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Washen miró a Diu.

No habían mencionado el papel de Locke como informante y lo habían mantenido en secreto tanto tiempo como les fue posible por una maraña de razones, en su mayor parte egoístas.

Estaban dentro de la casa de la maestra adjunta, que solo disponía de una habitación. El lugar parecía pequeño y atestado, e inmersos en aquel aire nervioso casi no se podía respirar por el calor. Había un cierto desaliño a pesar de que Miocene mantenía todas las superficies tan limpias como era posible. Desaliño y un profundo hastío, y en las esquinas más oscuras, había un miedo vivo y frío. Washen casi podía ver el miedo que clavaba en ella sus ojos apagados y rojos.

No pudo evitarlo.

—Pregúntele a Till por los constructores —insistió—. Pregúntele lo que cree.

—No pienso hacerlo.

—¿Por qué no?

La mujer se tomó un momento para tirar en vano de las esporas con púas y las semillas aladas que estaban intentando echar raíces en su uniforme humedecido por el sudor. Luego, con una lógica cortante dijo:

—Si tu historia es mentira, dirá que es mentira. Y si es cierto y él miente, entonces se limitará a decir que no debería creerte.

—¿Pero y si lo admite?

—Entonces Till quiere que yo lo sepa. —Se quedó mirando a Washen como si fuera la peor de las tontas. Sus manos habían dejado de tirar de las semillas y su voz era colérica, sólida y muy fría—. Si confiesa, entonces quiere que yo lo averigüe, Washen. Querida. Y tú solo estás sirviendo de mensajera.

Washen cogió aliento y lo contuvo un momento.

Luego Miocene miró por la puerta abierta a la rotonda pública y añadió:

—Y no es esa una revelación que yo quiera que se imparta cuando a él le convenga.

Se habían producido avisos.

Se percibió un coro creciente de temblores. Las pequeñas tormentas de esporas les recordaron a los capitanes las ventiscas de mundos fríos. El vertido de media docena de manantiales calientes cambió de color: un azulado vivido y tóxico se extendió por los arroyos de la zona. Y un único árbol de Hazz se marchitó tras meter su bien ganada grasa y agua en lo más profundo del subsuelo.

Pero en lo que a advertencias se refería, estas eran pequeñas y los capitanes de mayor rango estaban demasiado distraídos para prestar atención.

Tres días de la nave más tarde, mientras el campamento dormía, una mano enorme levantó la tierra varios metros, luego se aburrió y la volvió a tirar. Los capitanes y los hijos salieron tropezando a las rotondas públicas. A los pocos momentos el cielo se asfixiaba bajo globos de oro y miles de millones de insectos voladores. La experiencia decía que en doce horas, quizá menos, la tierra se ampollaría, explotaría y moriría. Moviéndose como una borracha, Washen comenzó a atravesar las réplicas. Iba de una rotonda a otra hasta que por fin alcanzó cierta casita pulcra y gritó «¡Locke!» a la habitación vacía.

¿Dónde estaba?

Se movió por el borde de la rotonda y no encontró nada salvo casas vacías. Una figura alta salió de la diminuta casa de Till y preguntó:

—¿Has visto al mío?

Washen negó con la cabeza.

—¿Al mío?

Miocene dijo «no» y suspiró. Luego pasó a grandes zancadas al lado de Washen.

—¿Sabes dónde está? —gritó.

Diu se encontraba de pie en el centro de la rotonda.

—Ayúdame —le aseguró la maestra adjunta— y también ayudarás a tu hijo.

Con un asentimiento y una rápida inclinación, Diu aceptó.

Una decena de capitanes se metieron corriendo en la selva. Washen se había quedado atrás y se obligó a reunir las cosas esenciales de su hogar y a ayudar a otros padres preocupados. Llegaron nuevos terremotos en grupos de tres y cuatro. Las horas pasaron sumidas en un caos bien ensayado. La corteza que había bajo ellos había quedado hecha añicos, y las fisuras rompían las rotondas mientras un calor preocupante se filtraba hasta la superficie. Los globos de oro se habían desvanecido, sustituidos por nubes de polvo férreo y el hedor a grasa ennegrecida de la selva que ardía. Los capitanes y los niños más pequeños estaban en la rotonda principal, aguardando nerviosos. Se habían cargado los trineos y los carros de globos, pero el maestro adjunto de mayor rango, el anciano y atolondrado Daen, no quería dar la orden de partir. «Un minuto más», no hacía más que decirles. Luego ocultaba con cuidado su tosco reloj en el bolsillo más grande y se resistía a la necesidad de contemplar el giro incesante de sus diminutas agujas mecánicas.

