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– Quizá no tiene otra cosa. -Hester seguía hablando en voz baja. También a ella le repugnaba Fenella y aquella inclinación suya a herir a los demás y de manera especial a exponer los trapos sucios de los criados. Había sido un ataque gratuito, pero Hester percibía el miedo tras esa necesidad de ganar cierta categoría que le garantizase la supervivencia: unos pocos bienes materiales, no importaba su origen, independientes en cualquier caso de Basil y de su caridad condicionada, si es que caridad era la palabra indicada.

Beatrice se volvió y la miró, los ojos muy abiertos pero la mirada muy tranquila.

– Usted lo entiende, ¿verdad? Usted sabe por qué hacemos estas cosas tan feas…

Hester no sabía si utilizar un lenguaje ambiguo; tacto no era precisamente lo que Beatrice necesitaba ahora.

– Sí, no es difícil.

Beatrice bajó los ojos.

– Hay cosas que preferiría no haberlas sabido, por lo menos algunas. Sabía que Septimus jugaba y que de cuando en cuando sacaba vino de la bodega -sonrió-. Esto más bien me divertía, porque Basil se da tanta importancia con su bodega… -Su expresión volvió a ensombrecerse y de ella desapareció el humor-. Lo que yo no sabía es que Septimus lo sustraía para Fenella, aunque tampoco me habría molestado si fuese porque le tenía simpatía, pero no es el caso, porque creo que la odia. Como mujer, Fenella es el reverso de la medalla de Christabel, la mujer que él amaba. Aunque ésta no es razón para odiar a nadie, ¿no le parece?

Vaciló, pero Hester no la interrumpió.

– Es curioso ver cómo el hecho de depender de alguien, y recordarlo constantemente, va agriándote el carácter -prosiguió Beatrice-. Como uno se siente indefenso e inferior, intenta recuperar el poder haciéndole lo mismo a alguien. ¡Oh, Dios, cómo detesto las investigaciones! Tardaremos años en olvidar todo lo que hemos sabido de los demás… quizá cuando sea ya demasiado tarde.

– ¿Y si aprendiera a perdonar? -Hester sabía que decía una impertinencia, pero era la única verdad que podía recomendar y Beatrice no sólo merecía la verdad sino que, además, la necesitaba.

Beatrice se volvió de nuevo hacia la ventana y con el dedo fue siguiendo a través del vidrio seco el reguero de las gotas de lluvia que resbalaban por el exterior.

– ¿Cómo se hace para perdonar a alguien por no ser como uno quiere que sea o como uno se figuraba que era? Sobre todo si este alguien no lo lamenta, o a lo mejor ni siquiera te entiende.

– ¿Y si lo entiende? -apuntó Hester-. ¿Y cómo se hace para conseguir que nos perdonen por haber esperado demasiado de ellos, en lugar de fijarnos en cómo son realmente y quererlos así?

El dedo de Beatrice se paró.

– Vaya, es usted muy franca, ¿no? -Más que una pregunta era una afirmación-. Sin embargo no es tan fácil, Hester. Mire, ni siquiera estoy segura de que Percival sea culpable. ¿Soy malvada si tengo dudas cuando el tribunal dice que es culpable, lo sentencia y el mundo da el asunto por concluido? Sueño y me despierto por la noche y siento la duda retorcerse entre mis pensamientos. Miro a la gente y no sé qué pensar, veo dos y hasta tres sentidos detrás de sus palabras. Hester volvía a sentirse agobiada por la indecisión. Habría sido mucho más amable apuntar que nadie más podía ser culpable, que sólo era la secuela de todos los miedos la que seguía persistiendo y que con el tiempo acabaría desvaneciéndose. La vida diaria traería el consuelo y aquella tragedia extraordinaria iría suavizándose hasta convertirse únicamente en esa pena que deja tras de sí una muerte cualquiera.

Pero después pensó en Percival, encerrado en la cárcel de Newgate, contando los días que le quedaban hasta que de pronto, una mañana, el tiempo cesaría para él.

