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Cosa que era un error. A través de un nexo implantado, Washen llamó al jefe de los oficiales.

—Déjenlo caer —les aconsejó—. Ahora mismo.

Un rostro humano y blanco como el hielo hizo una mueca.

—Pero señora…

—Ahora —les exigió—. Déjenlo caer por sí solo.

La palabra de un capitán pesaba mucho más que la cautela de cualquier oficial. Además, el casco del taxi podía absorber maltratos mucho peores, y los dos lo sabían.

Con un profundo crujido, los tentáculos se apartaron.

Durante un instante, la aguja no pareció verse afectada. Luego, la gravedad de la nave (muy superior a la terráquea estándar) se hizo cargo y la bajó de un tirón hacia el punto de atraque que tenía reservado. El impacto fue discordante, pero lo amortiguaron el suelo de hiperfibra y una buena dosis de antirruido. Washen sintió el choque en los dedos de los pies y en las rodillas, y por un momento se permitió sonreír al imaginar la deliciosa sorpresa de los pasajeros.

—Tengo que rellenar un informe de accidentes —gruñó el rostro blanco.

—Desde luego —respondió ella—. Y yo aceptaré toda la culpa que pueda echarme. ¿De acuerdo?

—Gracias, capitán…

—No, gracias.

Washen se acercó con paso tranquilo al punto de atraque y al taxi, momento en el que se desvaneció su sonrisa y la sustituyó una gravedad histriónica muy apropiada para aquel trabajo.

Los pasajeros estaban desembarcando.

«Platijas», los habían llamado.

A primera vista los platijas parecían gruesas alfombras de lana transportadas sobre decenas de piernas fuertes y muy cortas. Procedían de un mundo superterráqueo y estaban acostumbrados a una gravedad cinco veces superior a la del puerto. Como muchas otras especies de mundos parecidos, exigían una atmósfera más cargada y rica que la que encontraban allí. Unos compresores implantados contribuían a facilitar su respiración rápida y superficial. Sus ojos grandes y sorprendentemente humanos estaban enraizados en un extremo del largo cuerpo, y miraban a Washen desde lo que, a falta de un término mejor, era la cabeza.

—Bienvenidos —anunció Washen.

Su traductor emitió un sonido bajo y retumbante.

—Os desprecio a todos y cada uno —bramó. Luego, siguiendo los consejos de los exopsicólogos, se inclinó y miró a los ojos a los recién llegados mientras les recordaba—: Aquí no tenéis ningún estatus. Ninguno. Una sola palabra mía y os aplastarán de la forma más horrible.

La cortesía humana no tenía espacio en aquella sociedad alienígena.

Los platijas (cuyo verdadero nombre era una serie de poéticos tictacs) equiparaban la amabilidad con la intimidad. Y la intimidad solo se concedía a los miembros de la familia, ya fueran carnales o políticos. Los exopsicólogos se mostraron inflexibles. Si Washen no podía intimidar a los platijas, estos se sentirían incómodos, de la misma forma que una humana se sentiría incómoda si se le acercara un desconocido, se refiriera a ella con un apodo cariñoso y luego le plantara un besazo con todas las babas.

—Esta es mi nave —dijo Washen a su público.

Había varios cientos de alienígenas al alcance de sus gritos, con las diminutas orejas alzadas, absorbiendo tanto su voz como el estruendoso retumbo de su traductor.

—Habéis pagado por mi paciencia, además de por un punto de atraque — siguió—. Habéis pagado con nuevas tecnologías que ya hemos recibido, dominado y mejorado.

Largos bigotes se acariciaron entre sí: los alienígenas conversaban por el tacto. Una vez más, la capitana se quedó mirando un par de ojos. De color azul cobalto, sumamente vivos.

—Mis reglas son muy sencillas, monstruito.

Los bigotes se quedaron de repente quietos. Su público contuvo el aliento colectivo.

—Mi nave es la nave —les explicó—. No le hace falta ningún otro nombre. Es extraordinaria y enorme, pero no infinita. Y tampoco está vacía. Cientos de especies comparten sus laberintos con vosotros. Y si no tratáis a vuestros compañeros con absoluto respeto, os desecharemos. Os desalojaremos. Os tiraremos por la borda y os olvidaremos.

Volvieron a respirar, más rápido que nunca.

¿Estaba siguiendo el juego demasiado bien?

Pero en lugar de contenerse, Washen mantuvo la presión.

—Hemos preparado para vosotros una cámara vacía. Tal y como nos rogasteis que hiciéramos. Sellada y presurizada. Con espacio de sobra y abundancia de vuestros asquerosos alimentos. En este nuevo hogar podéis hacer lo que os plazca. A menos que deseéis procrear, cosa que exige mi permiso. Y un nuevo pago. Dado que los hijos son pasajeros, su estatus es negociable. Y si tengo motivos, los tiraré en persona por la borda. ¿Está claro?

Su traductor hizo la pregunta y luego, con una voz suave y asexuada, ofreció una muestra de las respuestas de los alienígenas.

—Sí, señor capitán.

— Por supuesto, mi señor.

—¡Me asustáis, mi señor!

—¿Cuándo termina este espectáculo, madre? ¡Tengo hambre!

Washen sofocó una carcajada. Luego, después de respirar muy rápido también ella, admitió:

—Ha pasado una eternidad desde la última vez que eché a alguien de la nave.

Eran otros capitanes los que hacían las expulsiones. De modo muy humano, como es natural. Unos taxis u otras naves espaciales se llevaban a las especies molestas de vuelta a casa, o quizá, con más probabilidad, a oscuros mundos donde tenían probabilidades más que suficientes de sobrevivir.

—¡Pero no os equivoquéis! —rugió—. Adoro esta nave. Nací aquí y aquí moriré, y en el largo espacio de tiempo que haya entre medias haré todo lo que pueda para proteger sus antiguas salas y nobles piedras de todo y todos los que le muestren algo menos que un respeto absoluto. ¿Me entendéis, pequeños necios?

—Sí, su señoría.

—¡Su deidad!

—¿Pero es que no termina? ¡Tengo las lenguas entumecidas de hambre!

—Ya casi he terminado —respondió Washen a los alienígenas. Y luego, todavía más alto, añadió—: Pero os estaré vigilando. Desde este momento voy a planear sobre vosotros como la Noche Fantasma.

Eso provocó un respetuoso silencio.

La Noche Fantasma era un dios platija, cuyo nombre se traducía por un pequeño y áspero graznido que provocó un escalofrío hasta en la columna de Washen.

Con la altivez que da la práctica, la capitana se giró y se alejó.

La quintaesencia del capitán. Uno de los señores de la galaxia.

Y entonces, durante un intenso momento, Washen fue un monstruo mítico capaz de robar las almas de aquellos que se atrevieran a dormir.

Mucho tiempo atrás, Washen había llegado a esa edad en la que el pasado es demasiado grande para abarcarlo, cuando hasta la memoria más clara y eficiente tiene que desprenderse de pequeños detalles y siglos enteros, y hasta la infancia más querida ha quedado despojada de casi todo y no queda nada salvo una serie de recuerdos fragmentarios y unos cuantos momentos duros como el diamante que ninguna cantidad de tiempo, ni siquiera diez millones de años, pueden llegar a diluir.

A los primeros alienígenas de Washen los llamaron fénix.

Eso fue cuando la nave todavía estaba fuera de la Vía Láctea. Washen era más niña que otra cosa, y sus padres (unos ingenieros que habían subido a bordo de la primera nave espacial) formaban parte del aquel equipo grande y desdichado que diseñó un hábitat para los fénix.