—La caridad es lo siguiente —dijo—: por la autoridad que se me ha concedido, hoy y durante el próximo año completo queda vigente un perdón absoluto. Un perdón absoluto dirigido a cualquier persona que pertenezca a los campamentos rebeldes. Queremos incluiros en nuestros sueños. ¡Sí, a los rebeldes! Si me estáis escuchando, adelantaos. ¡Salid de los bosques! ¡Venid, uníos a nosotros y ayudadnos a seguir construyendo para el gran día que se acerca!
Una vez más los ecos rebotaron en las montañas cercanas.
Seguro que los rebeldes se ocultaban en esas colinas y contemplaban la gran celebración. O quizá estuvieran más cerca. Se rumoreaba que los espías entraban y salían con sigilo de las ciudades unionistas todos los días. Pero incluso cuando oyó el trueno de su propia voz, Miocene no creyó que ningún rebelde estuviera dispuesto a aceptar su caridad.
Pero solo un año después, mientras tecleaba en una máquina abultada y muy estúpida que pasaba por IA, la maestra adjunta pudo escribir: «Tres almas han vuelto con nosotros».
Dos eran unionistas de nacimiento, desesperados y disgustados con la dura existencia rebelde, mientras que la tercera conversa era una de las nietas de Till, lo que significaba que era una de las bisnietas de Miocene.
Por supuesto que la maestra adjunta le había dado la bienvenida a cada uno de ellos. Pero también se aseguró de que los tres recién llegados estuvieran siempre acompañados por amigos especiales, que sus conversaciones fueran grabadas y transcritas y que no se pusiera nada que tuviera algún mérito técnico, por trivial que fuera, a su alcance.
Cada noche, justo antes de su sueño insomne, Miocene tecleaba en la sencilla mente magnética de la máquina: «Odio este mundo».
«Pero», añadía con triste satisfacción, «lo cogeré por el corazón y apretaré hasta que ya no pueda latir más».
17
Una década después las Altas Columnas estaban a punto de morir.
Las pruebas sísmicas mostraban un océano de metal líquido que se elevaba bajo ellas, y los árboles de la virtud de la zona estaban convencidos de lo mismo. Una serie de temblores duros e intensos provocaron el pánico en las selvas y en el hierro negro y crudo, y dentro de Ciudad Hazz la gente arrancaba sus edificios más queridos de sus cimientos, y se preparaba para llevárselos de allí y abandonar la región de acuerdo con unos planes precisos y rigurosos.
Lo que los nietos hacían estaba mal. Sabían que era absurdo y peligroso, y esperaban sufrir un duro castigo. Sin embargo, la promesa de los incendios forestales y la devastación más absoluta (más carnicería de la que habían presenciado en todas sus cortas vidas) era una tentación demasiado grande para resistirse.
Una docena de jóvenes, los mejores amigos del mundo, tomaron prestados trajes de amianto, botas y brillantes tanques de oxígeno hechos de titanio pintado de azul, y se llevaron esos tesoros a los pies de las colinas en una serie de marchas secretas que realizaban a la hora de dormir. Luego, mientras los demás luchaban a brazo partido para llevar su ciudad natal a terreno más seguro, ellos se reunieron cerca de la rotonda principal para jurar que jamás revelarían lo que estaban a punto de hacer: cada uno se cortó uno de los dedos de los pies y los doce trozos ensangrentados fueron enterrados en una tumba diminuta y sin marcar.
No eran nietos de verdad. No de los capitanes, en cualquier caso. Pero los llamaban «nietos» por seguir la tradición. Chicas y chicos, entre la décima y la vigésima generación de unionistas, marchaban juntos hacia las Altas Columnas en una pulcra fila doble, enfrentándose a los primeros rastros de humo y vapor cáustico, y contando algún que otro chiste tradicional sobre los ancianos.
—¿Cuántos capitanes hacen falta para salir de Médula? —preguntó un chico.
—Ninguno —canturreó su novia—. ¡Nosotros hacemos todo el trabajo por ellos!
—¿Es muy grande esa nave en la que viajamos?
