Locke no volvió la vista atrás ni dijo nada. Se limitó a seguir adelante, atravesó un muro bajo de lambdas y salió al claro brillante y lleno de gente.
—Hola, Locke —dijeron veinte voces.
Él dijo «hola» una vez, en voz alta, y luego se reunió con los hijos mayores en la parte delantera.
Sus padres respetaron la promesa que habían hecho y se arrodillaron en la selva, haciendo caso omiso del siseo y chisporroteo de mil pequeños insectos. No pasó nada.
Aparecieron en el claro unos cuantos niños más y hubo conversaciones en voz baja; Till, sin prestar atención a nada, seguía paseándose. Quizá eso era todo lo que iba a ocurrir. Desde luego, era fácil esperarlo.
Till se detuvo.
En un instante los adoradores se callaron.
—¿Qué queremos? —preguntó con voz tranquila.
—Lo que es mejor para la nave —respondieron los niños, cada uno con su propia y tranquila voz. Luego, juntos, con una sola voz, dijeron—: Siempre.
—¿Cuánto tiempo es siempre?
—Más de lo que podemos contar.
—¿A qué distancia está siempre?
—A la de los extremos infinitos.
—Y sin embargo vivimos…
—¡Apenas un momento! —exclamaron—. ¡Si es que llega a eso!
Las palabras eran absurdas y escalofriantes. Lo que a Washen debería haberle parecido ridículo no lo era; la oración adquiría una credibilidad musculosa cuando eran cientos los que la pronunciaban en un coro sin fisuras, cada sílaba dotada de la seguridad que da la práctica.
—Lo que es mejor para la nave —repitió Till.
Pero las palabras eran una pregunta. Su rostro estrecho y atractivo estaba lleno de curiosidad, de un anhelo sincero.
—¿Conocéis la respuesta? —preguntó a su público.
Con un grito confuso los niños dijeron:
—No.
—¿Conozco yo la respuesta?
Sin gritar, con respeto, le dijeron:
—No.
—Cierto y cierto —manifestó su líder—. Pero cuando estoy despierto, busco lo que es mejor. Lo mejor para nuestra gran nave y para siempre. Y cuando duermo, mi yo soñado hace lo mismo.
—Y nosotros también —entonaron sus seguidores.
Entonces Washen pensó: no, no era un cántico. Era demasiado astroso y parecía demasiado honesto, cada uno de ellos hacía esa solemne promesa para sí.
Hubo una pausa breve y desconcertante.
Luego Till preguntó:
—¿Tenemos algún asunto hoy?
—Tenemos recién llegados —exclamó alguien.
Durante un resbaladizo momento Washen pensó que se referían a ella y a Diu. Volvió la vista y miró a Diu por primera vez: parecía tranquilo a esa manera suya siempre ocupada, y pareció agradecer la mirada. Una mano la cogió del brazo cuando la voz de Till gritó:
—Traedlos aquí arriba.
Los recién llegados eran niños de verdad. Unos gemelos de siete años, según resultó. El niño y la niña treparon con lentitud al tronco medio podrido como si estuvieran aterrados. Las manos temblorosas se aferraban a la corteza estriada, negra y aterciopelada. Pero Till les ofreció las manos, y con una seguridad tajante les sugirió que respiraran hondo.
—Somos vuestros hermanos y hermanas —les recordó más de una vez. Luego, cuando los pequeños sonrieron por fin, les preguntó—: ¿Sabéis algo de la nave?
El niño miró al cielo.
—Es muy antigua —dijo.
—No hay nada más antiguo —le confió Till.
—Y es enorme.
—Nada puede ser más grande. Sí.
Su hermana se tocaba el ombligo mientras esperaba sentirse un poco más valiente. Cuando Till la miró, ella levantó los ojos y les dijo a todos:
—Es de donde vinimos. La nave.
El público se rió de ella.
Till levantó una mano y se hizo el silencio.
Su hermano la corrigió con voz baja y fiera:
—Los capitanes vinieron de allí. Nosotros no.
Till asintió; esperaba.
—Pero nosotros vamos a ayudarlos —añadió el niño. El placer que le inspiraba ese destino era infinito—. Los ayudaremos a volver a la nave. Pronto.
Hubo un silencio prolongado y muy frío.
Till se permitió una sonrisa paciente y dio unos golpecitos a los dos en la cabeza. Luego miró a sus seguidores y preguntó:
—¿Tiene razón?
—No —rugieron ellos.
Los hermanos se estremecieron e intentaron desvanecerse.
Till se arrodilló entre ellos.
—Los capitanes son solo los capitanes —dijo con voz tranquila y firme—. Pero vosotros y yo, y todos los que estamos aquí… estamos construidos de la materia de este mundo, de su carne, su agua y su aire…, y de las almas antiguas de los constructores, también.
Washen llevaba un cuarto de siglo sin oír esa tontería y al oírla entonces no supo si reírse o explotar.
—Somos los constructores renacidos —aseguró Till a todos. Luego se puso en pie, cubrió con un gesto de cariño los hombros vencidos de los niños e insinuó el auténtico alcance de la rebelión—. Sea cual sea nuestro propósito, no es ayudar a los capitanes. Esa es la única verdad de la que estoy seguro.
Luego clavó los ojos en la selva ensombrecida.
—Los capitanes solo piensan que tienen bien sujeta la nave —exclamó—. Pero amigos, si os parece… ¡pensad en todas las maravillas que pueden ocurrir en un solo día!
Miocene se negó a creer nada de lo que le contaban.
—En primer lugar —le dijo a Washen y a sí misma—, conozco a mi hijo. Lo que has descrito es ridículo. Absurdo. Y con franqueza, estúpido. En segundo lugar, y según tu relato, este mitin incluía a más de la mitad de nuestros niños…
Diu la interrumpió.
—La mayor parte son adultos. Con hogares propios. —Luego añadió—: Señora. —Y enmarcó la palabra entre rápidos asentimientos.
Descendió un silencio airado. Luego Washen admitió:
—Lo he comprobado. Varias docenas de niños se escabulleron de las guarderías anoche…
—Y no estoy afirmando que no lo hicieran. Y estoy muy segura de que se escabulleron a alguna parte. —Luego, con una expresión arrogante, Miocene preguntó—: ¿Querréis escucharme los dos? ¿Tendréis conmigo esa consideración, por favor?
—Por supuesto, señora —dijo Diu.
—Sé lo que es posible. Sé con toda exactitud cómo se crió mi hijo y conozco su carácter, y a menos que podáis ofrecerme algún motivo creíble para esta fábula…, para esta mierda, creo que vamos a fingir que aquí no se ha dicho nada…
—¿Qué pasa con mis motivos? —preguntó Washen—. ¿Por qué iba a contar yo semejante historia?
Con una alegría escalofriante Miocene dijo:
—Codicia.
—¿Hacia quién?
—Créeme, lo entiendo. —Los ojos hoscos se estrecharon, destellos plateados en las esquinas—. Si Till está perturbado, tu hijo es el que más gana. Posición entre sus compañeros, como mínimo. Y con el tiempo, poder auténtico.