– Los criados son invisibles -replicó Percival con ojos muy abiertos-. ¿No lo sabía? Forman parte del mobiliario. Oí lo que decía sir Basil cuando lo arregló todo. Echaron a la calle a la pobre desgraciada por tener la lengua larga y poca moralidad. Tuvo que largarse sin tiempo siquiera para contar lo que había pasado. Cometió el error de acudir a él porque tenía miedo de haber quedado embarazada, y lo estaba. Lo bueno del caso es que él no dudó de sus palabras, sabía que decía la verdad. Pero le dijo que todo había sucedido de aquella manera porque ella debía de haberlo incitado, que la culpa era suya. La echó sin referencias. -Se encogió de hombros-. ¡Sabe Dios qué habrá sido de ella!
Monk pensó que la ira de Percival era más producto de la ofensa a los de su clase que lástima de la chica en particular, aunque le avergonzó pensar así. Sabía que se mostraba duro al hacerse aquellas consideraciones y que no tenía pruebas, pese a lo cual no varió de actitud.
– ¿Y ahora no sabe usted dónde está?
Percival soltó un resoplido.
– ¿Una criada sin trabajo ni referencias, sola en Londres y con un hijo? ¿Dónde le parece que puede estar? No puede ir a un taller porque tiene un niño ni tampoco a un burdel por la misma razón. Estará en un asilo, supongo… o en el cementerio.
– ¿Cuál era su nombre completo?
– Martha Rivett.
– ¿Cuántos años tenía?
– Diecisiete.
A Monk no le sorprendió el caso, pero sintió una rabia incontenible y un absurdo deseo de llorar. No sabía por qué le daba lástima una muchacha que ni siquiera conocía. Seguramente había visto a centenares como ella, muchachas sencillas, violadas, expulsadas a la calle sin la menor sombra de remordimiento. Seguro que había visto rostros como el de ella, rostros de mujeres derrotadas en los que se leía la esperanza y la muerte de la esperanza y que había visto también sus cuerpos agredidos por el hambre, la violencia y la enfermedad.
¿Por qué sentía aquel dolor? ¿Por qué no se había curtido aquella herida? ¿Acaso aquel hecho le recordaba algo o alguien que lo tocaba muy de cerca? ¿Era lástima o remordimiento? Tal vez no lo sabría nunca. Era un recuerdo que se había desvanecido, como casi todo lo demás.
– ¿Quién más se enteró? -preguntó con una voz cargada de emoción, aunque los sentimientos que revelaba podían ser otros.
– Que yo sepa, sólo lady Moidore. -En los ojos de Percival brilló una chispa fugaz-. Quizá fue esto lo que descubrió la señora Haslett. -Levantó ligeramente los hombros-. Quizás ella lo amenazó con contárselo todo a la señora Kellard. Y a lo mejor hasta llegó a decírselo aquella misma noche… -Dejó la frase colgada en el aire. No necesitaba añadir que tal vez Araminta había matado a su hermana en un acceso de rabia y de vergüenza para impedir que fuera con el cuento a toda la casa. Las posibilidades eran muchas, todas detestables, y no tenían nada que ver con Percival ni con ninguno de los demás criados.
– ¿Y usted no se lo dijo a nadie? -le preguntó Monk con evidente escepticismo-. ¿Usted estaba al tanto de una cosa tan importante como ésta y la guardó en secreto? ¡Eso era ni más ni menos lo que quería la familia! Fue muy discreto y obediente. ¿Y por qué, si puede saberse? -Dejó traslucir en su voz una imitación lo más exacta posible del desprecio que Percival le había demostrado unos momentos antes-. Saber una cosa así es un arma… ¿quiere hacerme creer que no la utilizó?
Pero Percival no se sintió derrotado.
– No entiendo a qué se refiere, señor.
Monk sabía que mentía.
– No había razón para decírselo a nadie -prosiguió Percival-, ¿qué interés podía tener? -Volvió a sus labios la sonrisa desdeñosa-. A sir Basil seguramente no le iba a gustar y a lo mejor también yo acababa en un asilo. Pero ahora es diferente, ahora es una cuestión de deber que cualquier amo comprendería. Ahora se trata de esconder un crimen…
– ¿O sea que de pronto la violación se ha convertido en crimen? -Monk se sentía asqueado-. ¿Desde cuándo? ¿Desde que el cuello de usted está en peligro?
