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– Sí, alguna que otra vez.

– Seguro que habrá tenido ocasión de comprobarlo.

Percival se distendió ligeramente, se notó que su cuerpo se relajaba debajo de la librea.

– En efecto.

– ¿Y no le cohíbe un poco la situación?

– En general, no. Uno acaba por acostumbrarse.

Monk pensó que aquel tipo era un cerdo presumido, por mucho que no le faltaran motivos. Tenía una especie de vitalidad contenida y algo así como una insolencia que Monk supuso que muchas mujeres encontraban excitante.

– Pero seguramente se verá obligado a ser muy discreto -dijo Monk en voz alta.

– Sí, señor. -Percival ahora se encontraba a sus anchas, había bajado la guardia, se regodeaba en sí mismo rememorando anécdotas vividas.

– Sobre todo si se trata de una señora, es decir, no de una de las sirvientas de la casa -prosiguió Monk-. A veces hasta debe de resultar embarazoso que venga una señora de visita y se muestre interesada por usted.

– Sí, señor, todas las precauciones son pocas.

– Y yo diría que los hombres deben de ponerse celosos.

Percival estaba desorientado; no había olvidado por qué estaba hablando con el policía. Monk veía los pensamientos reflejados en su rostro, pero ninguno le aportaba claves.

– Podría ser -dijo con tiento.

– ¿Podría? -Monk enarcó las cejas y habló con voz condescendiente y sarcástica-. ¡Vamos, Percival!, si usted fuera un caballero, ¿no se volvería loco de celos si la dama de sus sueños demostraba que prefería las atenciones de su lacayo?

Esta vez la sonrisa presuntuosa fue inequívoca, era demasiado halagadora aquella imagen, pasaba a convertirse en la más deliciosa de las excelsitudes, en la mejor, más próxima a la esencia del hombre que el dinero o el rango.

– Sí, señor… imagino que eso debe de suceder.

– Y más especialmente tratándose de una mujer tan agraciada como la señora Haslett.

Ahora Percival estaba confundido.

– Ella era viuda, señor. El capitán Haslett murió en la guerra. -Desplazó el peso de su cuerpo de un lado a otro en actitud incómoda-. No tenía admiradores serios. No hacía caso de ninguno… todavía lloraba al capitán.

– Pero era joven, estaba acostumbrada a la vida matrimonial y, además, era guapa -siguió acuciándolo Monk.

La luz volvió a incidir en el rostro de Percival.

– ¡Oh, sí! -hubo de admitir-, pero no tenía intención de volver a casarse. -Se rehízo inmediatamente-. De todos modos, a mí nadie me amenazó… a la que mataron fue a ella. Y no había nadie que tuviera tal intimidad con ella como para sentirse celoso. De todos modos, aun suponiendo que hubiera existido esa persona, aquella noche no había nadie más en la casa.

– Pero si hubiera habido ese alguien más, ¿podría haberse sentido celoso? -Monk frunció el ceño, como si la respuesta le importara y acabara de encontrar una clave preciosa.

– Pues… tal vez sí. -Los labios de Percival se torcieron en una sonrisa de satisfacción y abrió mucho los ojos, lleno de esperanza-. ¿Había alguien, señor?

– No -respondió Monk con un cambio de expresión en la cara, de la que desapareció toda cordialidad-, lo único que a mí me interesaba saber es si usted había tenido una aventura con la señora Haslett.

De pronto Percival se hizo cargo de la situación y de su rostro huyó todo el color dejándolo mortalmente pálido. Porfiaba por encontrar las palabras adecuadas, pero de su garganta sólo salían sonidos ahogados.

Monk conocía el sabor de la victoria y el instinto de matar, le era tan familiar como el dolor o el reposo o la súbita impresión del agua fría, un recuerdo en la carne al igual que en la mente. Y se despreciaba por ello. Era su yo primigenio que asomaba a través de la bruma del olvido interpuesta por el accidente, era el hombre que figuraba en los expedientes, admirado y temido, un hombre sin amigos.

Y sin embargo, aquel arrogante lacayo podía haber asesinado a Octavia Haslett en un acceso de lujuria desatada y de machismo. Monk no podía permitirse complacer su conciencia al precio de dejarlo escapar.

– ¿Qué pasó? ¿Cambió Octavia de parecer? -le preguntó con una rabia ancestral en la voz, todo un mundo de cáustico desdén-. ¿Se dio cuenta de pronto de lo ridículamente vulgar que era tener una aventura amorosa con un lacayo?

