Los ojos de Miocene traicionaron la cólera que sentía.
Till hizo caso omiso de ella de forma ostensible y le gritó al público:
—Estamos aquí porque los constructores llamaron a los capitanes. Atrajeron a los capitanes a este gran lugar y luego los hicieron quedarse, ¡ y les dieron el gran honor de darnos a luz a nosotros!
—Eso es una locura —gruñó la maestra adjunta.
Washen examinó la multitud en busca de Diu. Una y otra vez reconocía sus rasgos en el rostro o los ojos de un rebelde, o su nerviosa energía. Pero no al hombre en sí. Y necesitaban a Diu. Era un intermediario con un conocimiento íntimo de ambas culturas, podía ayudarlos a todos. ¿Por qué no se le había invitado a aquel encuentro?
Un miedo frío atrapó a Washen por la garganta.
—Sé de dónde sacaste todas esas tonterías —dijo Miocene y luego dio un largo paso hacia Till. Sus manos vacías se elevaron en el aire—. Es obvio. Eras un muchacho y te tropezaste con una cámara en funcionamiento. ¿No es cierto? La cámara te mostró a los inhóspitos y tú te montaste una historia ridícula, esas bobadas sobre el renacimiento de los constructores. Y qué conveniente, tú en el centro de todo…
De un modo burlón, casi compasivo, Till le dedicó una amplia sonrisa a su madre.
Miocene levantó las manos todavía más y dibujó un círculo lento. Una cólera majestuosa la ayudaba a gritar.
—¡Oídme! ¡Todo eso es mentira!
Silencio.
Entonces Till sacudió la cabeza.
—No encontré ninguna cámara ni artefacto —aseguró a todo el mundo. Hizo su propio giro—. Estaba solo en la selva. Solo, y el espíritu de un constructor vino a mí. Me contó lo de la nave y los inhóspitos. Me mostró todo lo que contiene esta cámara, y más. Luego me hizo una promesa: cuando este largo día termine, como debe, yo sabré cuál es mi destino, ¡y vuestros destinos también!
Su voz se perdió en el cautivado silencio de los demás.
Locke desconectó el cordón umbilical de la cámara y tras mirar a Washen, con su tono habitual, llano y práctico, le dijo:
—Traeremos el pago habitual a Río Acaecido. Miocene rugió.
—¿Qué quieres decir? ¿El pago habitual? ¡Pero si es el mejor artefacto hasta ahora!
Los rebeldes la contemplaron con un desprecio apenas contenido.
—Este funciona. Recuerda. —La maestra adjunta apuñalaba el aire recordándoselo a todos—. ¡Las otras cámaras no eran más que curiosidades vacías!
—Exacto —dijo Till.
Luego, como si fuera indigno de su líder explicar lo obvio, Locke dio un paso adelante.
—Las cámaras suelen ser tumbas —informó—. Albergan las almas de los constructores. Y las que nos vendisteis estaban vacías porque sus almas han encontrado mejores lugares en los que residir.
La máscara de sangre y orina lo ocultó todo de nuevo, salvo los ojos brillantes.
Los rebeldes repitieron el movimiento como una gran oleada que alcanzó la parte superior del anfiteatro. Y Washen tuvo que preguntarse si este elaborado encuentro, con todo su boato e intensas emociones, estaba pensado no para cien mil almas devotas, sino para dos capitanas más ancianas y obstinadas.
Con el rostro oscurecido, Locke se acercó a su madre.
Una premonición hizo que a esta se le secara la boca.
—¿Dónde está? —inquirió.
Los ojos de su hijo cambiaron. Se suavizaron, se dulcificaron.
—Su alma está en otro lugar —respondió, como bien debía hacer un rebelde. Luego señaló el duro suelo de hierro. —¿En otro lugar?
—Hace ocho años. —Había tristeza en su cuerpo y en su voz—. Hubo una potente erupción, se lo llevó.
Washen no podía hablar ni moverse. Una mano cálida la sujetó por el codo.
—¿Te encuentras bien, madre? —le preguntó una voz cariñosa.
Ella cogió aliento y dijo la verdad.
