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Un muchacho se acercó por detrás a una chica embelesada (por quien estaba un poco colado) y con ambas manos le dio un pequeño y duro empujón.

Luego la agarró con fuerza.

La chica aulló y lo golpeó con los dos codos, luego intentó volverse. Pero embutida en aquel pesado traje que no se adaptaba a ella era torpe, le resbaló una bota y su cuerpo se desprendió del cariñoso apretón, tropezó de espaldas hacia el metal fundido hasta que se agarró al cinturón del muchacho y tiró de él con fuerza hacia ella.

Por un instante quedaron colgando en el aire incandescente.

Luego cayeron lenta y torpemente sobre el suelo más frío y se rieron el uno en los brazos del otro. El peligro del momento, sencillo y puro, los iba enamorando.

Mientras los demás niños jugaban al lado del río, ellos se escabulleron.

En una ladera quemada, con nada puesto salvo las botas de suela gruesa, hicieron el amor. Él se puso detrás de ella y la sujetó contra él por las caderas, y luego por los pechos duros y pequeños. No se atrevieron a sentarse, el suelo estaba demasiado caliente. Hubo momentos en los que se elevaron los gases y los encontraron, y ellos sorbieron el aire embotellado o contuvieron el aliento mientras sentían un rápido mareo que se convertía en un zumbido eléctrico cuando sus fisiologías se enfrentaban a la falta de oxígeno.

Con el tiempo, el juego perdió todo su embriagador encanto.

La necesidad los había abandonado. Empezaron a inquietarlos pequeños remordimientos. Para ocultar sus sentimientos hablaron sobre las cosas más grandiosas que podían imaginar. La chica se subió los pantalones de aislamiento mientras preguntaba:

—¿Dónde vas a vivir después?

Cuando ¡leguemos a la nave, quería decir.

—Al lado de ese gran mar —respondió el chico—. Donde vivían los primeros capitanes.

Era una respuesta muy común. Todo el mundo sabía lo de las grandes masas de agua, la ilusión de un cielo azul interminable suspendido por encima de su cabeza. Los capitanes más artísticos habían pintado algunos cuadros y, sin excepción, los nietos se asombraban ante la idea de que pudiera haber tanta agua y de que estuviera tan limpia y de que en su interior vivieran grandes criaturas como esas míticas ballenas, sepias y atunes.

La chica pasó una mano por el moño gordiano de su amante.

—Yo voy a vivir fuera de la nave —confesó.

—¿En otro mundo?

Ella negó con la cabeza.

—No. Me refiero al casco de la nave.

—¿Pero por qué?

No hablaba del todo en serio. Solo eran palabras, y diversión. Sin embargo sintió una sorprendente convicción en su propia voz cuando dijo:

—Hay gente que vive allí fuera. Rémoras, creo que se llaman.

—Nunca he oído hablar de ellos —admitió el chico.

Ella le explicó la cultura. Le contó que los rémoras vivían dentro de sofisticados trajes, que no comían ni bebían nada salvo lo que sus trajes y cuerpos producían. Mundos en sí mismos, eso eran. Y siempre que estaban en el casco de la nave, la mitad del universo quedaba por encima de su cabeza. Lo bastante cerca para alcanzarlo, bello hasta dejarte sin palabras.

Era una chica extraña, concluyó el muchacho. En cierto sentido, por detalles pequeños pero importantes, de repente ya no le gustó tanto. Se oyó decir «entiendo» sin comprender nada en realidad.

—Iré a visitarte allí. Alguna vez. ¿De acuerdo? —prometió entonces con una sinceridad forzada.

La chica sabía que le estaba mintiendo, y por alguna razón aquello resultó un alivio. Se quedaron mirando al horizonte en direcciones diferentes, luchando con el problema compartido de cómo alejarse de aquel incómodo lugar. Después de unos momentos, el chico carraspeó un poco.

—Veo algo.

—¿Qué?

—En el río de hierro. Ahí.

