– ¿Usted dirá, señor? -dijo Percival esperando con aire expectante, plenamente consciente de las celadas y posibles trampas verbales.
– Tal vez la discreción le impidió confesarlo antes -dijo Monk-, pero la señora Haslett era una de las que profesaba por usted algo más que la consideración propia de su condición, ¿no es verdad? -Percival sonrió mostrando los dientes-. No deje que la modestia guíe su respuesta, ya que la información me ha llegado a través de otra fuente.
La boca de Percival esbozó una sonrisa cargada de afectación, pero no por esto se olvidó de cuál era su situación.
– Sí, señor. La señora Haslett me tenía… una gran consideración.
De pronto a Monk le enfureció aquella vanidad del hombre, su intolerable engreimiento. Recordó a Octavia muerta, tendida y con aquella herida oscura que le bajaba a lo largo de la bata. Le había parecido tan vulnerable entonces, tan indefensa e incapaz de protegerse… lo cual en realidad era absurdo, ya que ella era la única persona de toda aquella tragedia que ahora estaba más allá de la conmiseración o de las mezquinas fantasías de la dignidad, pero a Monk le herían amargamente las referencias que hacía de ella aquel repugnante hombrecillo, su autocomplacencia, incluso sus pensamientos mismos.
– ¡Qué cosa tan estupenda para usted! -le dijo Monk con acritud-, aunque a veces debía resultar embarazoso, ¿no?
– No, señor -se apresuró a responder Percival con un evidente sentimiento de vanidad-. Ella era muy discreta.
– Ya lo supongo -admitió Monk, despreciando a Percival todavía más que antes-. Después de todo, era una señora, aunque ocasionalmente lo olvidase. Los finos labios de Percival se torcieron en un gesto de irritación. El desprecio de Monk le había llegado al alma. No le gustaba que le recordasen que el hecho de que una señora admirase a un lacayo como él era rebajarse.
– Veo que no lo entiende -dijo Percival con desprecio. Miró a Monk de arriba abajo y se irguió un poco más, antes de añadir-: La verdad, no me extraña.
Monk no tenía ni idea de qué mujeres ni de qué clase le habían admirado a él de forma similar. Su memoria estaba en blanco, pero se le estaba acabando la paciencia.
– No lo entiendo pero lo imagino -replicó agresivamente-. He detenido a algunas putas en diversas ocasiones.
Las mejillas de Percival se encendieron, pero no se atrevió a decir lo que se le ocurría. Le devolvió la mirada con ojos brillantes.
– ¿De veras, señor? Su trabajo debe de ponerlo en contacto con muchos tipos de personas que desconozco por completo. ¡Es lamentable! -Ahora sus ojos lo miraban de tú a tú y con dureza-. Pero entiendo que es necesario, como limpiar cloacas: alguien tiene que hacerlo.
– Una situación precaria, ¿no? -dijo Monk haciendo caso omiso de aquellas insinuaciones-. Si gozas de la admiración de una señora, debe ser difícil saber dónde estás. Tan pronto hay que hacer de criado, mostrarse disciplinado y respetuosamente inferior, como hay que hacer de amante, lo que te lleva a creer que eres más poderoso, más dueño de la situación de lo que eres en realidad. -Sonrió de una manera bastante parecida a como sonreía Percival-. Después, antes de tener tiempo de saber dónde estás, vuelves a quedar rebajado a la condición de lacayo: «sí, señora», «no, señora». Y al final, cuando la señora se ha aburrido o ya tiene bastante, te dice que ya puedes retirarte, y que te vayas a tu habitación. ¡Qué difícil no cometer errores! -Miró la cara de Percival y las emociones sucesivas que se iban reflejando en ella-. ¡Qué difícil no perder los estribos!
Ya había vuelto… ya había aparecido la primera sombra de miedo real, aquellas gotitas de sudor que brotaban en el labio, la respiración entrecortada…
– Yo no perdí nunca los estribos -dijo Percival con la voz rota y la mirada cargada de desdén-. Yo no sé quién la mató… yo no fui.
