– Si no te gusta vivir en esta casa, cariño -le dijo con agresividad en el tono de voz-, no tienes más que buscarte otro sitio que se acomode más a tus preferencias y dirigirlo según te venga en gana.
– No esperaba que me dijeras otra cosa -le replicó ella-, pero no vayas a creer que te va a costar tan poco echarme a la calle en estos momentos. Hay demasiadas personas que tienen los ojos puestos en ti. ¿Qué van a decir? «¡Vaya con sir Basil!, con lo distinguido y rico que es, ese noble sir Basil al que todo el mundo respeta ha echado de su casa a su hermana viuda.» Dudo que me eches, cariño, lo dudo mucho. -Hizo una mueca de desprecio-. Siempre quisiste vivir a la altura de papá, incluso pretendías superarlo. Te importa mucho lo que la gente piensa de ti. Supongo que por eso odiabas tanto al padre del pobre Harry Haslett cuando ibais a la escuela. Él hacía sin esfuerzo lo que a ti te costaba Dios y ayuda hacer. Está bien, ahora ya tienes lo que querías: dinero, fama, honores. No vas a estropearlo todo poniéndome de patitas en la calle. ¿Qué parecería? -Soltó una desagradable carcajada-. ¿Qué diría la gente? Lo que tienes que hacer es obligar a que tus criados cumplan con su deber.
– Oye, Fenella, ¿no se te ha ocurrido pensar que, si te tratan de esta manera es porque tú, al declarar como testigo, expusiste sus trapos sucios para sacar partido de la situación? -Su rostro reflejó todo el asco y la repugnancia que sentía y también la satisfacción que le producía herirla-. Quisiste hacer una exhibición y esto los criados no lo perdonan.
Fenella irguió su figura y Hester imaginó que se le habían subido los colores a la cara.
– ¿Vas a hablar con ellos o no? ¿Vas a dejar que hagan lo que se les antoje?
– Ellos aquí hacen lo que se me antoja a mí, Fenella -dijo bajando la voz-, como todo el mundo. No, no pienso hablar con ellos. Me gusta que se hayan vengado de ti. En lo que a mí concierne, están en libertad de continuar haciendo lo mismo. Tendrás el té frío, el desayuno quemado, la chimenea apagada y seguirán extraviándote prendas de ropa todo el tiempo que quieran.
Estaba demasiado furiosa para poder hablar. Soltó un suspiro de rabia, giró sobre sus talones y salió como una tromba, con la cabeza alta y mucho crujir de faldas, balanceándose de un lado a otro con tal ímpetu que arrastró con el vuelo un objeto que adornaba una mesita auxiliar, el cual fue a estrellarse contra el suelo y quedó hecho añicos.
Basil no pudo reprimir una sonrisa de profunda satisfacción.
Monk ya había recibido dos pequeños encargos desde que anunciara sus servicios como detective privado dispuesto a realizar pesquisas de asuntos que cayeran fuera del ámbito policial o a proseguir casos de los que la policía se había retirado. Uno hacía referencia a una cuestión de propiedad y le representó una recompensa muy escasa, salvo la de contestar rápidamente al cliente y unas pocas libras que le aseguraron la subsistencia durante una semana más. El segundo encargo, del que se ocupaba en aquellos momentos, exigía una mayor participación y prometía más variedad y un seguimiento más intenso, y posiblemente el interrogatorio de varias personas, arte en el que su habilidad descollaba de manera natural. Estaba relacionado con una joven que había tenido un matrimonio desgraciado y cuya familia había perdido su rastro. Ahora sus familiares deseaban localizarla y restablecer la relación que se había roto. Llevaba bien el caso pero, después del resultado que se había producido a raíz del juicio de Percival, Monk estaba muy deprimido y furioso. No había esperado otra cosa, pero hasta el último momento había alimentado una persistente esperanza y más al enterarse de que Oliver Rathbone intervenía en el caso. Con respecto a Rathbone experimentaba sentimientos ambivalentes: por un lado veía en él unas facetas personales que encontraba particularmente irritantes, pero no abrigaba reservas en la admiración de sus cualidades profesionales ni tampoco dudas en lo que se refería a su dedicación.