—¿Es uno de nosotros? —preguntó la chica horrorizada.

—No —comentó él—. Por lo menos no me parece.

La muchacha comenzó a vestirse otra vez, y se olvidó de dos costuras mientras luchaba por prepararse para el intento de rescate. ¿Cuándo se había comportado de una forma más tonta, acudir allí así, sin preparar, y haciendo precisamente aquello con un muchacho de lo más normal como ese?

—¿Dónde está? —exclamó.

Con el cuidado de un tirador, el joven señaló arroyo arriba y ella apoyó la cabeza en su largo brazo, entrecerró los ojos y miró a través de las nubes de los vapores que se elevaban; se encontró contemplando un bulto redondo y plateado, algo que tenía un aspecto muy extraño, inmune al calor, y que se mecía con calma en el río de hierro por el que bajaba.

—Eso no es uno de nosotros —dijo ella.

—Ya te dije que no lo era.

Luego el chico dijo algo más, pero ella no lo oyó. Se había colocado el casco y había salido a gatas de su escondite, embutida en el pesado traje contra el fuego que tan mal le quedaba. Luego corrió ladera abajo, gritando y agitando los brazos para llamar la atención de todos.

Tuvieron solo el tiempo suficiente para desenvolver un par de cuerdas de seguridad nuevas, hacer unas lazadas en los extremos, correr hacia donde el río de hierro más se estrechaba y arrojar las lazadas hacia el extraño objeto plateado.

Una cuerda se quedó corta, se enredó en un trozo de escoria recién nacida y se fundió. Pero la segunda cayó sobre la superficie plateada y la lazada se apretó alrededor de una especie de protuberancia parecida a un pulgar. Once de los niños sujetaron la cuerda y tiraron, chillando con fuerza al unísono. La segunda cuerda se estaba fundiendo en aquel alto horno abierto, pero el objeto estaba más cerca de la orilla, su vientre invisible rozaba el suelo medio fundido. Quedaron destruidos tres cabos más, muy costosos y casi irremplazables, antes de que pudieran arrastrar su premio para sacarlo del río, y si no hubiera sido por un remolino favorable, y porque el río abrió un canal nuevo por el norte, no habrían conseguido recuperar el objeto.

Pero ahora ya lo tenían, y eso era algo.

El premio resultó ser un poco más grande que una persona metida en una bola apretada, y era de una solidez compacta. Mover tanta masa resultó ser un trabajo duro, sobre todo porque todavía irradiaba el calor del hierro. Pero más tarde, después de varios kilómetros de práctica y de destrozar dos trineos improvisados, los nietos comprendieron que era mucho más fácil limitarse a hacer rodar el premio. Fuera lo que fuera el objeto, y podía ser casi cualquier cosa, el suelo frío de metal no parecía abollarlo, ni siquiera manchar su superficie espejada.

Estaban a medio camino de casa cuando los descubrieron. Apareció una figura solitaria en la pista principal, internándose con una carrera en la sombra de un árbol de la virtud. Luego se quedó inmóvil y contempló cómo se iban acercando.

A esa distancia resultaba obvio que era un capitán. Una mujer, ¿no? Lucía la ropa de una capitana y la mueca de desaprobación de una capitana, pero cuando vieron a quién pertenecía el rostro emitieron un suspiro colectivo de alivio.

—¡Hola, señora Washen! —exclamó una docena de voces.

Cualquier otra capitana les habría amargado la vida de forma inmediata. Pero no la inteligente y anciana Washen. Tenía fama de entender lo que era perfectamente obvio para cualquier nieto feliz, y parecía saber también cómo castigar sin acabar con esa felicidad.

—¿Os divertís? —inquirió.

Pues claro que sí. ¿Acaso no parecía que se estaban divirtiendo?

—No del todo —admitió la anciana señora. Contempló cada una de las caras y dijo con tono siniestro—: Cuento doce. —Luego suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Dónde está Bendición Gable? ¿Estaba con vosotros?