– Pero si Percival no fuera culpable, ¿quién lo sería? -Hester oyó sus propias palabras, pronunciadas en voz alta, e instantáneamente lamentó haberlas dicho. Encerraban una idea brutal. Jamás, ni un solo instante, pensó que Beatrice pudiera creer que fuera Rose y, en cuanto a las demás sirvientas, ni siquiera entraban en el campo de lo posible. Pero no se podía desandar lo andado. Todo lo que ella podía hacer era esperar la respuesta de Beatrice.

– No lo sé. -Beatrice medía cada palabra-. Cada noche, tendida a oscuras en la cama, pienso en que ésta es mi casa, la casa a la que vine a vivir cuando me casé. En ella he sido feliz y he sido desgraciada. En ella he tenido cinco hijos y he perdido dos… y ahora a Octavia. Los he visto crecer y casarse. He sido testigo de su felicidad y de su desgracia. Todo es tan normal para mí como el pan y la mantequilla o como el sonido de las ruedas de los coches sobre el empedrado. Pero quizá no voy más allá de la piel de la cosas, quizá la carne que hay debajo sea para mí una tierra tan desconocida como el Japón.

Se acercó al tocador y comenzó a sacarse las horquillas de los cabellos, que se le derramaron en una reluciente cascada que centelleó como el cobre.

– La policía entró en esta casa y se mostró comprensiva, respetuosa y considerada. Los agentes demostraron que la persona que había cometido el delito no había entrado desde fuera, o sea que el que había matado a Octavia, quienquiera que fuese, era uno de nosotros. Se pasaron semanas enteras haciendo preguntas y nos obligaron a encontrar respuestas, la mayoría desagradables, cosas ruines, egocéntricas, cobardes. -Había formado un ordenado montoncito con las horquillas, que dejó en una bandeja de cristal tallado, y cogió el cepillo de dorso de plata.

»Personalmente, me había olvidado de Myles y de la pobre camarera. Aunque pueda parecer increíble, lo había olvidado. Supongo que será porque no pensé en el asunto cuando ocurrió, porque Araminta no sabía nada. -Se cepillaba el cabello con movimientos largos y enérgicos-. Soy cobarde, ¿verdad? -dijo con un hilo de voz, pero también era una afirmación, no una pregunta-. Vi lo que quise ver y escondí la cabeza para no ver el resto. Y Cyprian, mi querido Cyprian, hizo lo mismo que yo: jamás se ha enfrentado con su padre, se ha limitado a vivir en un mundo de sueños, se ha entregado al juego y a haraganear en lugar de hacer lo que le habría gustado hacer realmente. -Se cepilló todavía con más fuerza-. Romola lo aburre a morir, ¿sabe usted? Antes no le importaba, pero de pronto se ha dado cuenta de lo interesante que podría ser una compañera con la cual poder hablar de cosas auténticas, decir lo que uno piensa de verdad en vez de dedicarse a hacer una especie de comedia dictada por la cortesía. Pero, naturalmente, ya es demasiado tarde.

Sin previo aviso, Hester se dio plenamente cuenta de la responsabilidad que tenía en lo tocante a haber despertado la atención de Cyprian, por haberse complacido en su vanidad y atraído su interés. De todos modos, se consideraba culpable sólo en parte, porque no había querido causar deliberadamente ningún daño a nadie. Ni le había pasado por las mientes ni se lo había propuesto, le sobraba inteligencia para caer en ese tipo de cosas.

– Y la pobre Romola -prosiguió Beatrice, que seguía cepillándose con energía el cabello- no tiene ni la más mínima idea de dónde está el fallo. Ella hace lo que le enseñaron que había que hacer, pero resulta que ahora esto ya no surte efecto.

– A lo mejor volverá a surtir efecto algún día -respondió Hester con voz débil, aunque sin creerlo en realidad.

Pero Beatrice no percibía inflexiones de voz. El clamor de sus pensamientos no lo permitía.

– La policía ha detenido a Percival y se ha retirado del caso dejando que nosotros imaginemos lo que ocurrió realmente. -Se puso a cepillarse el cabello con movimientos largos y regulares-. ¿Por qué hacen estas cosas, Hester? Monk no creía que el culpable fuera Percival, de esto estoy más que segura. -Hizo girar el asiento del tocador y miró a Hester todavía con el cepillo en la mano-. Usted habló con él. ¿Cree Monk que fue Percival?