Выбрать главу

Till no dijo nada.

Durante un instante, Washen y él intercambiaron una mirada, como si hicieran un pacto. Luego el niño se volvió hacia Miocene.

—Esa máquina… suena fatal —protestó.

—Así es. Tienes razón.

—¿Y la nave es así? ¿Grandes motores que chillan todo el tiempo?

—No, utilizamos reactores de fusión. Muy eficientes y silenciosos, y también extremadamente seguros. —La otra mujer miró a Washen—. ¿No es cierto, querida?

—Fusión, sí —comentó Washen mientras sus manos intentaban alisar la rígida tela de su propio uniforme hecho a mano—. Los mejores reactores de la galaxia, diría yo.

Luego, como un billón de madres, Miocene dijo:

—Hace mucho que no te veo. ¿Dónde has estado, Till?

—Ahí fuera —dijo él. Gesticuló de un modo lejano e impreciso, tres de sus dedos más pequeños que el resto. Y más pálidos. Se regeneraban después de un pequeño accidente, sin duda.

—¿Explorando otra vez?

—Pero no lejos de aquí —le dijo el niño—. Siempre en el valle.

Estaba mintiendo, pensó Washen. Oía la mentira entre las palabras. Pero Miocene asintió con convicción.

—Ya lo sé. Lo sé. —Era una ilusión que se imponía, o quizá un número destinado a los ojos del público.

Hubo un incómodo momento de silencio. Luego, la turbina se volvió a disparar y siguió traqueteando con sano vigor. El sonido atrajo la atención de Miocene y la volvió a llevar al taller mecánico.

Washen sonrió al pequeño y luego se arrodilló a su lado.

—Te gusta inventar cosas —observó ella—. ¿Verdad?

—No, señora.

—No seas modesto —le advirtió Washen.

Pero Till sacudió la cabeza con obstinación y se quedó mirándose los dedos de los pies y el hierro negro.

—Señora Washen —dijo con la frágil paciencia de un niño—. Lo que es, es. Es lo único que no se puede inventar jamás.

15

Locke esperó en las sombras, un hombre crecido con la expresión culpable de un niño y los ojos grandes e inquietos de alguien que espera que el desastre se desencadene en cualquier parte.

Sus primeras palabras fueron:

—No debería estar haciendo esto.

Pero un momento después, para responder a la respuesta que anticipaba, dijo:

—Lo sé, madre. Las promesas hechas son siempre promesas.

Washen no había emitido ni un solo sonido. Fue su padre el que sugirió que se lo pensara.

—Si esto te va a crear problemas —murmuró Diu—, quizá deberíamos irnos otra vez a casa, sin hacer ruido.

—Quizá deberíais —admitió su hijo. Luego se volvió y se alejó con gesto brusco, sin invitarlos a seguirlo, sabiendo que no serían capaces de contenerse.

Washen se apresuró por la senda y sintió que Diu seguía sus pasos. Una selva joven de ombús negros y elegantes arbustos lambda que se disolvían en un paisaje repentino de hierro desnudo: pilares y arcos negros creaban un laberinto indiscriminado y exasperante. Cada paso era un reto, un acto de gracia consciente. Los bordes afilados como cuchillas exponían la piel y arañaban los dedos y las pantorrillas con finas heridas rosadas. Grietas sin fondo llamaban a los que por allí pasaban, el viento y las gotas de lluvia levantaban ecos en el suelo metálico. Y lo peor de todo, el cuerpo de Washen estaba acostumbrado a dormir a aquella hora. La fatiga ralentizaba sus sentidos y también su sentido común. Cuando vio a Locke de pie, en el borde oxidado de un acantilado, esperándolos, no notó nada salvo su amplia espalda y el cabello largo y dorado sujeto en una elaborada serie de trenzas. Se quedó mirando la sencilla camisa negra tejida en el telar de la aldea, hecha de algodón de imitación, la camisa que su madre había remendado más de una vez, y siempre mal.

Hasta que estuvo a su lado Washen no fue consciente del profundo valle que se extendía bajo ellos, largo y bastante estrecho, con el suelo plano cubierto de una madura hilera de árboles de la virtud negros como la noche.

—Negros como la noche —susurró Washen.

Su hijo picó el anzuelo. Sacudió la cabeza.

—Madre —dijo—. Eso no existe.

Se refería a la noche.

Se refería a su mundo.

