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¿Y los rebeldes?, se preguntaban las voces entre sí, temerosas, graves, respetuosas.

Los rumores afirmaban que todavía había miles de millones de rebeldes viviendo en Médula, cerca del antiquísimo inhóspito, mientras que otras voces, sabias y al parecer enteradas, afirmaban que los rebeldes seguían en libertad, por las avenidas bien iluminadas y al parecer pacíficas de la nave. Se habían desvanecido durante el caos y ahora estaban ocultos en los lugares más remotos y vacíos, reuniendo sus fuerzas para su siguiente y horrible ataque.

A menos, por supuesto, que estuvieran incluso más cerca.

Unas cuantas voces sugerían que quizá los rebeldes ya estaban entre ellos. Quizás había un cuadro de sacerdotes elegidos y bien entrenados que solo fingían ser pasajeros humanos acaudalados. ¿Pero cómo los ibas a reconocer? ¿De qué modo sutil, accidental, traicionarían su identidad y permitirían que un simple pasajero disfrutara del peligro y el honor de capturarlos en medio de una avenida llena de luz?

Esos dos amantes eran rebeldes. Fue la comida lo que los traicionó. Alguien observó que aquella mujer alta y guapa había pedido una fuente de una cosa monstruosa llamada alamartillo, y que cuando llegó a su mesa lo abrió con una pericia despreocupada, le sirvió una ración a su hombre y luego le besó el dorso de la mano antes de dejar que diera el primer bocado.

Alguien gritó:

—¡Rebeldes! ¡Allí!

Varios individuos de diferentes especies oyeron la traducción de la advertencia y respondieron acercándose a empujones a la mesita. Amenazaron a los comensales con brazos y patas, y con voces y ventosidades aterradas repitieron la acusación:

—¡Mirad! ¡Rebeldes!

—¡Detenedlos!

—¡Que alguien los arreste!

Los amantes no podrían haberse mostrado más tranquilos. Dejaron sin prisa los cubiertos, estiraron los brazos para salvar la mesa una última vez, entrelazaron los dedos con la misma comodidad… y después de un momento de suspense devastador decidieron dejar caer sus disfraces y se irguieron. Sus ropas turísticas volvieron a transformarse en los brillantes y preciosos uniformes que se suponía que debían llevar siempre los capitanes.

—¿Qué te parece? —preguntó la mujer a su amante.

—¿Comisteis este bicho durante cuánto tiempo? —gruñó el hombre.

—Casi cinco mil años —confesó ella.

—¿Y alguna vez supo bien?

—¿A ti qué te parece? —le preguntó ella.

Y luego se rieron y se abrazaron, y fue como si no se hubiese reunido una multitud a su alrededor. Como si solo estuvieran ellos y se encontraran completamente solos.

—Pensé que necesitaban ver esto por sí mismas —les dijo Washen—. Sentarse en la misma habitación durante una eternidad no contribuye al proceso creativo.

Las IA escribas se quedaron mirando la superficie de Médula sin decir nada.

—¿Se inspiran? ¿Encuentran ideas nuevas?

Una de las escribas habló en nombre de todas y dijo que no con tono indignado. Implícito en sus palabras había un «¡por supuesto que esto no ayuda!».

Lo cierto es que no había mucho que ver. Incendios arrolladores y energías contenidas de incontables volcanes que habían llenado la atmósfera del mundo inferior de nubes negras y opacas, hasta cubrir casi todas las longitudes de onda. Pero por muy mal que las cosas parecieran desde allí, la mayor parte de Médula no estaba ardiendo ni hirviendo. Los sensores de largo alcance y todas las simulaciones de las IA daban la misma y clara respuesta: la conflagración no había tocado las antiguas tierras rebeldes. Lo que le estaba pasando al mundo no era mucho peor que lo que habían provocado en el pasado un millón de otros desastres. De hecho, era muy probable que el ecosistema saliera revitalizado por el caos, mientras que algunos o la mayor parte de los rebeldes podían acurrucarse, lamerse las heridas y esperar a que se despejasen los cielos.

