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Miocene se acercó a Washen, y junto con los demás maestros adjuntos se reunió con sus invitados.

—De acuerdo —anunció Miocene a regañadientes.

Por un momento Locke esbozó una amplia sonrisa. Luego, tranquilo y cortés, dijo:

—Gracias, señora.

Al contrario que su padre, Locke no se había afeitado la cabeza; llevaba el cabello dorado largo y trenzado con sencillez. En un mundo sin ganado ni caballos, los rebeldes utilizaban sus propios cuerpos como recurso, para trabajar y para conseguir materias primas. El cinturón de su hijo era un corte de viejo cabello bien trenzado. El calzón estaba hecho de un cuero fino y suave manchado de blanco por las sales del sudor. Un cuchillo y una pistola de pedernal se asentaban sobre sus caderas, y ambos mangos tenían la blancura del hueso más preciado, tallado con todo cuidado a partir de los huesos de alguna pierna perdida, rogaba ella, en un accidente violento.

Una vez más Locke dijo:

—Gracias, señora.

La maestra adjunta abrió la boca con una pregunta a la espera de ser planteada, pero entonces cambió de opinión. Había decidido no mencionar a su propio hijo, ni siquiera de pasada.

Washen la conocía muy bien.

Siglos viviendo cerca de esa mujer la habían convertido en alguien fácil de leer. Y, como siempre, Washen sintió una mezcla de piedad por la madre y desprecio por la líder cegada por el poder. ¿O era desprecio por la madre y piedad por la pobre líder?

Miocene se ofreció a apretar la mano de Locke y dar fin así a las negociaciones. Pero había algo en la mano del joven. Tenía forma de disco y estaba muy bien envuelto dentro de un alamartillo verde y doblado.

Se lo entregó a Miocene.

—Un regalo —dijo—. Mírelo.

La maestra adjunta desenvolvió con cautela el ala y se quedó mirando el presente. Un disco de azufre amarillo puro yacía en la palma de su mano. Como tantos otros elementos ligeros de Médula, el sulfuro escaseaba. Solo verlo fue suficiente para hacer que Miocene parpadeara y levantara la vista sorprendida.

—¿Qué nos daríais por una tonelada de esto? —preguntó Locke. Luego, antes de que ella pudiera contestar, añadió—: Queremos un láser como el vuestro. Igual de potente y con suficientes piezas de repuesto.

—No hay ningún otro —respondió la mujer al instante.

—Pero estáis construyendo tres más. —El joven asintió con un gesto de autoridad incontestable y luego añadió—: Queremos el primero de los tres. Que debería estar listo el año que viene, si no nos equivocamos.

—No os equivocáis —respondió Washen, porque no tenía sentido mentir.

Miocene se limitó a mirar la torta de sulfuro. Era probable que contase las industrias que suplicarían que les dieran aunque fuera la muestra más pequeña.

Otro de los maestros adjuntos, el nervioso y preocupado Daen, había arrugado la cara de pura indignación, y preguntaba a sus invitados:

—¿Pero para qué necesitáis esa clase de láser?

Diu se echó a reír y una mano rápida le limpió el sudor oleaginoso de la cabeza. Luego hizo la pregunta más obvia:

—Si vuestro pequeño grupo, sentado en este diminuto trozo del planeta, puede encontrar una cámara por casualidad, ¿sobre cuántas más crees que podríamos estar sentados?

19

Los capitanes y sus hijos favoritos comenzaron a registrar el terreno en busca de cámaras. Se vigiló cada respiradero y fisura, primero con voluntarios, luego con cámaras automatizadas. Dentro de su territorio y a veces más allá, equipos escogidos inspeccionaban trechos de hierro frío con la última generación de sismógrafos, sondas sónicas y, con el tiempo, haces de neutrones; cada mecanismo iba haciendo la corteza un poco más transparente, más conocida y predecible. Una búsqueda de cámaras casi siempre vana, pero que brindaba abundancia de información sobre depósitos de minerales y predicciones de terremotos.

