– Supongo que lo detendrá. -Por la entonación no podía considerarse una pregunta.
– Todavía no -dijo Monk lentamente-. El hecho de que se hayan descubierto estos dos objetos en su habitación no quiere decir que haya sido él quien los escondió.
– ¿Cómo? -Basil torció el gesto y se le subieron los colores a la cara al inclinar el cuerpo sobre el escritorio. De haber sido otro se habría levantado, pero él no se levantaba ante criados o policías, dos ocupaciones que para él pertenecían a la misma categoría social-. ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué más quiere? ¡Ha encontrado en posesión de Percival el mismo cuchillo con que la mató y una prenda que pertenecía a mi hija!
– Sí, hemos encontrado estas dos cosas en su habitación -contestó Monk-. Pero la puerta no estaba cerrada con llave, cualquiera habría podido entrar en su cuarto y esconderlas en él.
– ¡No diga cosas absurdas, por favor! -dijo Basil con voz cargada de indignación-. ¿Quiere decirme quién puede tener interés en esconder estos objetos?
– Pues cualquier persona interesada en comprometer a Percival para sacudirse las culpas de encima -replicó Monk-. Es un acto reflejo del instinto de conservación.
– ¿Quién, por ejemplo? -preguntó Basil en tono sarcástico-. Dispone de todas las pruebas que demuestran que ha sido Percival. Motivos no le faltaban… que Dios nos ayude. La pobre Octavia tenía una debilidad en la elección de los hombres. Aunque yo sea su padre, no tengo más remedio que admitirlo. Percival es arrogante y presuntuoso. Cuando ella lo rechazó y lo amenazó con echarlo a la calle, a Percival le entró pánico. Había llegado demasiado lejos. -A sir Basil le tembló la voz y, pese a que no era un hombre del gusto de Monk, por un momento sintió lástima de él. Octavia había sido su hija, independientemente de lo que él pensara de su marido o de que no aprobara su conducta, pero sólo pensar que había sido violada tenía que herirlo por encima de lo soportable, sobre todo delante de un inferior como Monk.
Hizo esfuerzos para dominarse y prosiguió:
– Puede ser también que fuera ella misma la que cogió el cuchillo -dijo en voz baja- temiendo que él pudiera ir a visitarla y cuando, efectivamente, se presentó en su habitación, la pobre trató de defenderse. -Tragó saliva-. Naturalmente, él pudo más que ella y al final la apuñaló. -Se volvió y se quedó de espaldas a Monk-. Entonces sintió pánico -prosiguió- y salió del cuarto llevándose el cuchillo y de momento lo dejó escondido, porque en aquel momento no estaba en condiciones de deshacerse de él. -Se apartó en dirección a la ventana escondiendo la cara y respiró profundamente-. ¡Qué abominable tragedia! Tendrá que detenerlo inmediatamente y llevárselo de mi casa. Comunicaré a mi familia que usted ha resuelto el enigma de la muerte de Octavia. Le quedo muy agradecido por su diligencia y por su discreción.
– No, señor -dijo Monk con voz monocorde, aunque una parte de su persona habría querido estar de acuerdo con él-. No puedo detenerlo simplemente por esta razón. No es suficiente… a menos que confesara. Si lo niega y dice que otra persona puso estas cosas en su habitación…
Basil dio media vuelta: su mirada era muy dura y sombría.
– ¿Quién? -dijo.
– Tal vez Rose -replicó Monk.
Basil lo miró fijamente.
– ¿Cómo?
– La lavandera, que está enamorada de él y podría haberse sentido lo bastante celosa para matar a la señora Haslett y después querer involucrar a Percival. De este modo se habría podido vengar de los dos.
Basil enarcó las cejas.
– ¿Insinúa, inspector, que mi hija rivalizaba con una lavandera por el amor de un lacayo? ¿Cree usted que alguien le prestaría crédito?
¡Qué fácil habría sido hacer lo que ellos querían y detener a Percival! Runcorn se habría sentido aliviado y frustrado a un tiempo. Y en cuanto a Monk, habría podido salir de Queen Anne Street y tomar un nuevo caso en sus manos. Lo que pasaba es que no creía que éste estuviera zanjado. No, todavía no lo estaba.
– Lo que yo insinúo, Sir Basil, es que el lacayo es un fanfarrón -dijo en voz alta-. Y que quizá quiso poner celosa a la lavandera contándole una serie de fantasías y ella fue lo bastante crédula para figurarse que eran verdad.
– ¡Ah! -admitió sir Basil. De pronto se había esfumado de él la rabia-. Bueno, le corresponde a usted averiguar la verdad, a mí me importa muy poco. En cualquier caso, detenga a la persona culpable y llévesela. De todos modos, yo despediré al criado… y además, sin referencias. Usted ocúpese de lo suyo.
– Existe otra posibilidad -dijo Monk fríamente-: el culpable podría ser el señor Kellard. Parece innegable que sabe recurrir a la violencia cuando alguien se niega a satisfacer sus deseos.
Basil levantó los ojos.
– ¿Ah, sí? Pues yo no recuerdo haberle dicho nunca tal cosa. Lo que le dije fue que la chica hizo una acusación y que mi yerno la negó.
– He encontrado a la chica -dijo Monk mirándolo con dureza, al tiempo que volvía a sentir toda aquella repugnancia que ya había experimentado. El hombre era duro, casi brutal en su indiferencia-. He oído su versión de los hechos y la creo. -No dijo nada acerca de lo que había dicho Martha Rivett sobre Araminta y su noche de bodas, pero aquel dato explicaba las emociones que Hester había visto en ella y aquella amargura continua y subyacente en relación con su marido. Si Basil no lo sabía, de nada habría servido ponerlo al corriente de una información tan íntima y dolorosa.
– ¿De veras? -Basil lo miró con rostro desolado-. Muy bien, por fortuna no es usted quien tiene que dirimir el caso. Tampoco habría ningún tribunal que aceptase, por considerarla inconsistente, la palabra de una sirvienta inmoral contra la de un caballero de intachable reputación.
– Lo que pueda creer quien sea es totalmente irrelevante -dijo Monk, con bastante tirantez-. Yo no puedo demostrar que Percival sea el culpable, y lo que es más, no tengo el convencimiento de que lo sea.
– ¡Entonces vaya y convénzase de una vez! -dijo Basil, perdiendo la paciencia-. ¡Por el amor de Dios, haga su trabajo!
– Señor… -dijo Monk para despedirse. Estaba demasiado furioso para añadir nada más. Giró sobre sus talones y salió cerrando con fuerza.
Evan estaba esperándolo en el vestíbulo con aire desolado. Seguía con la prenda y el cuchillo en las manos.
– ¿Y bien? -inquirió Monk.
– Sí, es el cuchillo de cocina que la señora Boden echaba en falta -respondió Evan-. Todavía no he interrogado a nadie al respecto. -Su rostro traicionaba la desazón que le provocaba la muerte, la soledad, la indignidad-. He dicho que quería ver a la señora Kellard.
– Muy bien. Yo me haré cargo de ella. ¿Dónde está?
– No lo sé. Se lo he preguntado a Dinah y me ha dicho que esperase.
Monk lanzó un juramento. Odiaba que lo dejaran en el vestíbulo como un mendigo, pero no tenía otra alternativa. Pasó un cuarto de hora largo antes de que volviera a aparecer Dinah y lo acompañara al salón-tocador, donde lo esperaba Araminta, de pie en el centro de la habitación, con expresión tensa y sombría pero guardando las formas.