—Cada día se hace más grande —comentó otra chica—. ¡Al menos en la mente de los capitanes!
Todo el mundo se echó unas risas.
Luego preguntó otro chico:
—¿Qué es más feliz que nuestra líder?
—¡Un aladaga en el espetón de la cena! —gritaron varios de sus amigos al unísono.
—¿Y por qué? —inquirió el muchacho.
—¡Porque el bicho va a morir enseguida, mientras que nuestra líder no hace más que girar en el espetón y sentir las llamas!
El malhumor de Miocene era famoso. De hecho, era una de las cosas que más cariño inspiraba entre la mayor parte de los nietos. Al mirar a aquella mujer alta lo cierto es que veían la melancolía de sus ojos oscuros y sin edad, y era fácil creer lo desesperada que estaba por abandonar Médula y volver a aquel lugar tan maravilloso y peculiar llamado «la nave».
En Médula, una líder animada y optimista jamás podría inspirar a nadie. Nadie más podría merecer el apoyo y el trabajo incesante que los unionistas daban gratis y casi sin cuestión.
Al menos, en ese pequeño grupo eso era lo que opinaba todo el mundo.
A medida que continuaba la marcha, las risas iban creciendo y haciéndose más nerviosas. Después de todo, eran niños de ciudad. Conocían la selva bastante bien, pero ese distrito había permanecido tranquilo, tectónicamente hablando, la mayor parte de su vida. El chasquido del fuego y los torbellinos de ceniza negra eran nuevos para ellos. En secreto, cada una de las muchachas y muchachos comprendía que jamás habían imaginado un calor tan persistente y abrasador. A veces se quemaban una mano adrede y se consolaban como podían con la rápida curación de sus heridas. Por pasar demasiado cerca de una pequeña fumarola, la mitad se chamuscó el interior de la boca y se les cocieron los pulmones; entre toses tuvieron que apiñarse bajo un inmenso laurel y hacerle un tajo a la corteza para dejar que la savia fresca se escurriera y calmara sus dolores.
En secreto, todos ellos pensaron que morirían aquel día. Pero ninguno fue capaz de encontrar ese simple valor que les permitiría admitir lo que estaba pensando, y todos intentaron convencer a los demás para que se dieran prisa, mientras entrecerraban los ojos para mirar las nubes negras. Y mentían cuando exclamaban:
—Ya veo las montañas.
Cuando decían:
—Ya no queda mucho, creo.
Espero.
Utilizaron una baliza que les permitió buscar y encontrar los trajes contra el fuego y los tanques de aire. Sin esa sencilla precaución habrían pasado tropezando al lado del escondrijo sin verlo, pues los incendios ya habían transformado el paisaje.
Todo el mundo se vistió, ni uno de los trajes quedaba como debía. ¿Pero a quién le importaba que hubiera rotos en las costuras y que el brutal calor se colara en el interior con demasiada rapidez? Eran valientes y estaban completamente unidos en la empresa, y como si Médula estuviera intentando entretenerlos, allí cerca se abrió un respiradero repentino por el que un profundo penacho de metal fundido al rojo vivo elevó un dedo hacia el cielo abierto, bajo presión, lo bastante caliente para hacer parpadear el ojo desprotegido, un dedo que corrió como un río por el suelo del valle condenado.
—Más cerca —se gritaban los niños—. Acercaos.
No se molestaron con cuerdas de seguridad o salvavidas. Lo que importaba era acercarse a la costa, contemplar el hierro en llamas que corría ladera abajo, sentir su enorme e irresistible peso a través de los dedos sudorosos de los pies.
Como un monstruo vivo, así era.
Y como todos los buenos monstruos, poseía una belleza sorprendente y enigmática.
Con una elegancia inmensa el río fundía el suelo que tenía debajo. Antiguos troncos de árboles se evaporaban en su presencia. Trozos de hierro frío lanzados al río que se hundían allí donde había profundidad. Los bultos más grandes y los pedruscos de hierro se resistían a la corriente durante un instante o dos, pero luego se veían empujados arroyo abajo con un chirrido lastimero.