– Pondré un anuncio solicitando un empleo similar, hasta que encuentre algún trabajo en la administración.
– Me encanta que lo diga. Por lo que veo, no ha renunciado a la esperanza de reformar la medicina inglesa.
– Esto por descontado, aunque no tengo un programa a plazo fijo, según parece usted apuntar por el tono de voz. Me contentaré con iniciar la labor.
– Estoy seguro de que lo hará. -Al decirlo desapareció la sonrisa de su rostro-. Difícilmente se consigue torcer una voluntad como la suya, por muchos que sean los Pomeroy de turno.
– Y me pondré en contacto con el señor Monk y volveré a revisar el caso -añadió-, lo haré hasta que esté segura de que no se puede hacer nada más.
– Si descubre algo, hágamelo saber. -Ahora se había puesto muy serio-. ¿Me lo promete? Todavía nos quedan tres semanas de tiempo para apelar.
– Si descubro algo, se lo diré -respondió Hester, que ahora volvía a sentir dentro de ella una espantosa desazón. Aquel breve e inefable momento de emoción se había desvanecido y había vuelto el recuerdo de Percival-. Lo haré. -Hester le dijo adiós y aprovechó el permiso de que disfrutaba para localizar a Monk.
Hester volvió a Queen Anne Street con paso ligero, pero ahora que se veía obligada a reflexionar nuevamente sobre la realidad sentía un peso de plomo que le oprimía la cabeza.
Le sorprendió enterarse a través de Mary, así que entró en casa, de que Beatrice seguía confinada en su habitación y que pensaba cenar en su cuarto. Había ido al cuarto de plancha a buscar un delantal limpio y en él encontró a Mary doblando piezas de ropa blanca.
– ¿Está enferma? -preguntó Hester, preocupada, sintiendo un repentino acceso de remordimiento, no sólo por lo que podía ser descuido de sus deberes sino por haber pensado que aquella postración sólo obedecía al deseo de que la mimaran un poco más y de atraer una atención que los suyos no le ofrecían espontáneamente. Lo cual no dejaba de ser un misterio. Beatrice era una mujer encantadora y, además, llena de vida e individualista, no una mujer plácida al estilo de Romola. Aparte de esto, era inteligente, imaginativa y a veces dotada de una considerable dosis de humor. ¿Por qué razón una mujer así no había de ser el motor que movía su casa?
– Estaba muy pálida -comentó Mary poniendo cara larga-, aunque siempre lo está. Si quiere que le diga la verdad, me parece que está enfadada… pero yo no soy quién para decirlo.
Hester sonrió. Que Mary considerase que no era quién para decirlo no había sido nunca razón para hacerla callar, ni siquiera para hacerla dudar de manifestar sus opiniones.
– ¿Enfadada con quién? -preguntó Hester con curiosidad.
– Con todos en general y con sir Basil en particular.
– ¿Sabe usted por qué?
Mary se encogió de hombros haciendo un gesto gracioso.
– Yo me figuro que será por las cosas que dijeron en el juicio sobre la señorita Octavia. -Se puso ceñuda de pronto-. ¿No le pareció horrible? Dijeron que la señorita se ponía achispada y animaba al lacayo a que la cortejara. -Se calló y miró a Hester con toda intención-. Son cosas que te dejan asombrada, ¿no encuentra?
– ¿No era verdad?
– No, que yo sepa. -Mary parecía indignada-. Que algunas veces estuviera achispada, no le digo que no, pero la señorita Octavia era una señora y, aunque Percival hubiera sido el único hombre de una isla desierta, la señorita Octavia no habría dejado que le pusiera la mano encima. Y si quiere que le diga lo que pienso, desde que se murió el capitán Haslett no creo que la haya tocado nunca ningún hombre. Y eso precisamente era lo que ponía furioso al señor Myles. Mire, si ella lo hubiera matado a él, me lo habría creído.
– ¿Por qué? ¿La deseaba él? -preguntó Hester utilizando abiertamente la palabra por vez primera.
Mary abrió un poco más sus ojos oscuros y no se anduvo con titubeos.
