– Pero ¿hace referencia a mi marido? -insistió ella.
– No hablaré de este asunto hasta que disponga de más datos que confirmen la verdad -replicó Monk-. No sólo pecaría de injusto… sino también de malévolo.
Aquella curiosa sonrisa asimétrica de Araminta denotaba dureza. Su mirada volvió a trasladarse de él a su madre.
– Corrígeme si me equivoco, mamá. -En el tono de voz de Araminta se percibía una cruel imitación de la forma de hablar de Monk-. ¿Tiene esto algo que ver con la atracción que despertaba Octavia en Myles y con la posibilidad de que él se hubiera mostrado demasiado insistente con ella y que, al ver que ella lo rechazaba, la hubiera matado?
– Te equivocas -dijo Beatrice con una voz que era apenas un murmullo-. No tienes motivo para pensar esto de tu marido.
– Pero tú sí -dijo Araminta con decisión, con dureza, con lentitud, como queriendo herir sus propias carnes-. Mamá, no merezco que me mientas.
Beatrice cedió al fin, no le quedaban arrestos para continuar mintiendo. Tenía demasiado miedo, era un sentimiento que se palpaba en el ambiente como un presagio eléctrico de tormenta. Estaba inmóvil, de una manera absolutamente artificial, sin mirar a ninguna parte, las manos enlazadas en el regazo.
– Martha Rivett acusó a Myles de haberla forzado -dijo con voz inexpresiva, exenta de apasionamiento-, por esto se marchó. Tu padre la despidió. Estaba… -Vaciló, pensando quizá que habría sido un golpe innecesario decir a su hija que la chica estaba embarazada. Araminta no había tenido hijos. Pese a todo, Monk sabía lo que Beatrice había estado a punto de decir como si lo hubiera dicho realmente-. Era una chica irresponsable. No podíamos seguir teniéndola en casa y consentir que dijera este tipo de cosas.
– Ya lo comprendo -dijo Araminta con el rostro lívido, sólo dos manchas de color en las mejillas.
Volvió a abrirse la puerta y esta vez entró Romola, que no pudo disimular su sorpresa al ver aquella escena congelada ante sus ojos: Beatrice sentada muy erguida en el sofá, Araminta tiesa como un palo, el rostro tenso y los dientes apretados, Hester de pie detrás de la otra butaca grande, indecisa y sin saber qué hacer, y Monk sentado en una postura forzada y con el cuerpo inclinado hacia delante. Romola echó una ojeada al menú que Araminta sostenía en la mano, pero enseguida apartó de él los ojos. Incluso ella se había dado cuenta de que acababa de interrumpir algo sumamente doloroso y que la cena era una cuestión que carecía de toda importancia.
– ¿Qué pasa? -preguntó mirándolos a todos, uno por uno-. ¿Se ha sabido quién mató a Octavia?
– No, no se ha sabido -Beatrice se había vuelto a ella y le había hablado en un tono curiosamente áspero-. Estábamos hablando de la sirvienta que despedimos hace dos años.
– ¿Por qué? -en la voz de Romola se percibía un sentimiento de incredulidad-. ¿Qué importancia tiene esto ahora?
– Probablemente ninguna -admitió Beatrice.
– Entonces, ¿se puede saber por qué perdéis el tiempo hablando de este asunto? -Romola se colocó en el centro de la habitación y se sentó en una de las butacas pequeñas, después de lo cual se recompuso cuidadosamente el vuelo de la falda-. Ponéis una cara como si hubiera ocurrido algo terrible. ¿Le ha ocurrido algo a la chica?
– No tengo ni idea -le espetó Beatrice, y añadió algo más dando rienda suelta a su indignación-, pero no me extrañaría nada.
– ¿Por qué? -Romola estaba hecha un lío y ahora parecía tener miedo; todo aquello era demasiado para ella-. ¿No se la despidió con referencias? Y a propósito, ¿por qué la despidieron? -Se volvió para mirar a Araminta, con las cejas levantadas.
– No, no le di referencias -dijo Beatrice sin vacilación alguna.
– ¿Ah, no? ¿Por qué? -Romola miró primero a Araminta y después apartó los ojos de ella-. ¿No era honrada, quizá? ¿Robó algo? ¡A mí nadie me dio ninguna explicación!
