Aburrida con la espera le preguntó a su compañera:
—¿Qué es lo que te inquieta, querida?
—Estos niños —dijo Washen.
—¿Sí?
—Como si fueran los únicos.
—Te refieres a los rebeldes. —Miocene asintió, se echó a reír y se tomó su tiempo para terminarse el té. Después respondió a la capitana de primer grado—: Me limité a suponer que querrían permanecer aquí, donde son más felices. En Médula. Y que podríamos recluirlos aquí. Bien encerraditos.
Una nueva categoría se había colado sin esfuerzo en el recuento escrupuloso y exacto que hacía la maestra adjunta de ganancias y pérdidas. Estaban los nacidos, por supuesto, y los muertos. Y ahora, en números pequeños pero crecientes, estaban los desaparecidos.
Se suponía, con razón, que estas nuevas bajas se escabullían sin llevarse nada salvo provisiones y herramientas ligeras y adecuadas para una buena marcha. Si se podía dar crédito a los rumores y a la evidencia física, los rebeldes más cercanos estaban a mil kilómetros de distancia. Era un viaje abrumador para cualquier alma razonable, pero Miocene casi podía creer que los niños (los más susceptibles de desaparecer) podrían convencerse de que aquel era un reto encomiable, una empresa que con toda seguridad daría respuesta a alguna vaga necesidad o trivial ausencia en sus brevísimas vidas. Podía incluso imaginar sus razones. Aburrimiento. Curiosidad. Ideas políticas, aguadas o algo más sólidas. O quizás aquí, dentro del campamento unionista, no veían progreso para ellos. Eran personas lentas, perezosas o difíciles y quizá los rebeldes serían menos exigentes. Poco probable, pero eso era lo que los desaparecidos debían de decirse. Y allá se iban, solos y en pequeños grupos, contando con alegría con que la juventud y la buena fortuna les trajeran el premio que se merecían. Algunos murieron por el camino.
Solos, en valles temporales y sin nombre, se los tragaba el fluir del hierro o los cocía en un momento un estallido de gases abrasadores.
El primer impulso de Miocene había sido enviar equipos de rastreo, y luego castigar a los niños por su traición. Pero voces más caritativas, incluida la suya propia, le advirtieron que no tomara medidas tan duras. Los que importaban eran los que se quedaban, los que estaban dispuestos, los que de verdad tenían visión de futuro.
Cada noche, tras colocar los apuntes diarios en su sobre de amianto y luego en el baúl del mismo material, Miocene se premiaba con una pequeña felicitación. Otro día logrado, otro centímetro más cerca de su objetivo definitivo. Luego se sentaba en su pequeña cama, normalmente sola, y como con frecuencia se olvidaba de comer durante el azaroso día, se obligaba a tragar una rebanada de grasa muy especiada. Se forzaba a alimentar un cuerpo que ya pocas veces sentía hambre, pero que necesitaba calorías y descanso, y al menos era capaz de darle las primeras. Luego se echaba para pasar aquella noche imperfecta, casi siempre de espaldas, y a veces dormía, y soñaba, y otras veces se limitaba a quedarse mirando la oscuridad artificial, obligándose a permanecer inmóvil durante tres horas enteras mientras su mente trabajaba con una imprecisión distraída y planeaba el día siguiente, la semana siguiente, y luego los cinco mil años siguientes.
Los quinientos era el momento ideal para hacer algún gesto majestuoso.
Un año entero de conmemoración de sus vidas en Médula culminó con una celebración de una semana, y la celebración tuvo su cúspide en un suntuoso desfile alrededor de la Gran Rotonda de Ciudad Hazz. Asistieron la mitad de los unionistas del mundo. Desfilaron cuerpos pintados, amigos y familia con los brazos entrelazados, o bien aguardaron en el centro cubierto de tiendas de campaña de la Rotonda, o quizá contemplaron el desfile desde uno de los cincuenta edificios de madera y plástico que bordeaban el pulcro borde exterior de la zona pública. Había presentes cincuenta mil almas contentas y bien alimentadas y cada una de ellas levantó los ojos cuando Miocene subió al podio, miró el reloj que tenía en una mano al tiempo de levantar la otra, y luego bajó un largo y fino dedo como señal.