– ¡Y cómo! Tenía que haberle visto la cara. Le advierto una cosa: la señorita era guapísima, ¿sabe usted?, era guapa de una manera que no tenía nada que ver con la señorita Araminta. Usted no la conoció, pero era una mujer tan llena de vida… -De pronto volvió a entrarle una especie de tristeza y pareció como si se quedara anonadada ante la magnitud de la desgracia y la indignación que había tratado de frenar-. ¡Lo que han dicho de la señorita es muy ruin! ¡No entiendo cómo se atreve la gente a decir estas cosas! -Levantó la barbilla y los ojos le relucieron de indignación-. ¡Todas esas cosas tan feas que dijo de Dinah y de la señora Willis y de todos! Ellas no se lo perdonarán nunca, ¿sabe? ¿Por qué lo hizo?
– ¿Será por despecho? -apuntó Hester-. O a lo mejor por exhibicionismo. Le gusta ser el centro de la atención de todo el mundo. Si alguien la mira, entonces se siente viva, importante.
Mary pareció confusa.
– Hay personas que son así. -Hester trataba de encontrar explicación a cosas que no se había formulado antes con palabras-. Son personas vacías, inseguras, solas. Sólo se sienten a gusto cuando los demás les prestan atención y se fijan en ellas.
– ¡Sí, se fijan en ella! -Mary soltó una amarga carcajada-. Por desprecio por eso se fijan. Le puedo asegurar que aquí esto no se lo perdonará nadie.
– No creo que le importe demasiado -dijo Hester secamente, pensando en la opinión que tenía Fenella de los criados.
Mary sonrió.
– ¡Sí le importará! -dijo con furia-. Aquí ya no habrá nadie que le lleve una taza de té calentita por las mañanas. El té a lo más estará tibio. Nosotros nos disculparemos siempre, no sabremos nunca qué ha pasado, pero el té seguirá estando tibio. Sus mejores vestidos se extraviarán en la lavandería, algunos se le devolverán rotos, pero nadie sabrá quién lo ha hecho. «Ya estaban así», diremos. Y sus cartas irán a parar a otro destinatario o se quedarán entre las páginas de un libro, y sus recados tardarán lo suyo en llegar a destino, se lo aseguro. Los lacayos estarán demasiado atareados para encender la chimenea de su habitación, y nadie se acordará de servirle el té de la tarde a la hora oportuna. Créame, señorita Latterly, cuando le digo que le va a importar. Y ni la señora Willis ni la cocinera dirán ni pío. Como los demás, dirán que no saben nada de nada, que no tienen ni idea de lo que ha pasado. Y el señor Phillips lo mismo. Puede darse aires de duque, pero es muy leal. Para estos asuntos es uno más entre nosotros.
Hester no pudo reprimir una sonrisa. Todo aquello era de una trivialidad increíble, pero obedecía a cierto sentido de la justicia.
Mary vio su expresión y también sonrió. Ahora eran cómplices.
– ¿Lo ha entendido? -dijo ella.
– Lo he entendido -admitió Hester-. Sí, me parece muy justo. -Y todavía con una sonrisa en los labios, cogió su ropa y se marchó.
Cuando Hester fue arriba encontró a Beatrice sentada en uno de los sillones de su habitación, sola y contemplando a través de la ventana la lluvia que comenzaba a arreciar en el desnudo jardín. Era enero, desolado e incoloro, y prometía niebla antes del anochecer.
– Buenas tardes, lady Moidore -dijo Hester con voz suave-. Lamento mucho que se encuentre mal. ¿Puedo ayudarla en algo?
Beatrice ni movió la cabeza.
– ¿Puede hacer correr hacia atrás las manecillas del reloj? -preguntó con voz débil, como burlándose de sí misma.
– De poder, lo habría hecho muchas veces -respondió Hester-. ¿Cree usted que cambiaría algo?
Beatrice se quedó unos momentos sin responder, después suspiró y se levantó. Llevaba un vestido color melocotón y, con su llameante cabellera, emanaba el fuego de un verano moribundo.
– No, seguramente no cambiaría nada -dijo con aire cansado-, porque nosotros continuaríamos siendo los mismos y esto es, precisamente, lo que está mal. Seguiríamos yendo detrás de las comodidades, tratando de que nuestra buena fama quedara a salvo y continuaríamos perjudicando a los demás. -Se quedó junto a la ventana, como si observara el agua que resbalaba por los cristales-. No sabía que Fenella fuera una mujer tan poseída por la vanidad, que estuviera atrapada de forma tan ridícula en la trampa de una falsa juventud. Si no la viera tan dispuesta a pisotear a los demás con tal de conseguir atención, me daría lástima. Dadas las circunstancias, más bien me da vergüenza.