Si el comentario asustó o descolocó a Percival no se reflejó en la expresión de su rostro.
– No, la violación no, señor… el asesinato. El asesinato siempre ha sido un delito. -Sus hombros volvieron a levantarse en un expresivo gesto-. Suponiendo que se le llame asesinato, no justicia, privilegio o cosa parecida.
– Como ocurre con la violación de una criada, por ejemplo. -Monk por una vez estaba de acuerdo con él, también él odiaba aquel tipo de cosas-. Muy bien, puede marcharse. -¿Quiere que le diga a sir Basil que quiere verlo?
– Si quiere conservar su puesto, mejor que no se lo diga en estos términos.
Percival no se molestó en responder, salió caminando con absoluta naturalidad e incluso con una cierta gracia, el cuerpo totalmente distendido.
Monk estaba demasiado preocupado, demasiado furioso ante aquella terrible injusticia y los sufrimientos que comportaba y también receloso de su entrevista con Basil Moidore como para permitirse sentimientos de desprecio hacia Percival.
Pasó casi un cuarto de hora antes de que apareciera Harold para decirle que sir Basil se entrevistaría con él en la biblioteca.
– Buenos días, Monk. ¿Quería verme? -Basil estaba de pie junto a la ventana con la butaca y la mesa situadas entre los dos, lo que imponía una cierta distancia. Tenía aire preocupado y en su rostro se marcaban unas arrugas que denotaban impaciencia. Monk lo irritaba con sus preguntas, su actitud, la forma misma de su cara.
– Buenos días, señor -contestó Monk-. Esta mañana he sabido algunas cosas y quisiera preguntarle si son verdad y, si es así, que me diga qué más sabe al respecto.
Basil no mostró ningún signo de preocupación, sino tan sólo un limitado interés. Su luto era riguroso, pero elegante y distinguido. No era el luto propio de una persona hundida por la pena.
– ¿De qué se trata, inspector?
– De una sirvienta que trabajó en esta casa hace dos años y cuyo nombre era Martha Rivett.
A Basil se le tensaron los rasgos y se apartó de la ventana irguiéndose todavía más.
– ¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de mi hija?
– ¿La muchacha fue víctima de una violación, sir Basil?
Sir Basil abrió más los ojos y en su rostro asomó un sentimiento de desagrado, sustituido poco después por una expresión concentrada.
– ¡No tengo ni la más mínima idea!
Monk consiguió a duras penas dominarse.
– ¿No acudió a usted para comunicarle que la habían violado?
La boca de sir Basil esbozó una media sonrisa mientras la mano, que colgaba a un lado del cuerpo, comenzó a abrirse y a cerrarse.
– Mire, inspector, si usted tuviera una casa con un personal tan numeroso como yo en la mía, formado en gran parte por mujeres jóvenes, imaginativas y dadas a reacciones histéricas, a buen seguro que tendría que escuchar un montón de historias sobre enredos, ataques y contraataques de todo tipo. No le niego que vino a verme para decirme que había sufrido una agresión, pero no puedo saber si era verdad lo que decía o si había quedado en estado debido a su conducta y quería descargar las culpas en otra persona, para que nosotros nos ocupásemos de ella. Es posible que alguno de los criados llevara sus desahogos más allá… -Distendió las manos y se encogió ligeramente de hombros.
Monk se mordió la lengua pero dirigió a Basil una mirada cargada de dureza.
– ¿Eso cree usted, señor? Usted habló con la chica. Tengo entendido que ella acusó al señor Kellard, dijo que había sido él quien la había asaltado. Imagino que usted también hablaría con el señor Kellard. ¿Le dijo, quizá, que él no tenía nada que ver?
– ¿Y eso qué le importa, inspector? -dijo Basil fríamente.
– En caso de que el señor Kellard violara a la chica, sí me importa, sir Basil, ya que este hecho podría ser la raíz del crimen que nos ocupa.
– ¿En serio? No entiendo por qué. -En su voz no había ni deseo de conciliación ni tampoco ultraje.