– ¿No? -preguntó Monk enarcando, muy altas, las cejas-. ¿Quién más podía tener un motivo? Ella no «admiraba» a nadie más, ¿verdad? Ella no dejó dinero alguno, no encontramos nada que pueda indicarnos que supiera alguna cosa vergonzosa para alguna persona. No encontramos a nadie que la odiase…
– Porque ustedes no son muy listos, ¿sabe? -Percival tenía entrecerrados y muy brillantes sus ojos oscuros-. Ya le he dicho que Rose la odiaba porque estaba más celosa de ella que una gata. ¿Y el señor Kellard? ¿O está usted tan bien enseñado que no acusa a un aristócrata si puede colgarle el muerto a un criado?
– Seguro que a usted le gustaría que yo le preguntase por qué el señor Kellard iba a querer matar a la señora Haslett. -Monk también estaba alterado, pero no quería replicar a la pulla porque hubiera equivalido a admitir que lo había herido. Si por él fuera, estaba igualmente dispuesto a acusar a una persona de la familia que a un criado, pero sabía qué diría Runcorn y qué quería empujarlo a hacer, por lo que se sentía frustrado por igual ante él que ante Percival-. Y usted me lo dirá tanto si se lo pregunto como si no, con tal de apartar la atención de usted.
Aquello robó a Percival buena parte de su satisfacción, que era precisamente lo que Monk se había propuesto. No obstante, no podía continuar en silencio.
– A él le gustaba la señora Haslett -dijo Percival con voz dura, pero tranquila-. Y cuanto más se lo sacaba ella de encima, más le gustaba a él… las cosas estaban así.
– ¿O sea que la mató él? -dijo Monk, dejando los dientes al descubierto en un gesto que no llegaba a sonrisa-. ¡Extraña manera de convencerla! Así la dejaba definitivamente fuera de su alcance, ¿no le parece? ¿O le atribuye una cierta necrofilia?
– ¿Cómo?
– Una relación sexual con una persona muerta -le explicó Monk.
– ¡Qué asco! -exclamó Percival con una mueca.
– O quizás estaba tan colado por ella que decidió que, ya que no podía ser para él, que no fuera para nadie -apuntó Monk en tono sarcástico. Pero éste no era el tipo de pasión que ninguno de los dos atribuía a Myles Kellard y él lo sabía.
– ¡Usted se hace el loco a sabiendas! -le espetó Percival hablando entre dientes-. No es que sea usted muy inteligente, como demuestra claramente su forma de llevar este caso, pero tampoco es tan tonto como quiere hacer creer. Lo que quería el señor Kellard era acostarse con ella y punto, nada más. Pero no es un hombre al que le guste que le den esquinazo. Y si a él le gustaba la señora Haslett y ella le dijo que se lo contaría a todo el mundo, él tuvo que matarla para hacerla callar. No podía taparle la boca como hizo con la pobre Martha. Una cosa es violar a una criada, eso a nadie le importa… pero violar a la hermana de tu mujer es harina de otro costal. Para un asunto así el viejo ya no le cubriría las espaldas.
Monk lo miró fijamente. Esta vez Percival había atraído su atención sin paliativos y él lo sabía; la victoria resplandecía en sus ojos, que tenía entrecerrados. Le molestaba hacerlo, pero no tenía más remedio que preguntar:
– ¿Quién es Martha?
Percival esbozó una lenta sonrisa. Tenía unos dientes pequeños y regulares. -Era -le corrigió-. Sólo Dios sabe dónde habrá ido a parar… estará en un asilo, suponiendo que esté viva.
– Bien, ¿quién era la chica?
Miró a Monk con mirada satisfecha.
– La camarera del salón antes de Dinah. Una chica preciosa, de cuerpo alto y esbelto. Con andares de princesa. Él se encaprichó con la chica y no aceptó un no por respuesta. No tragaba que ella se negara en serio. La violó y santas pascuas.
– ¿Y usted cómo lo sabe? -Monk se sintió escéptico, aunque sabía que podía haber algo de verdad. Percival lo decía con demasiada seguridad para que fuera puramente una invención maliciosa, ahora su piel no rezumaba el sudor del miedo. Estaba muy tranquilo, el cuerpo distendido pero excitado.