—No, no estoy bien. Mi hijo es un extraño, mi amante está muerto, ¿cómo coño se supone que debería sentirme?
Le apartó la mano con gesto brusco y luego se giró.
Miocene, la fría e intocable maestra adjunta, cayó de rodillas sobre el hierro duro con las manos apretadas ante su rostro sollozante. Su prometedora misión terminaba así. Con Miocene rogando.
—Till —dijo con un tono de sincera angustia—. Lo siento tanto, cariño… Me equivoqué al pegarte así. Ojalá intentaras perdonarme… ¡Por favor!
Su hijo asintió por un momento sin decir nada.
Luego, cuando se volvió, al prepararse para irse, Miocene utilizó su último ruego: —Pero es cierto que adoro la nave —le dijo a él. Y a todos—. Os equivocasteis entonces y os equivocáis ahora. ¡Quiero y cuido a la nave más de lo que vosotros lo haríais jamás! ¡Y siempre la amaré más de lo que te amo a ti, bastardo desagradecido!
21
Un cuadro de capitanes y arquitectos excepcionales había diseñado el Gran Templo y durante mil años los mejores artesanos habían trabajado en él, mientras que todos los unionistas adultos habían donado su tiempo y sus manos voluntariosas a la construcción. Incluso a medio terminar, el Templo era una estructura bellísima. Se habían colocado en un círculo perfecto seis cúpulas recubiertas de oro. Unos elegantes arcos parabólicos de acero tintado componían puentes sobre las cúpulas, elevándose cada vez más sobre los lomos del anterior. La torre central era la estructura más alta de Médula, y la más profunda. Sus cimientos se adentraban ya un kilómetro entero en el hierro frío, y el sótano era un embalse de agua pura en el que algún que otro neutrino colisionaba con un núcleo bien dispuesto. La explosión resultante producía un precioso cono de luz que demostraba a los sacerdotes y a los niños lo que todos los unionistas tenían que aceptar sin rechistar: Médula era una pequeña parte de una creación mucho más grande, una creación invisible para el ojo humano, pero no para la mente del creyente.
El desertor rebelde había pedido que lo llevaran al templo, una petición de lo más normal.
Pero la maestra adjunta había revisado los informes de campo, así como las transcripciones de los dos interrogatorios oficiales, y la única certeza era que aquello era lo único normal en esta deserción, que de sencilla no tenía nada.
La administradora del templo era una mujer nerviosa a la que los acontecimientos ponían más nerviosa todavía. Con las túnicas suaves y grises de su cargo y una expresión torturada, recibió a Miocene con un enérgico «señora» y una somera inclinación, y luego soltó de golpe «es un honor» aunque se preparaba para quejarse de la gran alteración que suponía aquel asunto.
Miocene no le dio la oportunidad.
—Ha hecho un trabajo maravilloso, hasta ahora —dijo con firmeza y no demasiada dulzura.
—Sí, señora.
—Hasta ahora —repitió la otra, para recordarle a su subordinada que el fracaso estaba a solo un mal paso de distancia. Luego, con voz más suave, preguntó—: ¿Dónde está nuestro invitado?
—En la biblioteca.
Por supuesto.
—Quiere verla —le advirtió la administradora—. Prácticamente exige que la lleve hasta él.
Se encontraban ante una de las entradas secundarias, su pesada puerta tallada a partir de un único árbol de la virtud, antiguo y gigantesco. Porque se negaba a dejarse apremiar por nadie, Miocene hizo una pausa y dejó que una de sus manos acariciara la vieja madera, oscura como sangre coagulada y recubierta de agujeros como de esponja allí donde habían estado los nódulos de grasas energéticas. Sus guardias (un par de hombres grandes como troncos, con ojos rápidos y suspicaces) permanecían cerca, vigilando aquel callejón tranquilo. Durante un instante la mente de Miocene estuvo en otra parte. Se encontró pensando en la nave, y en concreto en su apartamento forrado de madera, que no estaba ni a quinientos metros del alojamiento de la maestra. Luego parpadeó y suspiró al sentir una tristeza pequeña y conocida, y un nudo de miedos secretos.