Muy de vez en cuando se enviaba uno de esos equipos de búsqueda al interior de las tierras rebeldes. Los voluntarios iban armados, pero por regla general sin alardes. Solían tropezarse con una aldea llena de adultos y niños pequeños que chapurreaban un dialecto del terráqueo de la nave y que afirmaban que jamás habían visto unionistas. Las aldeas eran espartanas, descuidadas en su distribución, pero básicamente limpias. Sus habitantes estaban sanos y eran felices y, por lo general, mostraban una absoluta falta de curiosidad sobre la vida en las ciudades que comenzaban a prosperar.

Los unionistas parloteaban con alegría sobre sus últimas maravillas tecnológicas y sobre todas las comodidades que se iban añadiendo a su vida diaria. Los rebeldes parecían escuchar, pero muy pocas veces hacían preguntas, aunque fuera de las más sencillas, y tampoco ofrecían jamás un solo elogio, por sesgado que fuese.

Los desahucios eran inevitables, aunque solían realizarse con toda cortesía.

Un jefe local, presidente o sacerdote (su rango exacto era vago) apartaba a un lado un plato de pastel de ácaros medio comido o un cuenco de gusanos del acero crudos. Luego se levantaba con cierta majestuosidad y recordaba a sus invitados:

—Aquí sois, en primer lugar, nuestros invitados.

Los unionistas asentían, apartaban su áspera comida y esperaban.

—Nuestros invitados aquí —repetía el patrón y luego otra vez, a veces con las mismas palabras—. «Aquí» —les decía el jefe— significa el centro del universo. Que es Médula. «Nuestros» implica la discreción siempre debida a los propietarios legítimos. Los «invitados» son siempre temporales. No permanentes. Y cuando los constructores lo deseen, no tendremos más alternativa que excluiros del centro del universo.

Las palabras siempre se pronunciaban con una sonrisa.

Luego, con un tono grave lleno de sencillez, el jefe añadía:

—Cuando os sentáis con nosotros, hacéis desgraciados a los constructores. Podemos oír su ira. En nuestros sueños y detrás de nuestros ojos, la oímos. Y por vosotros pensamos que deberíais volver a vuestras dependencias de invitados. Ahora.

Hablaban de las ciudades unionistas.

Si los invitados se negaban a irse se producía una serie de pequeños robos. Los costosos sensores y los generadores de campos se evaporaban de forma misteriosa, y si con eso no cambiaban de opinión, lo que se evaporaba entonces de sus escondites eran las cajas de munición, cada una de ellas repleta de las últimas pistolas y granadas.

Solo una vez Miocene ordenó a un equipo que no se retirara. Pidió voluntarios y luego preguntó:

—¿De qué son capaces los rebeldes? —Hablaba para sí y también para ellos—. Que lo roben todo —ordenó—. Todo salvo vuestras vidas. Eso es lo que quiero.

Se trasladó el equipo por aire hasta el escenario de una erupción situado a dos mil kilómetros de la capital, y después de unas cuantas transmisiones codificadas retransmitidas a través de zánganos de altitud no se volvió a saber nada más de ellos. Pasaron seis años y Diu llevó un grupo de rebeldes a un asentamiento de la frontera. Trajo al equipo desaparecido con él. De pie, descalzo y casi desnudo, en una calle pavimentada con acero nuevo, dijo:

—Esto no debería haber pasado. No había necesidad. Decidle a esa puta de Miocene que, si quiere jugar, juegue con su propia e importante vida.

Una docena de cuerpos yacía sobre una docena de trineos, desatados y de espaldas, y vivos solo en el sentido más ínfimo. Les habían sujetado los párpados abiertos para dejar que la luz del cielo los cegara. Unos ganchos de púas mantenían las bocas abiertas y permitían que la luz cociera lenguas y encías. El hambre y una falta total de agua les había encogido el cuerpo hasta una tercera parte de su tamaño original. Pero lo peor de todo era el modo en que a cada prisionero le habían roto el cuello. Tres veces al día, sin excepción, un rebelde joven y fuerte aplastaba las vértebras y la espina dorsal, manteniéndose así siempre por delante de los lentos mecanismos de curación y dejando a sus invitados indefensos, inertes y despojados de su dignidad, exactamente igual que en otro tiempo Miocene había tratado a su hijo.