Percival lo insultó para sus adentros con una palabra obscena, después levantó la barbilla y refulgieron sus ojos.

– ¡Ni hablar! -respondió engallándose y consiguiendo dominar su terror, por lo menos aparentemente. Aunque le temblaba la voz, sus palabras fueron de una clara diafanidad-. Suponiendo que este asunto tenga algo que ver conmigo, la culpable sería Rose, la lavandera. Está loca por mí y se muere de celos. Ella podría haber subido al cuarto de la señora Haslett durante la noche y haberla apuñalado con un cuchillo de cocina. Tenía motivos para hacerlo. Yo, no.

– Hay que reconocer que usted es todo un señor -dijo Monk sin poder evitar que el desdén le torciera los labios, pese a pensar que aquélla era una posibilidad que no se podía descartar. Percival lo sabía. Por la frente del lacayo resbalaba el sudor, pero ahora a causa del alivio que sentía.

– Muy bien -dijo Monk despidiéndolo-, ahora ya se puede marchar.

– ¿Quiere que le envíe a Rose? -le preguntó ya en la puerta.

– No, no hace falta. Y si tiene interés en sobrevivir en esta casa, hará bien no hablando con nadie sobre la conversación que hemos tenido. Los amantes que insinúan que sus amiguitas son unas asesinas no son bien vistos por la gente.

Percival no dijo palabra, pero no parecía sentirse culpable, sólo aliviado… y cauteloso.

Monk se dijo para sí que aquel tipo era un cerdo, aunque no podía echarle enteramente la culpa. El hombre se sentía acorralado, eran muchas las manos que se levantaban contra él, no necesariamente porque lo creyesen culpable, sino porque algún culpable tenía que haber y aquel hombre tenía miedo. Al final de otro día de interrogatorios, todos los cuales salvo el sostenido con Percival resultaron estériles, Monk se dirigió a la comisaría con el objeto de informar a Runcorn, no porque tuviera nada concluyente que notificarle sino porque Runcorn se lo había pedido.

Iba caminando tranquilamente el último kilómetro del trayecto en aquella tarde fría de finales de otoño, intentando preparar mentalmente lo que diría a Runcorn, cuando pasó junto a un cortejo fúnebre que seguía lentamente su camino Tottenham Court Road arriba en dirección a Euston Road. La carroza funeraria iba tirada por cuatro caballos negros empenachados también de negro y a través del cristal en el que estaba encerrado vio el ataúd cubierto de flores, kilos y más kilos de flores. Imaginó el perfume que exhalarían y pensó en los cuidados que habrían exigido, ya que seguramente habían sido cultivadas en invernadero dada la época del año.

Detrás del coche fúnebre seguían otros tres carruajes más, en los que viajaban los enlutados deudos. Una vez más experimentó una sensación de familiaridad. Sabía por qué aquellos coches iban atestados de personas apretujadas en su interior codo con codo, por qué relucían tanto los arneses, por qué no había escudo alguno en las puertas. Era el entierro de un pobre y los carruajes eran de alquiler. No se había ahorrado en gastos: los caballos eran negros, no alazanos o bayos; todos debían de haber contribuido con sus flores, aunque después no les quedara dinero para comer durante el resto de la semana y por la noche tuvieran que sentarse junto a chimeneas apagadas.

Había que pagar a la muerte el tributo que le correspondía; no se podía decepcionar al vecindario ofreciéndole un espectáculo de poca monta y pecando de mezquindad. Había que ocultar la pobreza a toda costa.

Como último tributo ofrecían un luto a lo grande.

Monk detuvo su camino, se quitó el sombrero en actitud reverente y vio pasar el cortejo con un sentimiento cercano a las lágrimas, no ya por el cadáver de un desconocido, ni siquiera por aquellos que lamentaban la desgracia, sino por todos los que se preocupaban tan desesperadamente de lo que pudieran pensar los demás y por las sombras y fulgores de su propio pasado, que veía aletear en aquel tipo de actitudes. Cualesquiera que fueran sus sueños, aquella gente era la suya, no la de Queen Anne Street ni sus semejantes. Ahora él vestía bien, comía bien y no poseía casa ni familia, pero sus raíces estaban en estrechos callejones donde todos sus habitantes se conocían, donde todos participaban en las bodas y en los funerales, donde todos se enteraban de si en el vecindario había habido un nacimiento o alguien había caído enfermo, donde todos se sumaban a las esperanzas y a las desgracias de todos, donde no existía la intimidad pero tampoco la soledad.