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– Sí, señor -dijo Monk al momento, al tiempo que pensaba que para él supondría una ventaja imprevista contar con las impresiones de Hester-. Gracias.

Volvieron a hacerlo esperar mientras Beatrice se vestía convenientemente para recibir a la policía y, alrededor de media hora más tarde, apareció Hester en la salita para acompañarlo a la sala de estar.

– Cierre la puerta -le ordenó Monk así que la vio entrar.

Hester obedeció y lo observó llena de curiosidad.

– ¿Sabe algo? -le preguntó a Monk con cautela, como si previera que, independientemente de lo que hubiera podido averiguar, era algo que no le gustaba del todo.

Esperó a que hubiera cerrado la puerta y a que se situase en el centro de la habitación.

– Hace dos años que en esta casa había una sirvienta que acusó a Myles Kellard de haberla violado y que, a consecuencia de esto, fue despedida sin referencias.

– ¡Oh! -Hester pareció sobresaltarse. Era evidente que no se había enterado del particular a través de los criados. Así que de su rostro hubo desaparecido la sorpresa, apareció la cólera y se le encendieron las mejillas-. ¿Se refiere a que la echaron a la calle? ¿Qué le pasó a Myles?

– Nada -dijo Monk secamente-. ¿Qué esperaba que le pasase?

Hester estaba muy erguida, los hombros echados para atrás y la barbilla levantada, y lo miraba fijamente. Fue percatándose con rapidez de que lo que él acababa de decir era un hecho inexorable, mientras que sus ilusiones iniciales de justicia y transparencia chocaban siempre con la realidad.

– ¿Quién está enterado? -preguntó al fin.

– Sólo sir Basil y lady Moidore, que yo sepa -replicó Monk-. Por lo menos eso cree sir Basil.

– ¿Y a usted quién se lo dijo? Sir Basil no, seguro.

Monk sonrió, pero su boca se torció en una mueca de desagrado.

– Percival, cuando se dio cuenta de que yo iba estrechando el círculo en torno a él. No estaba dispuesto a sumirse en las tinieblas por culpa de ellos, no quería acabar como la pobre Martha Rivett. Si Percival tiene que hundirse, hará cuanto esté en su mano para arrastrar tras él a cuantos más mejor.

– A mí ese hombre no me gusta -dijo Hester con voz tranquila y bajando los ojos-, pero no le censuro que se defienda. Creo que yo haría lo mismo. Quizá sería capaz de soportar una injusticia por alguien a quien amase, pero no por esta clase de gente, no por personas que piensan que otros deben cargar con sus culpas para poder salir con las manos limpias. ¿Qué preguntará a lady Moidore? Si usted sabe que es verdad…

– No, no lo sé -la contradijo Monk-, Myles Kellard dice que la chica era ligera de cascos y que lo incitó, y a Basil le tiene sin cuidado que eso sea verdad o no. Ella no podía seguir en la casa habiendo acusado a Kellard, y además estaba embarazada. Lo único que le importaba a Basil era quitarse el problema de encima y proteger a Araminta.

Hester puso cara de sorpresa.

– ¿Ella no sabe nada?

– ¿A usted le parece que sí? -le preguntó él a bocajarro.

– Lo que a mí me parece es que ella lo odia por algo. Tal vez no sea por esto pero…

– Puede ser por cualquier otra razón -admitió él- pero, aun así, no veo que saberlo pueda ser un motivo para matar a Octavia… aunque ésta hubiera descubierto el día anterior lo de la violación.

– Yo tampoco -admitió ella-. Hay algo muy importante que todavía no sabemos.

– Y no creo que me entere a través de lady Moidore. De todos modos, lo mejor que puedo hacer es verla ahora. No quisiera que sospechasen que usted y yo hablamos de ellos, de lo contrario a partir de ahora no se manifestarían con la misma libertad delante de usted. ¡Vamos!

Hester, obediente, volvió a abrir la puerta y lo acompañó a través del amplio vestíbulo hasta la sala de estar. El día era frío y ventoso y en los largos ventanales repiqueteaban las primeras gotas de lluvia. El fuego crepitaba en la chimenea y su fulgor iluminaba la roja alfombra Aubusson y se propagaba hasta el terciopelo de las cortinas que colgaban de las barras coronadas por bastidores con abundantes y ricos pliegues y faldones rematados de flecos que rozaban el suelo.

