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—No —dijeron todos juntos con una mezcla de sorpresa y alivio. Luego, uno de los muchachos explicó—: Esa es demasiado mayor para flotar con nosotros.

La muchacha a la que le gustaban los rémoras se dio cuenta de lo que había pasado.

—Bendición ha desaparecido, ¿verdad?

La capitana asintió.

—¿Con los rebeldes, quizá? —Bendición era una chica callada, y si bien era demasiado mayor para ellos, tenía la edad perfecta para esas tonterías.

—Quizá nos haya dejado —admitió Washen con tono triste y resignado. Luego, sin una palabra más, pasó al lado de los nietos.

El premio se encontraba en el medio de la pista, brillante a pesar de las sombras del árbol.

—¿Ha visto lo que hemos encontrado? —preguntó alguien.

—No —dijo Washen. Era un chiste. Luego sus largos dedos juguetearon por la superficie todavía cálida; los ojos, ancianos y oscuros, se quedaron mirando su reflejo distorsionado.

—¿Sabe lo que es? —preguntó el muchacho que quería vivir al lado del mar.

Washen manoseó las protuberancias, y en lugar de responder, preguntó:

—¿Qué creéis vosotros que es?

—Un trozo del viejo puente. En el que bajaron. —El muchacho lo había pensado un poco y estaba muy orgulloso de su cuidadoso razonamiento—. Después de que bajara rodando, el hierro se tragó este trozo y lo conservó hasta ahora. Creo.

Varias voces más expresaron su acuerdo. ¿No era obvio?

La capitana no parecía pensarlo mismo. Miró a la chica de los rémoras y luego, con su voz tranquila, suave y alegre preguntó:

—¿Alguna otra suposición?

—¿Es hiperfibra? —inquirió alguien.

—No sé qué otra cosa podría ser —admitió Washen.

—Pero el puente quedó destruido con el Incidente —sugirió la chica de los rémoras—. En nuestros libros de historia dice que se puso marrón y débil por alguna razón, y que todos sus pequeños enlaces no hacen más que partirse. De alguna forma.

Washen le guiñó un ojo e hizo que la chica se sintiera importante y lista.

—Y no es solo hiperfibra —añadió la muchacha hablando ahora muy deprisa—. Porque esto es muy pesado y la hiperfibra no lo es. ¿Verdad?

Washen se encogió de hombros.

—Decidme cómo lo encontrasteis y dónde.

La chica lo intentó. Y su intención era ser del todo honesta, aunque no llegó a mencionar el sexo; la historia salió a toda velocidad de su boca, como si quisiera llevarse el mérito de todo.

Su antiguo amante protestó.

—Fui yo el primero en ver ese estúpido trasto —se quejó—. No tú.

—Buena vista —sugirió Washen—. El que la estuviera usando.

La chica se mordió la lengua, aquella estúpida y descuidada lengua.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Washen.

—Un trozo del cielo —dijo el muchacho—. Algo así, bueno.

—Salvo que es más brillante —sugirió otro muchacho.

—Y desigual —comentó otra chica.

Con el sabor salado de la sangre en la boca, la muchacha de los rémoras observó:

—Es un especie de versión diminuta de la Gran Nave. Esas protuberancias son las toberas de los cohetes, ¿veis? Salvo que en realidad no son lo bastante grandes. No como las toberas de los cuadros.

—Pero hay un parecido —reconoció Washen. Luego se levantó y se limpió la mano en la pernera del uniforme, y tras mirar las formas condenadas de las Altas Columnas, dijo:

—La verdad —su voz estaba llena de dulzura—, no sé lo que es esto.

18

Durante los siguientes ciento ocho años, el artefacto permaneció almacenado, envuelto en una manta de corteza de lana de color morado y metido dentro de una cámara acorazada de acero diseñada para contener el artefacto y nada más. A Aasleen y sus ingenieros les encargaron la parte divertida: que adivinaran sus secretos; pero tenía que haber presente al menos un maestro adjunto siempre que se emprendieran los estudios, y si había que mover el artefacto, como ocurrió durante dos ciclos eruptivos, un maestro adjunto, así como un pelotón de guardias escogidos y de absoluta confianza, acompañaban a la reliquia. Por educación se procuraba que no se viera ningún arma, pero era obvio y palpable un ambiente de sospecha.

Por muchas razones se bautizó ese siglo con el nombre de El Florecimiento.

Por fin había suficientes nietos maduros, preparados e inspirados, para que fuera posible algo parecido a una nación industrializada. Se construyó una buena red de carreteras llanas entre las ciudades y los pueblos más grandes, una malla que se reconstruía después de cada erupción. Más importantes fueron los rudimentarios transmisores de señales por dispersión que se colgaron en lo más alto de montañas y mástiles de acero, una red que permitió que cualquiera hablara con quien quisiera dentro de una zona de mil kilómetros. Unas desgarbadas perforadoras de carburo carcomieron la corteza hasta llegar al hierro fundido, y luego se erigieron unas plantas geotérmicas de lo más simple que proporcionaron lo que parecía una abundancia de energía a laboratorios, fábricas y unos hogares cada vez más lujosos. La vida en Médula siguió siendo un asunto duro y rudimentario, pero no era eso lo que los capitanes decían en público. Delante de los nietos dedicaban todas las alabanzas imaginables a los nuevos aseos de biogás, a las carnes de insectos cultivadas y a las aeronaves de ala fija que podían, si los bendecía el buen tiempo, arrastrarse hasta los fríos límites superiores de la atmósfera. No intentaban engañar tanto como alentar. Y lo cierto es que eran ellos los que necesitaban la mayor parte de ese aliento. La vida allí quizá no igualara los serenos placeres encontrados dentro de la nave, pero para un jovenzuelo de apenas cinco siglos, era obvio que su mundo se había ido haciendo mucho más cómodo a lo largo de su vida, y también más predecible, y si se hubiera enterado de la verdadera desilusión de los capitanes no habría sentido más que una confusión compasiva e incluso algo temerosa.

El Florecimiento culminó con la construcción de un láser, tosco pero potente, diseñado a partir de los recuerdos de Aasleen y adaptado a los recursos locales, a lo que luego contribuyeron las incontables ideas geniales de su personal, y otras improvisaciones.

Cientos asistieron al primer disparo pleno del láser.

El artefacto era el objetivo. Era de suponer que la concha de hiperfibra era antigua, pero tenía que ser de un grado de calidad superior. Abrir un agujero de la anchura de un cabello en la concha significaba un apagón forzoso; la energía producida por más de cincuenta plantas geotérmicas se debía introducir directamente en el laboratorio más reciente de Aasleen, una sala larga y estrecha construida para ese preciso momento: una serie de pulsaciones de microsegundos lanzadas con lo que parecía el rugido de un monstruo, cosa que contribuyó a la espectacularidad del momento, además de poner de punta los nervios de más de uno.

Miocene se había sentado en la sala de control, con las manos apretadas y formando un bulto tenso.

—¡Alto! —oyó que ladraba Aasleen. Por fin.

Guardaron el láser. Luego se insertó un cable óptico en el agujero recién hecho; la ingeniera se asomó al interior y no dijo nada, se olvidó de su público hasta que Miocene preguntó:

—¿Hay algo?

—Cámara —informó Aasleen.

¿Quería que se volviera a colocar el artefacto en su cámara acorazada?

Pero antes de que alguien pudiera preguntarle, la ingeniera añadió:

—Se parece mucho a una memoria portátil. No hecha por manos humanas, pero tampoco tan extraña.