—Quinientos años —anunció con voz potente.
Magnificada y proyectada a través de voluminosos altavoces, su voz parecía resonar por toda la ciudad y el mundo.
Hubo una gran ovación desaliñada, ruidosa y honesta.
—Cinco siglos —repitió, su voz más alta que la de la multitud. Entonces Miocene preguntó a la nación—: ¿Dónde estamos ahora? Se murmuraron unos cuantos chistes. —¡Donde siempre estamos! —exclamó alguien.
Un fino reguero de risas se fue calmando hasta caer en un silencio respetuoso e impaciente.
—Estamos trepando —declaró la maestra adjunta—. No hacemos más que trepar, de forma incesante. En este momento, nos están elevando hacia el cielo al grácil y glorioso ritmo de un cuarto de metro al año. Estamos construyendo nuevas máquinas y nuevos ciudadanos, y a pesar de las privaciones que nos lanza este mundo a diario, estamos prosperando. Pero lo más importante, mil veces más importante, es que recordéis hacia qué estamos trepando. Este mundo nuestro no es más que un lugar pequeño. Es como una larva de alamartillo acurrucada dentro de su capullo, más grande e infinitamente más impresionante.
«Estamos en el centro de una nave estelar. Un gran navío, complejo e inmenso. Esta nave espacial atraviesa a toda velocidad un universo que jamás habéis visto. Del que casi no sabéis nada. Un universo de tal alcance y belleza que, cuando lo veáis, os prometo que no seréis capaces de contener las lágrimas.
Hizo una brevísima pausa.
—Lo prometo: todos vosotros veréis este gran universo.
»Para los dispuestos y leales, vuestra recompensa será inmensa y gloriosa, y no sufriréis más miedos ni carencias durante el resto de vuestras interminables vidas.
Se elevó una pequeña ovación que se derrumbó sola.
—Sé lo duro que puede ser —les dijo la maestra adjunta— creer en lugares y maravillas que ninguno de vosotros ha presenciado en persona. Es necesario un modo concreto de pensar. Una mente distinguida y soñadora. Hace falta valor y confianza, y yo estoy muy contenta con todos y cada uno de vosotros. Por vuestro trabajo. Por vuestra paciencia. Y por vuestro amor sin límites.
Floreció una ovación mayor y autocomplaciente y se dieron palmadas en las manos del vecino y en los vientres planos y húmedos, antes de que la multitud volviera a quedar poco a poco en silencio.
—Los viejos capitanes os damos las gracias. ¡Gracias!
Era una señal acordada de antemano. Los capitanes supervivientes estaban sentados detrás de Miocene según su rango. Como una sola persona se pusieron en pie, sus uniformes plateados reflejaron la luz y después de una inclinación colectiva volvieron a sentarse y se quedaron mirando con gesto resuelto la nuca de su líder.
—Vuestras vidas aquí no han hecho más que enriquecerse con el tiempo — observó la maestra adjunta—. Los viejos capitanes trajimos el conocimiento con nosotros, una pequeña muestra de lo que es posible. Podéis ver el impacto de ese conocimiento todos los días, por todas partes. Ahora podemos predecir las erupciones meses antes de que ocurran, y cultivamos las selvas de la zona con eficiencia. ¿Y quién nos iguala a la hora de construir máquinas nuevas y fantásticas? Pero esos no son los mayores dones que os hacemos a vosotros, nuestros hijos. Ni a nuestros nietos. A todos nuestros hermosos y cariñosos descendientes.
«Nuestros mayores regalos son la caridad y el honor.
»La caridad —repitió— y el honor.
La voz de Miocene se perdió a lo lejos, rebotó en las Altas Columnas y volvió de nuevo. Más baja ahora, y más amable. Esbozó una sonrisa pomposa.