—Al sur —gritó—. Iremos al sur.
Luego, con unas pocas posesiones y sin comida, los niños rebeldes comenzaron a desfilar, marchando de forma ostensible hacia el norte. Diu se encontraba al lado de Washen.
—No podemos dejarlos marchar sin más —susurró él—. Alguien tiene que quedarse con ellos. Hablar con ellos, y escuchar. Y ayudarlos de algún modo… Washen miró a su amante con la boca abierta. «Yo iré», quería decir.
—No deberías, no —la interrumpió Diu antes de que pudiera decir nada—. Los ayudarías más quedándote cerca de Miocene. —Era obvio que había pensado mucho en aquel tema—. Tienes un rango. Aquí tienes autoridad —arguyó—. Y además, Miocene te escucha.
Cuando le convenía, quizá.
—Seguiré susurrándote al oído —le prometió Diu—. De algún modo.
Washen asintió. Una parte obstinada de su ser le recordaba que todo aquel dolor y rabia pasarían. Dentro de unos años o unas décadas, o quizá un efímero siglo, comenzaría a olvidar lo horrible que había sido aquel día.
Diu la besó y se abrazaron. Pero Washen se encontró mirando por encima del hombro de su amante. Locke era una silueta conocida en los márgenes de la selva. A esa distancia, entre las sombras entrelazadas, era incapaz de distinguir si su hijo la estaba mirando o si estaba de espaldas. En cualquier caso, Washen sonrió y pronunció en silencio «sé bueno». Luego cogió aliento.
—Ten cuidado —le dijo a Diu.
Después se volvió, se negaba a ver cómo se desvanecían ambos hombres entre la oscuridad y el humo creciente.
Miocene se quedó sola, prácticamente olvidada.
Mientras los capitanes y los niños leales se apresuraban juntos hacia el sur, rumbo al lugar seguro más cercano, la maestra adjunta permaneció clavada en el centro de la rotonda, hablando con una voz fina, árida y llorosa.
—Nos estamos acercando —declaró.
—¿A qué se refiere? —preguntó Washen.
—Más cerca —dijo de nuevo la otra. Luego levantó los ojos hacia el cielo brillante, alzó los brazos y sus manos intentaron coger la nada. Con una suave caricia, Washen intentó convencerla.
—Tenemos que apresurarnos —le advirtió—. Ya deberíamos habernos ido, señora.
Pero Miocene se puso de puntillas y levantó los brazos aún más, estiró los dedos y entrecerró los ojos mientras se le escapaba una carcajada baja y llena de dolor.
—Pero no lo bastante cerca —gimoteó—. No, no del todo. Todavía no. Todavía no.
16
Uno de los problemillas de una vida excesivamente larga es que hacer con la cabeza. ¿Cómo manejas, después de varios miles de años, esa caótica masa de hechos rememorados y recuerdos superfluos?
Solo entre los animales humanos, las diferentes culturas se decidieron por una amplia gama de soluciones. Algunas creían en eliminar con todo cuidado lo redundante y lo embarazoso, un procedimiento médico que con frecuencia se envolvía en una ceremonia considerable. Otros creían en purgas aplastantes de naturaleza más radical que abrazaban la noción de que una buena poda puede liberar cualquier alma. E incluso había unas cuantas sociedades bastante duras en las que la mente se dañaba de forma intencionada y profunda y, cuando se curaba, otra vez nacía una persona nueva en cierto modo.
Los capitanes no creían en ninguna de estas soluciones.
Lo mejor, para sus carreras y para el bienestar de sus pasajeros, era una mente cualificada y consistente, llena de detalles diminutos. «Nada se olvida» era su ideal imposible. Gobernar cualquier nave exigía el dominio de cada detalle y circunstancia, y nadie podía predecir el momento en que su probada mente tendría que sacar algún hecho vital pero oscuro de su escondite, y la capitana (si es que era una capitana) hacía su trabajo con la predecible competencia que todo el mundo tenía derecho a exigirle.
Miocene estaba olvidándose de cómo tenía que ser una capitana.
No de una forma grave ni inesperada. El tiempo y la intensidad de su nueva vida, como es natural, habían apartado los viejos recuerdos. Pero después de más de un siglo en Médula, comenzaba a sentir las erosiones de pequeños y apreciados talentos, y se encontró preocupándose por un posible retorno a su obligación. Se preguntaba si podría ocupar con facilidad su antiguo puesto.
¿Qué capitanes habían ganado por última vez el galardón de la maestra, y por qué?
Más allá de los cincuenta ganadores más recientes, ya no estaba segura.
¿Cuál era esa especie de medusa que vivía en las frías aguas de amoniaco del Mar Alfa? ¿Y la especie robótica que vivía en hornos especiales y que a temperatura ambiente se congelaba? Y esos programas informáticos apodados Poltergeists por su juvenil sentido del humor… ¿de dónde procedían en un principio?
Pequeños detalles pero, para millones de almas, totalmente vitales.
Había una población humana en los Cañones de Humo…, antitecnólogos que respondían al nombre de… ¿qué? ¿Y los fundó quién? ¿Y cómo es que aceptaron vivir dependiendo por completo de la máquina más grande jamás construida?
Se deberían haber hecho cinco ajustes de rumbo en los últimos ciento y pico años, todos programados con antelación, todos menores. Pero aunque el curso de la nave estaba proyectado con una precisión exquisita que se extendía hasta los próximos veinte milenios, Miocene solo conseguía recordar las más grandes de las aceleraciones.
Poco más que una pasajera bien informada, eso es lo que era.
Por supuesto que muchas cosas habrán cambiado antes de su regreso. Rangos y rostros, y honores, y quizá incluso el rumbo exacto de la nave, todo ello expuesto a eventualidades y simples detalles prácticos. Y todas las decisiones importantes, así como las más triviales, se estaban tomando sin el menor toque de Miocene.
O quizá no se estaba tomando ninguna decisión.
Había oído lo que se especulaba entre susurros. El Incidente había purgado la nave de todo tipo de vida y la había convertido de nuevo en una indigente. Eso explicaba la falta de una misión de rescate. La maestra, la tripulación y la miríada de pasajeros desiguales se habían evaporado en un instante terrible, y todos los apartamentos y grandes pasillos habían quedado estériles y puros. Y si había alguna especie local que era lo bastante valiente o lo bastante necia para subir hoy a bordo de la nave, con toda probabilidad les llevaría eones encontrar el camino para bajar a aquel horrible yermo.
¿Por qué era aquella una imagen tan atractiva?
Porque lo cierto es que a Miocene la atraía, sobre todo en sus momentos más negros.
Después de que Till y los otros rebeldes la abandonaran le pareció reconfortante esa posibilidad: la carnicería total. Miles de millones de muertos. ¿Y qué era su propia tragedia más que una pequeñez? Un triste detalle en la gran historia de la nave. Y dado que solo era un detalle, existía la esperanza creíble y embriagadora de que pudiera olvidar esas cosas tan horribles que su hijo le había dicho y que la habían obligado a desterrarlo, y con el tiempo dejaría de tener esos momentos envenenados, cuando su mente, tan atareada y atestada, se ponía de repente a pensar en él.
El diario de Miocene comenzó como un experimento, un ejercicio al que daba pocas esperanzas. Al llegar el arbitrario final de cada día, sentada sola en la oscuridad que creaban las contraventanas cerradas de su actual casa, llenaba la larga y compacta cola de un fasser con tinta fresca, y luego utilizaba la letra legible más pequeña que tenía para recoger los acontecimientos más importantes del día.