Él escuchaba con total atención y las pocas preguntas que le hizo fueron muy atinadas y formuladas de manera que revelaba compasión y una ironía que ella encontró muy atractiva. Lejos de la influencia de su familia y olvidado por espacio de una hora de la muerte de su hermana y de todas las miserias y sospechas que la habían seguido como siniestra estela, era un hombre de ideas personales, algunas sumamente innovadoras en relación con las condiciones sociales y las circunstancias de los acuerdos y servicios entre los gobernantes y los gobernados.
Se encontraban enzarzados en una conversación sumamente absorbente y las sombras del exterior ya empezaban a alargarse cuando entró Romola y, pese a que ambos se dieron cuenta de su presencia, pasaron unos minutos antes de que abandonaran el tema que tenían entre manos y reconocieran que había entrado una persona en la biblioteca.
– Papá quiere hablar contigo -dijo Romola, enfurruñada-. Te espera en la sala de estar.
Cyprian se levantó de mala gana y se excusó con Hester por tener que dejarla, ni más ni menos que si fuera una amiga a la que tuviera en gran estima y no una especie de criada.
Así que hubo salido, Romola se quedó mirando a Hester con expresión de perplejidad mezclada con una cierta preocupación en su hermoso rostro. Tenía una piel realmente maravillosa y los rasgos de su cara guardaban una proporción perfecta, salvo el labio inferior, que era ligeramente grueso y a veces, sobre todo cuando estaba cansada, le caía por las comisuras, dándole un aspecto de descontento.
– Si he de serle franca, señorita Latterly, no sé cómo expresarme sin parecer crítica, ni cómo brindarle consejo si a usted no le interesa recibirlo pero, si tiene ganas de tener marido, aspiración lógica en toda mujer normal, deberá aprender a dominar la faceta intelectual e inclinada a la polémica de su manera de ser. Es un rasgo que a los hombres no les gusta ni pizca cuando se da en una mujer y que hace que se sientan incómodos. No están a gusto, les altera los nervios, a diferencia de lo que ocurre cuando la mujer se muestra respetuosa ante sus opiniones. ¡No hay que mostrarse obstinada! ¡Es una actitud horrible! Con mano hábil sujetó con las horquillas un mechón de pelo que se le había desmandado.
– Recuerdo que mi madre ya me lo aconsejaba cuando era niña: es realmente indecoroso que una mujer altere su compostura por la razón que sea. La mayoría de los hombres se siente a disgusto cuando está ante una mujer que se agita por una nimiedad y, en general, ante cualquier estado que desvirtúe la imagen de la mujer como persona serena, fiable, al margen de la vulgaridad y la mezquindad bajo todas sus formas, que no critica nada salvo el desaliño o la incontinencia y, por encima de todo, que no contradice nunca al hombre, ni siquiera cuando cree que se ha equivocado. Aprenda a llevar una casa, a comer con elegancia, a vestir bien y a comportarse con dignidad y gracia, a dirigirse correctamente a todo el mundo en sociedad, aprenda un poco de pintura y de dibujo, toda la música de que sea capaz, de manera especial canto si está dotada para ese arte, algunos rudimentos de labor de aguja, una caligrafía elegante con la pluma y frases agradables en las cartas… y por encima de todo, aprenda a obedecer y a dominar sus prontos aunque la provoquen.
– Si aprende todas estas cosas, señorita Latterly, hará un buen matrimonio dentro de lo que permiten sus cualidades personales y su posición social en la vida y, además, hará feliz a su marido. Y a su vez, también usted será feliz. -Hizo unos leves movimientos con la cabeza-. Me temo que le queda mucho camino por recorrer.
Hester captó instantáneamente la intención de la última amonestación y, pese a la enorme provocación, supo dominarse.
– Gracias, señora Moidore -dijo después de hacer una profunda aspiración-. No olvidaré sus consejos, aunque me temo que estoy destinada a permanecer soltera.
– ¡Oh, espero que no! -dijo Romola con sentimiento-. Ése es un estado muy poco natural en una mujer. Aprenda a refrenar la lengua, señorita Latterly, y no pierda nunca la esperanza.
