– Demostraría simplemente que el señor Kellard tiene apetencias que está dispuesto a satisfacer -repuso Monk con voz tranquila-, independientemente de lo que pueda suponer para la persona afectada y, teniendo en cuenta el hecho ocurrido, que puede obrar con entera impunidad.
Ante aquellas palabras Beatrice se quedó tan blanca como el pañuelo de batista que estrujaba entre sus dedos.
– ¿Insinúa que Myles intentó forzar a Octavia? -La idea la aterraba, un terror que abarcaba también a su otra hija. Monk sintió una puñalada del remordimiento por haberla obligado a pensar en aquella posibilidad, aunque no tenía otra alternativa si quería ser sincero.
– ¿Le parece imposible, señora? Según tengo entendido, su hija era una mujer muy atractiva y era cosa sabida que él la había admirado en otros tiempos.
– Pero… pero ella no… me refiero a que el cadáver… -Su voz se extinguió, le habría sido imposible articular las palabras en voz alta.
– No, no me refiero a que llegara a abusar de ella -la tranquilizó Monk-, pero es posible que ella supiera previamente que él iría a verla, que se hubiera preparado para defenderse y que, en la lucha, resultara muerta ella y no él.
– ¡Esto es… grotesco! -protestó lady Moidore con los ojos desorbitados-. Atacar a una criada es una cosa, pero ir deliberadamente de noche y con toda la sangre fría a la habitación de la propia cuñada con intención de obrar de la misma manera, en contra de la voluntad de la interesada… es… una cosa muy diferente y, además, horrible. ¡Yo diría que es una perversidad!
– ¿Cree que hay tanta distancia de uno a otro caso?-dijo inclinándose poco más hacia ella con voz tranquila y apremiante-. ¿Cree de veras que, en el caso de Martha Rivett, no fue también contra la voluntad de la chica? Y encima, ella estaba menos preparada para defenderse: era más joven, tenía más miedo y era más vulnerable, porque era una sirvienta de esta casa y no podía encontrar demasiada protección.
Era tal la lividez del rostro de Beatrice que no era sólo Hester la que temía que pudiera desmayarse, sino que hasta el propio Monk temía haber sido excesivamente brutal. Hester dio un paso adelante, pero se quedó en silencio, con los ojos fijos en Beatrice.
– ¡Es verdaderamente terrible! -La voz de Beatrice era áspera, a duras penas podía articular las palabras-. Dice usted que no nos ocupamos debidamente de nuestros criados, que no obramos con ellos de una manera… decente… ¡que somos inmorales!
No podía disculparse porque era ni más ni menos lo que había dicho.
– No me refería a la familia en su totalidad, señora… sino al señor Kellard en particular y que, quizá para ahorrar a su hija la vergüenza y el dolor de saber lo que había hecho su marido, ustedes le ocultaron los hechos… y para esto no tenían más remedio que echar a la chica a la calle y evitar así que nadie se enterara.
Se llevó las manos a la cara y se restregó las mejillas, después fue subiendo las manos hasta llegar a los cabellos y se pasó los dedos entre ellos, alterando la compostura del peinado. Tras un momento de penoso silencio, apartó los dedos de los cabellos y lo miró fijamente.
– ¿Qué quiere que hagamos, señor Monk? Si Araminta lo supiera, su vida quedaría destrozada. Ni podría vivir con él, ni divorciarse de él, porque él no la ha abandonado. El adulterio no es motivo suficiente para la separación, a menos que sea la mujer quien lo cometa. Si es el hombre, no significa nada. Usted debe de saberlo. Lo único que puede hacer una mujer es esconderlo si no quiere verse cubierta públicamente de oprobio y convertirse en un ser digno de lástima para la familia… y digno de desprecio para los demás. A ella no se le puede achacar nada… y además es mi hija. ¿Usted no protegería a una hija suya, señor Monk?