Este era un suelo afortunado. Cuando las fieras entrañas del mundo comenzaron a verterse por todas partes, esta gruesa y duradera losa de corteza había caído en la gran fisura. La selva de virtud había ardido, pero no había muerto. Sus raíces podían tener un siglo, o incluso más. Tan antiguas como la ocupación humana de Médula, quizá. Había una sensación suntuosa y eterna en el suelo, y quizá por eso lo habían elegido los niños.

Los niños.

Washen ya sabía que no era así, pero a pesar de todas sus intenciones no podía pensar en ellos más que como seres jóvenes y, de algún modo profundo, vulnerables.

—Silencio —susurró Locke sin molestarse en volverse para mirarlos.

¿Y aquí quién estaba hablando?, se preguntó su madre. Pero no dijo nada.

Luego, con nada salvo su piel profundamente encallecida entre él y el hierro, Locke saltó de rama en rama, gruñendo un poco con cada impacto, y luego hizo una pausa solo lo bastante larga para levantar los ojos y parpadear contra la brillante luz del cielo.

—Y no os separéis de mí —añadió con una preocupación casi paternal—. Por favor.

Las botas de campaña de sus padres se habían caído a pedazos décadas atrás. Llevaban toscas sandalias hechas de corcho de imitación y goma, y tenían que esforzarse para mantenerse a su altura. En el fondo del valle, bajo las sombras vivas, el aire se volvió un poco más fresco, incómodo y húmedo. De las copas de los árboles habían caído mantas de vegetación medio podrida que habían dejado el suelo blando y aguado, con un hedor orgánico que a Washen todavía le parecía ajeno por completo. Un gigantesco aladaga pasó rugiendo a su lado, sumido en algún asunto vital. Washen contempló al animal que se desvanecía en la penumbra y luego reapareció, diminuto a tanta distancia, con el caparazón de color azul cobalto resplandeciendo bajo un trozo de luz repentina.

Locke se volvió de golpe, en silencio.

Un único dedo le cruzaba los labios. Solo por un momento, bajo esa luz, se pareció a su padre. Pero lo que Washen notó sobre todo fue su expresión, sus ojos grises que mostraban un dolor y una preocupación tan intensos que ella tuvo que intentar tranquilizarlo con una caricia.

Diu le había arrancado el secreto a su hijo. Los niños se reunían en la selva y esos encuentros llevaban produciéndose más de veinte años. A intervalos irregulares, Till los llamaba a un lugar apartado y era Till el que controlaba todo lo que se decía y hacía.

—¿Qué se dice? —había preguntado Washen—. ¿Qué se hace?

Locke no quiso explicar más. Primero sacudió la cabeza con un gesto de desafío y vergüenza. Luego, con callada desilusión, admitió:

— Al repetir esto estoy rompiendo la promesa más antigua que he hecho.

—¿Entonces por qué contarlo? —lo había presionado ella.

—Porque sí. —La expresión de Locke era complicada, sus ojos suaves y grises cambiaban con cada parpadeo. Al final se acomodó sobre él una mirada compasiva, medio temerosa, y les explicó—: Tenéis todo el derecho a escucharlo. Para poder decidir por vosotros mismos.

Le importaban sus padres. Por eso había roto su promesa y por eso no tenía más alternativa que traerlos aquí.

Washen ya no quería pensar en ello de ninguna otra manera.

Unos cuantos pasos silenciosos más y se encontró clavando los ojos en el árbol de la virtud más grande que hubiera visto jamás. Debió de matarlo la edad, y la putrefacción lo había derribado; al desplomarse se le había partido el dosel de hojas. Los hijos adultos y sus hermanitos y hermanitas se habían reunido en aquel estanque de luz radiante de color azul blanquecino, de pie, en grupos y parejas Algunos llevaban colas de alamartillo metidas en el pelo. Las voces suaves y rápidas se fundían en un zumbido sin sentido. Till estaba allí, paseándose sobre el amplio tronco negro. Tenía aspecto de adulto, sin edad y no demasiado excepcional; vestía un sencillo calzón y dos brazaletes, uno de acero y el otro de oro. Sus trenzas oscuras se parecían a una larga cuerda. Su rostro joven y casi guapo mostraba una expresión tímida y cohibida que le brindó a Washen el más extraño momento de esperanza. Quizá esto no era más que el viejo juego exagerado hasta convertirlo en una especie de reunión social. Till interpretaría para los niños, les contaría esas elaboradas historias que ninguna mente sensata podría creerse, pero en las que todo el mundo, de un modo u otro, encontraba cierto placer.