Afortunadamente, después de aquel último consejo salió de la habitación mientras Hester se quedaba echando chispas por todas las palabras que no había dicho y se le habían quedado metidas dentro del cuerpo. Pese a todo, se sentía extrañamente perpleja, atormentada por una sensación de pena cuya razón desconocía. Sólo sabía que experimentaba confusión e infelicidad y tenía una aguda conciencia de la misma.
A día siguiente, Hester se levantó temprano y se buscó algunas tareas en la cocina y en la lavandería con la esperanza de relacionarse con algunas sirvientas y, por qué no, ver de sacarles alguna cosa. Aunque aparentemente tenía la impresión de que las piezas no encajaban, tal vez Monk podría ensamblar unas con otras y reconstruir el cuadro completo.
Annie y Maggie se perseguían escaleras arriba y se revolcaban por el suelo muertas de risa, tapándose la boca con el delantal para ahogar sus gritos e impedir que se propagaran por el rellano.
– ¿De qué pueden reírse tan temprano? -preguntó Hester con una sonrisa.
Las dos la miraron con ojos muy abiertos y conteniendo la risa.
– Bueno, ¿qué me dicen? -insistió Hester sin la menor crítica en la voz-. ¿No quieren decírmelo? ¡A mí también me gustan los chistes!
– La señora Sandeman… -se apresuró a responder Maggie, apartándose los rubios cabellos de los ojos-. Es que tiene unas revistas que hay que ver, señorita. Seguro que usted no ha visto cosa igual en su vida, son unas historias como para helarte la sangre… y no sé, historias de hombres con mujeres que hasta a una chica de las que hacen la calle se le subirían los colores a la cara.
– ¿En serio? -exclamó Hester levantando las cejas-. ¿O sea que la señora Sandeman se dedica a leer cosas subidas de tono?
– ¡Y tan subidas! Cosas de un rojo subido, diría yo -dijo Annie, tronchándose.
– O mejor verde subido -la corrigió Maggie sin parar de reír.
– ¿Y de dónde han sacado la revista? -les preguntó Hester, sosteniéndola en las manos y tratando de aparentar que se quedaba tan fresca.
– De fuera de su habitación, cuando hemos limpiado -replicó Annie con transparente ingenuidad.
– ¿A esta hora de la mañana? -dijo Hester, como poniéndolo en duda-. Si no son más que las seis y media… ¡No me dirán que la señora Sandeman ya está levantada!
– ¡No, ni hablar! No se levanta hasta la hora de comer -se apresuró a decir Maggie-. Tiene que dormirla… y no me extraña.
– ¿Qué es lo que tiene que dormir? -Hester no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad-. Ayer noche no salió, que yo sepa.
– Se pone a tono en su habitación -replicó Annie-. El señor Thirsk lo pilla de la bodega. No acabo de entender por qué, yo me figuraba que al señor Thirsk no le gustaba esta mujer, pero debe de gustarle si birla el oporto de la bodega para ella… y del mejorcito, además.
– ¡Será tonta! ¡Lo roba porque el señor Thirsk no traga a sir Basil! -intervino Maggie-. Por esto toma el mejor. Cualquier día sir Basil enviará al señor Phillips a buscar una botella de oporto y se encontrará con que no hay. La señora Sandeman se lo habrá bebido todo.
– Yo sigo pensando que al señor Thirsk no le gusta esta mujer -insistió Annie-. ¿No te has fijado en la cara que pone cuando la mira?
– A lo mejor hubo un tiempo en que le gustaba -dijo Maggie esperando haber dado en el clavo y ofreciendo una panorámica enteramente nueva del caso que acababa de abrirse a su imaginación- y ella se lo sacó de encima y por eso ahora la odia.
– No -en este punto Annie estaba completamente segura-, yo creo que él la desprecia. Antes era militar, y de los buenos, ¿sabe?, en fin, un oficial de bastante categoría… pero se ve que tuvo una aventura de faldas que terminó muy mal.
– ¿Y eso cómo lo sabe? -le preguntó Hester-, no será porque él se lo haya contado.
– ¡No, claro! Pero oí que la señora se lo contaba una vez al señor Cyprian. Yo creo que al señor Thirsk esa mujer le da asco, que no la ve como una señora. -De pronto puso unos ojos muy grandes-. ¿Y si resulta que fue ella la que se le insinuó y, como a él le da asco, la mandó a hacer gárgaras?