cara.
– Mamá, no es momento de refugiarse en subterfugios cómodos. Demasiado tarde.
– No entiendo lo que quieres decir -respondió Beatrice con tristeza y levantando las rodillas.
– Claro que me entiendes -le contestó Araminta con impaciencia-. Percival es un muchacho arrogante y presumido, con los apetitos normales de cualquier hombre, y se hace muchas ilusiones con respecto a la manera de desahogarlos. Es posible que te niegues a reconocerlo, pero a Octavia le halagaba que el chico la admirase… y hasta de vez en cuando lo animaba con incitaciones…
La repugnancia que sintió Beatrice hizo que se estremeciera.
– Por favor, Araminta…
– Ya sé que todo esto es muy sórdido -dijo Araminta con voz más suave, pero cada vez con más seguridad-. Parece que fue una persona de esta casa quien la mató. Ya sé que es muy duro, mamá, pero no podemos cambiarlo por mucho que nos andemos con fingimientos. Lo único que haremos es ponerlo todo cada vez peor, y llegará un momento en que la policía lo descubrirá todo. Beatrice se encogió todavía más, inclinando el cuerpo hacia delante, se abrazó las piernas y dejó vagar la mirada.
– ¿Mamá? -le preguntó Araminta con voz contenida-. Dime, mamá, ¿tú sabes algo?
Beatrice no dijo nada, sólo se limitó a abrazarse con más fuerza las piernas. Era ensimismamiento, una pena muy honda de la que Hester ya había sido testigo en otras ocasiones.
Araminta se inclinó para acercarse más.
– Mamá, ¿intentas protegerme…? ¿Lo haces por Myles?
Lentamente Beatrice levantó los ojos, muy erguida pero en silencio, la cabeza vuelta en dirección opuesta al lugar donde estaba Hester, el color de sus cabellos parecido al de los de su hija.
Araminta estaba lívida, inexpresiva, la mirada brillante y dura.
– Mamá, sé que a él le gustaba Octavia y que no se abstenía… -Aspiró y exhaló lentamente-. Que no se abstenía de visitarla en su habitación. Como soy su hermana, me gusta pensar que ella lo rechazaba, pero en realidad no lo sé. Es posible que fuera a verla un día, que ella lo rechazara y… no se toma muy bien los desaires, lo digo por experiencia.
Beatrice miró a su hija y lentamente le tendió la mano en un gesto de dolor compartido. Pero Araminta no se acercó a su madre y ésta dejó caer la mano. No dijo nada. Tal vez no existían palabras para lo que sabía o temía.
– ¿Esto es lo que ocultas, mamá? -preguntó Araminta, implacable-. ¿Temes que alguien te pregunte si fue esto lo que ocurrió?
Beatrice se tendió de nuevo y, antes de responder, ordenó un poco la ropa de la cama. Araminta no hizo gesto alguno para ayudarle. -Preguntarme a mí es perder el tiempo. Yo no sé nada y, como es natural, no voy a decir una cosa así -levantó los ojos-. Araminta, por favor, ¿lo sabes tú?
Por fin Araminta se inclinó hacia delante y puso su mano delgada y fuerte sobre la de su madre.
– Mamá, si el culpable fuera Myles, no podemos ocultar la verdad. Ojalá que no lo sea y que encuentren a quien lo hizo, ¡y pronto! -Su rostro estaba lleno de preocupación, como si la esperanza luchase en ella contra el miedo, profundamente abstraída.
Beatrice intentó decirle algo amable, algo que apartara el horror que se estaba adueñando de las dos, pero se sintió incapaz al ver la valentía y el inflexible deseo de verdad que reflejaba la expresión de su hija.
Araminta se levantó, se inclinó hacia delante, le dio un beso rozándole apenas la frente con los labios y salió de la habitación.
Beatrice todavía permaneció sentada unos minutos, pero lentamente fue dejándose caer en la cama.
– Puede llevarse la bandeja, Hester, me parece que no me tomaré el té.
O sea que Beatrice no había olvidado ni por un momento que su enfermera estaba en la habitación. Hester no sabía si sentirse agradecida porque su situación le brindaba la oportunidad de observar o insultada porque su persona importaba tan poco que daba igual lo que pudiera ver u oír. Era la primera vez en su vida que tenía la sensación de contar tan poco y esto le dolía.