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¿Quién era aquel hombre cuyo rostro se le había aparecido tan claramente durante un breve instante mientras esperaba en la puerta del club de Piccadilly y por qué había deseado tan intensamente emularlo, no ya sólo en lo tocante a intelecto, sino incluso en su manera de hablar, en su estilo de vestir y en su forma de andar?

Miró de nuevo a los que formaban el duelo como buscando algún signo de identidad que lo identificase con ellos y, cuando por delante de él pasó lentamente el último carruaje, tuvo un atisbo del rostro de una mujer, una mujer sencilla, de nariz ancha, boca grande y cejas bajas y planas, una mujer que despertó en él una sensación tan intensa de familiaridad que, una vez hubo pasado, se quedó jadeando y con otra imagen familiar que había acudido por un momento a sus pensamientos y se había esfumado, la imagen de una mujer fea con las mejillas bañadas en lágrimas y unas manos que él amaba tanto que no se habría cansado nunca de mirarlas ni de privarse del intenso placer que le causaba su delicadeza y su gracia. Y sintió la herida de un viejo remordimiento, aunque sin conocer el motivo ni de cuándo databa.

Capítulo 7

Araminta estaba impertérrita, de pie en el salón-tocador delante de Monk. Aquélla era una habitación cómoda y confortable especialmente destinada a las mujeres de la casa. Estaba suntuosamente decorada con mobiliario estilo Luis XVI, todo volutas y arabescos, clorados y terciopelos. Las cortinas eran de brocado y el papel que revestía las paredes era de color rosa con relieves dorados. Era una habitación opresivamente femenina en la que Araminta parecía fuera de lugar, no ya por su apariencia, puesto que era una mujer de figura esbelta y osamenta delicada y con una cabellera que era como una llamarada, sino por su actitud, que era casi agresiva. No era una persona propicia a las concesiones, no poseía una suavidad a tono con la dulzura del saloncito rosa.

– Lamento tener que decirle lo que le voy a decir, señor Monk. -Lo miró sin titubeo alguno-. Como es natural, me importa mucho el buen nombre de mi hermana pero, dadas las actuales condiciones de tensión y la tragedia que estamos viviendo, creo que lo único que sirve es la verdad. Aquellos de nosotros que se sienten heridos por las circunstancias tendrán que soportarlas lo mejor que puedan. Monk abrió la boca intentando encontrar unas palabras de ánimo y de consuelo, pero era evidente que Araminta no las necesitaba. Siguió hablando con un dominio tal en la expresión de su rostro que no revelaba tensión alguna ni el más mínimo temblor en sus labios o en su voz.

– Mi hermana Octavia era una persona encantadora y sumamente afectuosa. -Elegía las palabras con mucho cuidado; lo que le decía había sido ensayado antes de que llegara Monk-. Como la mayoría de personas que son conscientes de gustar a los demás, disfrutaba de esa admiración, es más, se sentía hambrienta de ella. Como es lógico, sufrió muchísimo cuando mataron a su marido, el capitán Haslett, en Crimea. Pero esto había ocurrido hacía casi dos años, mucho tiempo para que una persona con el carácter de Octavia se conformara con estar sola.

Esta vez él no la interrumpió, sino que esperó a que continuase hablando, demostrándole únicamente a través de su mirada que le prestaba una atención absoluta.

Los sentimientos más íntimos de Araminta se revelaban a través de una sorprendente inmovilidad, como si hubiera algo dentro de ella que le impidiese moverse.

– Lo que trato de decirle, señor Monk, por mucho que me apene tanto a mí como a mi familia, es que Octavia de vez en cuando alentaba en los lacayos una admiración totalmente personal y de naturaleza mucho más familiar que la debida.

– ¿A qué lacayo se refiere, señora? -No sería él quien pusiera el nombre de Percival en boca de Araminta.

Una sombra de irritación torció el gesto de Araminta.

– A Percival, por supuesto. No hace falta que se ande con comedias conmigo, señor Monk. ¿Acaso Harold se da esos aires? Además, usted lleva el tiempo suficiente en la casa para haberse dado cuenta de que Harold está encandilado con la camarera del salón y que no es probable que mire a nadie más con los mismos ojos… por mucho que esto pudiera beneficiarlo. -Araminta hizo un gesto nervioso con los hombros, como quien se sacude una idea desagradable-. Es más que probable que esa chica no sea tan encantadora como él imagina, de manera que le conviene creer más en los sueños que sufrir la desilusión de la realidad. -Por vez primera apartó de él los ojos-. Estoy segura de que se convierte en una chica sosa y aburrida cuando uno se ha cansado de mirar su cara bonita.

Si Araminta hubiera sido una mujer del montón, quizá Monk habría sospechado que por su boca hablaba la envidia pero, tratándose de una mujer excepcionalmente guapa como ella, no era muy probable.

– Los sueños imposibles terminan siempre cuando uno despierta -admitió Monk-, pero a lo mejor sale de esa obsesión antes de que descubra la realidad. Esperémoslo.

– Es un asunto que no me interesa -dijo Araminta, volviendo a mirarlo fijamente y recordándole el tema que interesaba-. Lo que yo quiero es informarle de la relación de mi hermana con Percival, no de las fantasías que pueda hacerse Harold con la camarera del salón. Dado que es irrefutable que quien mató a mi hermana es una persona que vive en esta casa, importa que usted sepa que entre ella y el lacayo existía una relación que excedía lo normal en estos casos.

– Me parece una información importante -repuso Monk, sereno-. Pero ¿por qué no me lo dijo antes, señora Kellard?

– Porque no lo creí necesario, evidentemente -replicó ella de inmediato-. No es muy agradable tener que admitir una cosa como ésta… y menos a la policía.

No precisó si lo había hecho por las implicaciones del crimen o por la indignidad que suponía tener que tratar un asunto como aquél con una persona del nivel social de un policía, pero por la expresión de desprecio que su boca dibujaba Monk dedujo que se trataba de lo último.

– Gracias por decirlo ahora, entonces. -Monk trató de disimular lo mejor que pudo la indignación que pudiera revelar su expresión, y se vio recompensado e insultado a la vez al ver que ella parecía no haberse dado cuenta-. Haré las oportunas pesquisas en este sentido -terminó.

– Lo encuentro muy natural. -Levantó sus finas y rojizas cejas-. No habría pasado por el desagradable trance de confesarle una cosa así simplemente para que usted me prestase oído y se cruzara de brazos.

Monk se tragó cualquier comentario que habría podido hacerle y se limitó a abrir la puerta para que ella pasara primero y a desearle buenos días.

No le quedaba otra alternativa que enfrentarse con Percival ahora que ya había reunido, gracias a las informaciones de todos, los fragmentos de cosas conocidas e imaginadas y las valoraciones de los personajes. Nada que pudiera añadirse podría probar nada, las palabras sólo revelarían miedo, oportunismo o malicia. Era indudable que Percival, con mayor o menor motivo, gozaba de las antipatías de algunos de sus compañeros de trabajo. Era arrogante y áspero y había jugado, como mínimo, con el afecto de una mujer, lo que había dado lugar a un testimonio endeble y nada fiable, por no decir otra cosa peor.

Esta vez Percival presentó una actitud diferente; seguía presente aquel miedo impregnándolo todo, pero era mucho menos invasor. En la manera de ladear la cabeza y en la insolencia al mirar se evidenciaba una recuperación de la antigua confianza. Monk se dio cuenta inmediatamente de que habría sido inútil tratar de sembrar el pánico en él intentando forzar una confesión.