Las escribas siguieron mirando con gesto cortés las nubes negras e hirvientes.

Washen hizo un gesto. Locke salió a la plataforma de diamante, se arrodilló al lado de las escribas y en voz baja y reverencial dijo:

—Quizá yo pueda ofrecerles una idea nueva. ¿Están interesadas, máquinas?

Una tras otra, las caras de goma se volvieron hacia él. Las expresiones corteses se habían quedado congeladas mientras las rápidas mentes que había detrás hacían caso omiso de todo salvo de aquel único e inmenso problema digno de las considerables molestias que se habían tomado.

—Esta nave —dijo Locke—. ¿Y si no saben sus dimensiones reales?

Hubo una chispa momentánea de interés.

Locke se pasó la lengua por los labios y luego explicó:

—Cuando era niño tenía un juguete: una maqueta de la nave. Me cabía en la mano, así de pequeña era. Pero era demasiado joven para apreciar las dimensiones reales.

Los ojos se abrieron mucho al imaginarse aquel juguete tan antiguo.

—Mi madre intentó explicarme el tamaño de las cosas. Me habló de protones, kilómetros, segundos luz y años luz, y me aseguró que la nave era inmensa. Pero los años luz son inmensos, ¿no? Así que cuando tenía cinco o seis años creía que la nave debía de ser así de grande. Millones de años luz de anchura, pensé. Una tontería, por supuesto. Mi madre me tomaba el pelo, lo recuerdo. Ah, qué tonto era, de formas que apuesto que ustedes no lo han sido jamás.

Los ojos comenzaron a distraerse de nuevo. Pero entonces Locke preguntó:

—¿Y si…? Cuando estaban fabricando la nave… ¿y si los constructores no se detuvieron en el casco? Médula rodea al inhóspito, sea lo que sea eso, y lo que llamamos la Gran Nave rodea a Médula. Pero, ¿y si el casco no es el final de su trabajo? ¿Y si su proyecto se extiende mucho más allá y ahora, después de todo este tiempo, ha llegado al límite de lo que podemos ver, o imaginar?

Sin excepción, todas las escribas se inclinaron hacia delante.

—Ustedes están estudiando las estructuras de la nave y sus proporciones exactas, buscan algún mensaje oculto —concluyó Locke—. Pero, ¿y si el mensaje no está escrito solo en esta piedra, hierro e hiperfibra? ¿Y si la nave de los constructores es también el universo…, los trillones de estrellas y las galaxias que giran y las motas de polvo que no figuran en ningún mapa, y todo lo demás que podemos ver o suponer por toda la creación visible?

No se movió ninguna de las IA.

No emitieron sonido alguno que el oído humano fuera capaz de escuchar. Washen puso una mano en el hombro de Locke.

—Les interesa. Lo están considerando.

—Bien —dijo él.

Madre e hijo salieron a la pasarela, miraron entre sus pies y contemplaron la superficie tenue y negra de Médula. Todos los ingenieros disponibles esperaban sobre ellos, listos para empezar a verter hiperfibra en el campamento base y luego en el túnel de acceso. No sería un derrumbamiento catastrófico. Se tomarían su tiempo, llenarían poco a poco, con meticulosidad, aquel agujero abierto en lo que de otro modo era la pared perfecta de la cámara. Era obvio que los constructores habían tenido sus razones para hacer lo que hicieron. Por lo que Washen o Pamir veían, la única opción sensata era volver a sellar la prisión, que las cosas volvieran a ser como eran antes y tan permanentes como fuera posible. El único cambio serían unos cuantos ojos de seguridad pequeños, imposibles de encontrar, pegados a la lustrosa pared plateada de la cámara para vigilar a los millones de nietos de Washen…

Por un momento, mientras permanecía en esa pasarela pensando en sus nietos, Washen sintió el repentino y extraño impulso de lanzarse a Médula.