El camino de la selva culminaba en una amplia meseta recién nacida y luego se desvanecía. Una lluvia cálida y fuerte caía sobre el espacio abierto y se recogía en pequeñas cuencas y estanques donde crecían unas algas negras como sedosas mantas. Un año más, y todo aquello sería una selva joven y vigorosa. ¿Pero qué especies dominarían? Mil seiscientos años de investigación le proporcionaban a Washen los conocimientos suficientes para admitir que no sabía cómo se desarrollaría la evolución. Ni en ese suelo ni en ningún otro. Las composiciones químicas variaban de respiradero a respiradero, incluso dentro de un solo flujo. Las lluvias eran habituales, pero no fiables. Pequeñas sequías y fuertes inundaciones podían cambiar las condiciones iniciales. Y además estaba la pura aleatoriedad creativa de las esporas, semillas y óvulos que llegarían allí. Un viento fortuito podía traer una flotilla de globos de oro que podría conducir, o no, al surgimiento de un altivo bosque de árboles de la virtud puros. O bien el voluble viento se llevaría los globos a otra parte. A una selva ya establecida, y a su muerte, con toda probabilidad, porque allí esperaban bocas hambrientas en abundancia. Había al menos cien especies nativas a las que les encantaba masticar el recubrimiento dorado e incorporar el metal a sus propios y elaborados caparazones, y mostrar al mundo y a sus potenciales parejas tanto una gran belleza como una fuerza de lo más vistoso.
Las condiciones iniciales eran vitales. Eran esenciales en la ecología de la selva, y también en la ecología humana.
¿Y si Miocene fuera mejor progenitura? ¿Más paciente y cariñosa, y solo un poco más compasiva? Si ella y Till hubieran estado más unidos y hubieran resuelto sus diferencias de un modo privado y civilizado, la historia de Médula desde luego habría sido mucho más tranquila. Y si hubiera sido peor madre, habría asesinado a su hijo. Luego, impulsados por la indignación de los otros capitanes, habrían expulsado a Miocene y habrían nombrado líder a otro maestro adjunto. A Daen, quizá. O lo que era más probable, a Twist. Lo que habría cambiado de un modo radical la evolución de aquella civilización improvisada.
El peso de la inteligencia: siempre es posible imaginar todos esos lugares maravillosos a los que nunca se podrá pertenecer.
La joven meseta daba paso a un cono volcánico más joven todavía, y que ahora dormía. El hierro sucio y el níquel se habían congelado y convertido en un escorial de aspecto tosco. A medida que la máquina reptaba por la ladera desnuda, las lluvias amainaron y algo empujó hacia delante las nubes, permitiendo así que Washen mirase por encima del hombro y contemplara el rostro hinchado del mundo.
La luz del cielo era más tenue que nunca.
A medida que los contrafuertes se debilitaban, la luz ambiental iba disminuyendo en proporción. Todavía era brillante, pero no con esa luminosidad que cortaba como un cuchillo. Las temperaturas seguían esa misma curva descendente y lisa. La gravedad se debilitaba al tiempo que el mundo se expandía y cambiaba de forma sutil la arquitectura de plantas, montañas y las edificaciones más grandes e importantes. La atmósfera se enfriaba y silenciaba, pero no se profundizaba, ya que se estaba extendiendo por una superficie cada vez más amplia. Del mismo modo, la cantidad de agua era finita. Las lavas metálicas estaban resecas y apenas regurgitaban nada salvo tierras enrarecidas y metales pesados. Caía menos lluvia y los ríos eran más pequeños, y si estas tendencias continuaban con cierta rapidez, tenían ante sí la promesa de largas y duras sequías.
Cerca del horizonte, demasiado pequeño para que se pudiera contemplar a simple vista, se hallaba el único defecto de aquel cielo. El campamento base original todavía se aferraba a la hiperfibra plateada, sus modernos edificios y diamantinas pasarelas todavía vacías y solas. Y dentro de treinta y cuatro siglos más el campamento permanecería igual de vacío, pero se asomaría a un mundo radicalmente diferente. La luz de los contrafuertes habría disminuido hasta quedar en nada y revelaría un encantador centelleo parecido al de las estrellas, que indicaría la ubicación de ciudades y carriles bien iluminados.