Había vuelto a escribir a Hester Latterly con objeto de reunirse con ella en la misma chocolatería de Regent Street donde se habían encontrado en la ocasión anterior, pese a que no tenía ni idea de la utilidad que podía tener el encuentro.
Monk se sintió inexplicablemente contento al ver llegar a Hester, aun cuando el rostro de ella no reflejaba emoción alguna y sólo le dedicó una sonrisa momentánea a modo de reconocimiento, nada más.
Monk se levantó para apartarle la silla, se colocó delante de ella y pidió un chocolate caliente para Hester. Había demasiada sinceridad entre los dos para que tuvieran que recurrir a los formalismos de ceremoniosos saludos y a los convencionalismos habituales en relación con la salud. Podían centrarse en el asunto que los tenía preocupados sin caer en equívocos.
Monk la observó con gravedad y mirada interrogativa.
– No -respondió Hester-, no me he enterado de nada que pueda ser de utilidad, pero estoy completamente convencida de que lady Moidore no cree que Percival sea culpable, aunque tampoco sabe quién pueda serlo. En ocasiones está ansiosa de saber, otras veces teme saber, porque supone el derrumbamiento de todas las cosas en las que cree y el amor que siente por la persona en cuestión se tambaleará. La incertidumbre lo envenena todo, aunque teme que si un día se entera de quién ha sido, la persona involucrada sabrá que ella está al corriente de la verdad y entonces también ella correrá peligro.
Había tensión en el rostro de Monk, sentía un dolor intenso, sabía que a pesar de todos los esfuerzos y luchas y del precio que le habían costado, había fracasado.
– Lady Moidore tiene razón -dijo Monk con voz tranquila-, quienquiera que sea el culpable, no sabe lo que es compasión. Están a punto de colgar a Percival. Sería fantasioso suponer que el culpable vaya a compadecerse de ella si lo pone en peligro.
– Estoy convencida de que ella es muy capaz de hacerlo. -La expresión de Hester estaba llena de ansiedad-. Por debajo de la dama elegante que se encierra en su cuarto vencida por el dolor hay una mujer dotada de una gran valentía y que siente un profundo horror a la crueldad y a las mentiras.
– Entonces nos queda algo por lo que luchar -dijo Monk con sencillez-. Si está empeñada en averiguarlo y llega un momento en que las sospechas y el miedo le resultan insoportables, un día se lanzará a la acción.
Apareció el camarero y dejó las tazas de chocolate delante de cada uno. Monk le dio las gracias.
– Llegará un día en que la pieza que falta encajará en su esquema mental -prosiguió Hester-. Habrá una palabra, un gesto, el remordimiento hará que la persona involucrada cometa un error y de pronto ella se dará cuenta… y la persona también se dará cuenta porque lady Moidore ya no la tratará de la misma manera… ¿Cómo iba a hacerlo?
– Entonces debemos anticiparnos a ella. -Hester agitó enérgicamente el chocolate con riesgo de derramarlo a cada vuelta de cucharilla que daba-. Lady Moidore sabe que casi todos han mentido en mayor o menor medida, porque Octavia no era tal como la describieron en el juicio… -Y a continuación Hester lo puso al corriente acerca de lo que le había dicho Beatrice la última vez que habían hablado.
– Es posible -dijo Monk dubitativo-, pero Octavia era su hija y quizás ella no quiera verla con la misma claridad. Si Octavia se excedía en la bebida, si era un poco cabeza loca y no ponía freno a su sensualidad, quizá su madre no quiera aceptarlo.
– ¿Qué dice? -preguntó Hester-. ¿Que lo que declararon era verdad, que ella incitó a Percival pero después cambió de parecer al ver que el lacayo se tomaba las cosas al pie de la letra? ¿Y que en lugar de pedir ayuda, optó por llevarse un cuchillo de cocina a su cuarto?