Beatrice Moidore estaba sentada en la butaca más grande, vestida de luto riguroso, como si quisiera recordarles con su atuendo la desgracia que la abatía. Pese a su hermosa cabellera, o quizá por ella, parecía muy pálida, pero le brillaban los ojos y parecía estar muy atenta.

– Buenos días, señor Monk. Siéntese, por favor. Parece que quiere hacerme algunas preguntas, ¿no es así?

– Buenos días, lady Moidore. Sí, quisiera preguntarle algunas cosas, si usted me permite. Sir Basil me ha pedido que la señorita Latterly estuviera presente en la conversación por si usted se encontraba mal y necesitaba de su ayuda. -Obedeciendo a su invitación se sentó en una de las butacas colocadas frente a ella. Hester se quedó de pie como correspondía a su condición.

Por los labios de Beatrice pasó una media sonrisa, provocada por algo que él no pudo entender.

– Muy precavido -dijo con expresión indescifrable-. ¿Qué me quiere preguntar? No sé nada más que no supiera ya la última vez que hablamos.

– Yo sí, señora.

– ¿En serio? -esta vez apareció en su rostro la sombra del miedo, lo miró con desconfianza y sus blancas manos, que descansaban en su regazo, se tensaron.

¿Miedo por quién? No por ella. ¿Quién la inquietaba hasta tal punto que, aun sin saber qué había averiguado Monk, temía por esa persona?

– ¿Qué quería preguntarme, señor Monk? -Tenía la voz quebrada, pero la mirada límpida.

– Quiero excusarme por suscitar una cuestión que puede resultarle dolorosa, pero sir Basil me ha confirmado que hace unos dos años una de las sirvientas de esta casa, una muchacha llamada Martha Rivett, denunció que el señor Kellard la había violado. -Observó su expresión y vio que se le tensaban los músculos del cuello y se le marcaba el ceño entre sus cejas delicadas. Sus labios se torcieron en una mueca de desagrado.

– No veo qué puede tener que ver con la muerte de mi hija. Eso ocurrió hace dos años y ella no tenía ninguna relación con el asunto. Ni siquiera llegó a enterarse.

– ¿Pero es verdad, señora? ¿Violó el señor Kellard a la camarera del salón?

– No lo sé. Como mi marido la despidió, debo suponer que ella era como mínimo en parte culpable de lo ocurrido. Sí, es posible. -Hizo una profunda aspiración y tragó saliva. Monk vio el movimiento forzado del cuello-. Es muy posible que la chica tuviera otra relación y quedara embarazada y que, al objeto de protegerse, echase la culpa a una persona de la familia, pensando que nosotros nos sentiríamos responsables y nos haríamos cargo de ella. Son cosas que, desgraciadamente, ocurren.

– Sí, supongo que sí -admitió él, consiguiendo con gran esfuerzo mantener un tono de voz neutro. Sabía perfectamente que Hester estaba detrás de la silla e imaginaba cómo se sentiría-. Pero si esto era lo que esperaba, debió llevarse un buen chasco, ¿verdad?

Beatrice palideció y movió apenas la cabeza hacia atrás, como si acabara de recibir un golpe pero optara por ignorarlo.

– Es terrible, señor Monk, acusar falsamente a una persona de un hecho como ése.

– ¿Ah, sí? -preguntó Monk, sardónico-, pues no veo que haya afectado en nada al señor Kellard.

– Será porque no prestamos ningún crédito a la chica -respondió Beatrice ignorando la pulla.

– ¿De veras? -prosiguió él-, pues yo me figuraba, a juzgar por sus palabras, que sir Basil había creído lo que le había dicho la chica.

Beatrice volvió a tragar saliva y pareció bajar un poco de nivel en la butaca donde estaba sentada.

– ¿Qué quiere de mí, señor Monk? Aun suponiendo que la chica dijera la verdad y que fuera víctima de una agresión de Myles, como ella dijo… ¿qué tendría que ver este asunto con la muerte de mi hija?

En aquel momento Monk lamentó haberla interrogado de manera tan abrupta. La desgracia que sufría era importante y ella reaccionaba con evasivas o con una actitud antagónica.