– ¿Y á ti qué te importaba? -le respondió Araminta con brusquedad.
– Si era una ladrona, me importaba. Podía haberme robado a mí.
– No creo. Lo que pasó fue que dijo que la habían violado -dijo Araminta mirándola fijamente.
– ¿Violado? -Romola se quedó de una pieza y su expresión pasó del miedo a la incredulidad total-. ¿Violado… has dicho? ¡Dios mío! -parecía que se hubiera sacado un peso de encima y el color volvió a su hermosa piel-. Comprendo muy bien que, tratándose de una chica falta de principios morales, no había más remedio que despedirla. Esto es indiscutible. Seguro que se dedicó a la mala vida, la mayoría de esas chicas terminan así. Pero ¿por qué hablamos de esta chica ahora? Nosotros no podemos hacer nada por ella, ni ahora ni nunca.
Hester ya no pudo reprimirse por más tiempo.
– A la chica la violaron, señora Moidore… un hombre más corpulento y más fuerte que ella la forzó. Esto no tiene nada que ver con la moral. Podía haberle ocurrido a cualquier mujer.
Romola la miró como si a Hester acabaran de salirle unos cuernos en la frente.
– ¡Claro que tiene que ver con la moral! A las mujeres decentes no las viola nadie, no dejan que les ocurra ese tipo de cosas, no incitan a los hombres, ni frecuentan determinados sitios con determinadas compañías. No sé de qué medio social debe usted de proceder para hacer este tipo de afirmaciones. -Acompañó sus palabras con unos movimientos de la cabeza-. Me parece que sus experiencias como enfermera son la causa de su falta de sensibilidad y perdone si se lo digo con estas palabras, pero usted me ha obligado. Las enfermeras tienen fama de conducta ligera, es cosa sabida, y nada envidiable por cierto. Las mujeres respetables que se comportan con moderación y se visten con decoro no excitan ese tipo de pasiones de que usted habla ni se ponen en situación de que les ocurran ese tipo de cosas. Hasta la misma idea es absurda, y repulsiva.
– No es absurda -la contradijo Hester abiertamente-, más bien es aterradora, de eso no hay duda. Sería muy cómodo creer que si una persona se comporta discretamente no corre peligro de que la asalten ni de que la conviertan en víctima de determinadas agresiones. -Aspiró largamente-. Sería absolutamente falso y, por otra parte, produciría una sensación de seguridad completamente equivocada, una creencia errónea de que una es moralmente superior y puede librarse del dolor y la humillación que reporta un acto de esta naturaleza. A todas nos gustaría pensar que no puede ocurrirnos a nosotras ni a ninguna de nuestras amistades, pero sería un error -se calló al ver que la incredulidad de Romola se transformaba en indignación, en el caso de Beatrice en sorpresa y en un fogonazo de respeto y, en el de Araminta, en un extremado interés y en algo que parecía un momentáneo destello de cordialidad.
– ¡Usted se propasa! -dijo Romola-. ¡Y se olvida de quién es, además! Quizá no lo ha sabido nunca. Ignoro a qué personas tuvo bajo su cuidado antes de venir a esta casa, pero le puedo asegurar que aquí no tenemos nada que ver con hombres que se dedican a forzar mujeres.
– ¡Tú eres una imbécil! -le dijo Araminta con desprecio-. A veces me pregunto en qué mundo vives.
– ¡Minta! -la reconvino su madre con voz compungida y las manos enlazadas-. Creo que ya hemos hablado bastante del asunto. Que el señor Monk siga los trámites que considere oportunos. De momento no podemos aportarle nada más. Hester, ¿tiene la bondad de ayudarme a subir la escalera? Tengo ganas de retirarme a mi cuarto. No bajaré a cenar ni quiero ver a nadie hasta que me encuentre mejor.
– Me parece muy oportuno -dijo Araminta fríamente-, pero estoy segura de que nos arreglaremos. No te necesitamos, yo me ocuparé de todo e informaré a papá. -Se volvió hacia Monk-. Buenos días, señor Monk. De momento tiene suficientes asuntos para mantenerlo ocupado durante un tiempo, aunque dudo que le sirva para otra cosa que para aparentar que es usted muy diligente. Sea lo que fuere lo que usted sospecha, no veo cómo podrá probarlo.