Cuando Till salió al cielo abierto esbozaba una amplia sonrisa.

Washen sintió un alivio incoherente, atolondrado.

El alivio se derrumbó convertido en conmoción y terror. Alguien había abierto con un cuchillo la cavidad pectoral del joven. La primera herida ya se curaba, pero una segunda, más profunda, dibujaba una línea perpendicular a la primera. La carne rasgada y desecada luchaba por soldarse. Las costillas, espantosamente blancas, se encontraban a la vista de todos. Till no corría un peligro mortal, pero soportaba bien su agonía. Con un taimado quejido dio un tropezón y luego consiguió enderezarse durante un instante, antes de derrumbarse y estrellarse contra el hierro desnudo justo cuando su madre salía de la selva negra.

Miocene estaba ilesa, pero también atrapada; completa, desesperadamente atrapada.

Paralizada y asqueada, Washen contempló cómo la maestra adjunta se arrodillaba al lado de su hijo y le agarraba el espeso cabello castaño con una mano, mientras con la otra devolvía con cuidado la hoja ensangrentada a su vaina de acero.

¿Qué le había dicho Till en la selva?

¿Cómo había manipulado a su madre para provocarle esa cólera asesina?

Porque eso debió de ser lo que pasó. A medida que iba sucediéndose cada acontecimiento, Washen se dio cuenta de que aquello no era ningún accidente. Había un plan muy sofisticado que se remontaba al instante en el que Locke le había hablado de las reuniones secretas. Su hijo había prometido llevarla a ella y a Diu a una de esas reuniones. ¿Pero a quién se lo había prometido? A Till, era obvio. Till había reclutado a Locke para que se uniera al juego y se asegurara de que Miocene terminaba enterándose de las reuniones, su autoridad de repente cuestionada. Y era Till el que yacía en los brazos de su madre, y el que sabía con toda exactitud lo que iba a pasar después.

Miocene se quedó mirando a su hijo; buscaba algún rastro de disculpa, alguna vacilación en su valor. O quizá solo le estaba dando un momento para contemplar su propia mirada, despiadada y fría.

Luego lo soltó y agarró una gruesa cuña de hierro negro y sucio (los terremotos habían dejado la rotonda sembrada de ellas), y con furia silenciosa hizo rodar a Till hasta dejarlo boca abajo. Entonces le destrozó las vértebras del cuello y luego blandió el arma con más fuerza. La sangre y la piel desgarrada volaron, y la cabeza del joven estuvo a punto de separarse de su cuerpo paralizado.

Washen agarró de un brazo y tiró.

Los capitanes saltaron sobre Miocene y la separaron de su hijo.

—Soltadme —les exigió ella.

Unos cuantos se retiraron, pero no Washen.

Después, Miocene dejó caer el trozo de hierro ensangrentado y levantó las dos manos.

—Si queréis ayudarlo, ayudadlo —gritó—. Pero si es así, vuestro sitio no está con nosotros. Ese es mi decreto. ¡Por los poderes que me dan mi rango, mi cargo y mi humor!

Locke acababa de salir de la selva.

Fue el primero en llegar hasta Till, pero solo por un instante. Surgían niños de entre las sombras, listos ya para ser útiles, e incluso unos cuantos de los que no se habían desvanecido en un primer momento se unieron a ellos. En un abrir y cerrar de ojos, más de dos tercios de la descendencia de los capitanes se había reunido alrededor de la figura inerte e indefensa. Los rostros serios reflejaban una intensa preocupación y una gran resolución. Se encontró una camilla y pusieron cómodo a su líder. Alguien preguntó en qué dirección se irían los capitanes. Daen miró al cielo y contempló una sucia nube de humo que llegaba desde el oeste.