Monk no tenía respuesta para aquella pregunta. No sabía qué era amar a un hijo de aquella manera avasalladora y absoluta, no sabía nada de aquella ternura, de aquel vínculo, de aquella responsabilidad. No tenía hijos, sólo una hermana, Beth, y recordaba muy poco de ella, sólo que lo seguía con ojos llenos de admiración, recordaba su batita blanca con los bordes raídos y que a veces Beth se caía cuando corría tras él para darle alcance. Recordaba haber estrechado su manita suave y húmeda con la suya mientras recorrían juntos la orilla y él la levantaba para escalar las rocas hasta que llegaban a la arena suave de la playa. Sintió que lo invadía una oleada de afecto, una mezcla de exasperación impaciente y de ansia de protección que lo abarcaba todo.
– Tal vez sí, señora, aunque creo que si yo tuviera una hija sería más parecida a una camarera de salón, como Martha Rivett -dijo Monk, implacable, dejando colgado en el aire que se interponía entre él y Beatrice todo el sentido de sus palabras, mientras observaba el dolor y el remordimiento pintados en el rostro de la mujer.
Se abrió la puerta y entró Araminta con el menú de la tarde en la mano. Se detuvo, sorprendida al ver a Monk en el cuarto de su madre y después miró a ésta. Ignoró a Hester, una sirvienta más que cumplía con las funciones que le competían.
– Mamá, ¿no te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? -Se volvió hacia Monk con un brillo acusador en los ojos-. Mi madre no se encuentra bien, inspector. ¿Quiere tener un mínimo de cortesía y dejarla en paz? Ella no puede decirle nada que no le haya dicho ya. La señorita Latterly le abrirá la puerta y el lacayo le indicará la salida. -Se volvió hacia Hester, la voz tensa por la irritación-. Y usted, señorita Latterly, vaya a buscar una tisana y las sales para mi madre. No entiendo cómo ha permitido tal cosa. Tendrá que tomarse sus obligaciones más en serio o de lo contrario tendremos que buscar una sustituta que esté más atenta a sus deberes.
– Si estoy aquí es porque sir Basil me ha autorizado a entrar, señora Kellard -respondió Monk con brusquedad-. Todos sabemos que hablar de ciertas cosas es sumamente doloroso, pero posponerlas no hará sino prolongar la tristeza. En esta casa se cometió un crimen y lady Moidore está tan interesada en descubrir al culpable como puede estarlo cualquiera.
– ¿Qué dices, mamá? -preguntó Araminta en actitud desafiante.
– Así es -dijo Beatrice con voz tranquila-. Yo creo…
Araminta la miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué es lo que piensas? ¡Oh…! -De pronto pensó en algo que la hirió con la fuerza de un golpe físico. Se volvió muy lentamente hacia Monk-. ¿Cuáles eran sus preguntas, señor Monk?
Beatrice hizo una aspiración y retuvo el aire, como si no se atreviera a exhalarlo hasta que Monk hubiera hablado.
– Lady Moidore ya las ha respondido -replicó Monk-. Gracias por ofrecer su colaboración, pero hablábamos de una cuestión de la que usted no tiene conocimiento alguno.
– No me había ofrecido a colaborar. -Araminta no miraba a su madre, sino que ahora dirigía sus ojos imperturbables hacia Monk-. Quería informarme y nada más.
– Lo siento -dijo Monk no sin un leve deje de sarcasmo-, me figuraba que quería ayudarnos.
– ¿O sea que se niega a decírmelo?
No podía seguir contestándole con evasivas.
– Si quiere que se lo diga francamente, señora, se lo diré: efectivamente, me niego.
Lentamente, en los ojos de Araminta apareció la expresión de un sentimiento que era una curiosa mezcla de dolor, aceptación, casi un placer sutil.
– ¿Porque tiene que ver con mi marido? -Se volvió apenas hacia Beatrice. Esta vez lo que había entre ellas era miedo, un miedo que casi se palpaba-. ¿Intentas protegerme, mamá? Tú sabes algo que involucra a Myles, ¿verdad? -su voz dejaba traslucir todo un torbellino de emociones. Beatrice tendió las manos hacia ella, pero las dejó caer.
– No creo -dijo en voz muy baja-, no veo razón para hablar de Myles… -Arrastraba la voz, su falta de sinceridad pesaba en el aire.
Araminta se volvió a Monk.
– ¿Y usted qué me dice, señor Monk? -dijo con voz monocorde-. Se hablaba de esto, ¿no es así?
– Todavía no puedo decir nada, señora. Es imposible afirmar nada hasta disponer de más datos.