Ese era el instante en el que una persona podría escapar. Y al pensar en eso, Washen echó un nuevo vistazo a la cámara y sintió un dolor frío y desconcertante.
—No sabemos si es verdad —murmuró para sí.
Miocene la miró, a punto de preguntar: «¿qué has dicho?».
Pero la maestra adjunta se lo pensó mejor y colocó con gesto protector las dos manos en aquella bola de cerámica lisa de un color gris blanquecino; las manos y el cuerpo inclinado transmitían un extraño cariño por aquel terrible artefacto.
Un río de hierro que no salía en los mapas significaba un prolongado desvío.
Iban con una hora de retraso cuando llegaron al claro señalado. Tres de la mañana, hora de la nave según el reloj de plata de Washen.
El claro comenzaba como una planicie de lava, pero cuando su corazón fundido se retiraba bajo el suelo, el campo plano se derrumbaba convertido en un anfiteatro natural. Una gran losa plana era el escenario y el hierro negro se elevaba por todos lados en descomunales escaleras. El juego sin sombras de la luz y el ángulo de las laderas hacía que todo pareciera más cerca de lo que estaba. Tal y como le habían ordenado, Washen aparcó en medio del escenario. Las dos capitanas treparon hasta quedar a la vista de todos. Con dos de sus miembros unidos, el andador bajó con todo cuidado la cámara al hierro. Entonces aparecieron los primeros rebeldes, simples puntos contra la negrura. Incluso trotando a una velocidad bastante respetable les llevó una eternidad bajar por la larga ladera. Además de los calzones, cada uno de ellos lucía una máscara ornamental hecha de cuero suave estirado sobre un armazón de hueso tallado. Cuero hecho con su propia piel; hueso arrancado de sus propios y perdurables cuerpos. Cada una de las máscaras estaba pintada con sangre y orina. Cada una de ellas mostraba el mismo rostro salvaje, casi fluido. Como electricidad con ojos, pero sin boca. El rostro de un constructor, recordó Washen. Cómo habían llegado a esa imaginería era algo que ella no sabía. Diu afirmaba que Till era presa de visiones. El líder de los rebeldes estaba convencido de que los constructores lo visitaban y de que, de alguna forma, ellos eran sus únicos amigos de verdad.
Cuando se acercaron los primeros rebeldes, redujeron la marcha hasta adoptar un paso digno y se levantaron las máscaras, que se colocaron sobre la cabeza.
Habían pasado casi quince siglos desde la última vez que Washen había visto a Till. Sin embargo, lo conoció de inmediato. Lo conoció por los dibujos y por los nítidos recuerdos de una capitana. Pero también reconoció a su madre en su rostro y en su zancada medida e altanera.
Era una versión más pequeña y bonita de Miocene.
El resto del grupo, los mejores sacerdotes, diplomáticos y miembros del consejo, lo seguían a una distancia respetuosa. Tenían los ojos clavados en el premio. Washen había conectado un cordón umbilical a la cámara y el generador del andador lo alimentaba. Un zumbido vivo y regular surgía del interior e infundía el aire de una insinuación palpable de posibilidades.
Till era el único que no había clavado los ojos en el premio. El contemplaba a Miocene. La cautela se mezclaba con otras emociones menos legibles. Durante un instante abrió la boca. Luego tomó una rápida bocanada de aire y se volvió hacia Washen.
—¿Me permiten examinar el mecanismo? —preguntó.
—Por favor —le dijo ella, incluyéndolos a todos.
Locke era el que más cerca se encontraba de Till. Señal de su alto rango, quizá, y como siempre, eso provocó en Washen un orgullo inesperado.
—¿Cómo has estado, madre? —inquirió él. Siempre educado, jamás cálido.
—Bastante bien —admitió ella—. ¿Y cómo estás tú?