—Bien, entonces —murmuró enderezando la espalda y luego las arrugas del uniforme—. Lléveme con nuestro nuevo amigo.
Se estaban celebrando servicios públicos en cada una de las seis cámaras principales. Los ciudadanos elegían a sus sacerdotes y, como resultado, cada uno tenía su propio estilo y opiniones. Algunos hablaban sin fin de la Gran Nave. De su belleza, su elegancia; de su edad insondable y su interminable misterio. Otros preparaban a los feligreses para ese glorioso día en el que conocerían a sus primeros alienígenas. Y unos cuantos eclécticos hacían hincapié en temas más abstractos y trascendentales: las estrellas, los mundos vivos, la Vía Láctea y el inmenso universo que empequeñecía todo lo que la humanidad podía ver y tocar, o incluso fingir que comprendía.
Uno de los servicios luchaba contra tales maravillas cósmicas. Un caballero de voz satinada cantaba las alabanzas de los soles de clase G.
—Lo bastante cálidos para dar vida a muchos mundos a la vez —exclamaba—, y vividos el tiempo suficiente para alimentar una evolución creativa. Nuestro mundo natal, la gran Tierra, nació al lado de uno de esos soles dorados. Como la semilla de un árbol de la virtud, así era. Así es. Y nuestro universo está lleno de miles de millones de semillas. La vida en su miríada de formas está por todas partes. Vida espesa, vida hermosa, vida siempre.
—Siempre —entonó el pequeño público al descuidado unísono.
Unos arcos de cerámica y unas macetas de plantas carnívoras separaban el corredor de la cámara. Unos cuantos rostros miraron por casualidad hacia un lado y observaron que la maestra adjunta pasaba a grandes zancadas en ese momento. Surgieron murmullos que no tardaron en extenderse. Pero el sacerdote, de pie delante de todos, apoyado con fuerza en el podio de diamante, hizo caso omiso del ruido y continuó con su discurso.
—Debemos prepararnos, hermanas y hermanos. El día se acaba, gradual pero inexorablemente, y llegará el momento en el que nos necesitarán a todos y cada uno. Nuestros corazones y manos, y nuestras mentes, se lanzarán a la construcción del puente.
—El puente —repitieron algunos. Mientras otros, distraídos por el cemento y el presente, contemplaron a Miocene y sus guardias, que pasaban por detrás del altar seguidos de cerca por la aturdida administradora. El altar estaba construido con diamantes nativos montados en un tubo no más ancho que un brazo humano.
En la base había una intrincada imitación de la ciudad y el templo terminado. El tubo se elevaba hacia el techo abovedado, que estaba pintado para parecerse a un cielo más oscuro, y allí donde el muñón desigual del primer puente se aferraba con fuerza, el puente de diamante se unía a él sin costuras y las motas de luz brillante pasaban sin cesar hacia las alturas, mostrando la emigración de las multitudes leales, la gloriosa recompensa por tanto sacrificio y esperanza entusiasta. Miocene apenas si echó un vistazo a los feligreses.
Su visita al templo era de lo más lógica, y no quería que notaran nada especial en su actitud ni en sus ojos.
—Cuando llegue el momento —gritaba el sacerdote—, treparemos. ¡Treparemos!
Luego giró, la túnica gris aleteó y con un brazo comenzó a señalar con gesto demasiado melodramático la aguja de diamantes. Fue entonces cuando notó la presencia de la maestra adjunta y su diminuto séquito, y su sorpresa se derrumbó convertida en un ritual instantáneo.
—¡Señora…! —exclamó con una inclinación.
El público que había tras él gritó «señora» y todos se inclinaron hacia delante en sus asientos de hierro.
Por suerte ya había alcanzado las escaleras de la biblioteca. Después de un saludo apresurado y la más breve de las miradas, Miocene se volvió y comenzó a subir delante de sus guardias, y por eso ellos se preocuparon. El guardia más antiguo le dijo «no, señora», y sin más ceremonias la detuvo con una mano fuerte en el hombro.
Bien.
La mujer relajó el paso, quizá más de lo necesario. El guardia pasó delante de ella cuando la escalera comenzó a dibujar una espiral que subía atravesando el corazón del gran edificio. Si la memoria no le fallaba, la arquitecta de las escaleras era una nieta difícil de genio escaso. Había utilizado la forma del ADN como inspiración. El hecho de que solo una diminuta fracción de la genética moderna estuviese cifrada en ese delicado compuesto no suponía ninguna diferencia. A la arquitecta le había parecido un símbolo adecuado. Algo que se elevaba a través del lenguaje más antiguo para alcanzar el más nuevo… o algún otro simbolismo igual de forzado, ¿no?
Para Miocene los símbolos eran las muletas de los cojos. Para ella era una opinión muy antigua, y los últimos tres milenios solo la habían reforzado.
Al igual que el templo, aquella cuasi religión estaba repleta de símbolos. Los soles de clase G se comparaban con semillas de la virtud. ¡Qué tontería! En el universo, el número de colores era limitado, al menos para el ojo humano. Y Miocene había visto muchos, muchos soles parecidos al Sol. Si así lo desease, podía advertir a los feligreses que en ninguna circunstancia podían confundirse un sol y una semilla. Ni por su fulgor, ni por su color. El oro era algo sencillo, cosa que no era jamás la luz del sol. Nunca.
Y sin embargo…
Ese templo y su fe improvisada a toda prisa eran tanto idea suya como de cualquiera. Y la maestra adjunta no había ordenado la construcción del templo por razones sencillas y llenas de cinismo. No, en el templo estarían los cimientos del puente inminente. Tanto en un plano físico como en cualquier otro plano. Era fundamental que los unionistas comprendieran lo que iba a pasar. Si no comprendían y abrazaban estos objetivos, y se mantenían impasibles ante la extraña fe de los rebeldes, no tenía sentido escapar de Médula. Aquel templo y decenas de templos más pequeños, repartidos por toda la tierra, debían ser lugares en los que se educara y centrara la atención del pueblo. Si este requería símbolos y metáforas ñoñas para que hubiera consenso, que así fuera. Miocene solo pensaba que ojalá los nietos dejaran de tener tanta inventiva, de ser tan impacientes, sobre todo con las cosas sobre las que no sabían casi nada.
El guardia que abría la marcha frenó un poco y luego murmuró algo a alguien que había tras un recodo. Un pelotón completo esperaba en la biblioteca, todos provistos de armas de calibre pesado, todos vigilando con un interés decididamente poco erudito a un hombre de aspecto juvenil que, ataviado con ropas normales y una peluca gordiana, se abría camino por un denso resumen técnico de la nave.
Según sus interrogadores, llevaba el mismo nombre que el árbol.
Se llamaba Virtud.
Miocene dijo el nombre, solo una vez y sin alzar la voz. El hombre no pareció escucharla, los ojos centrados en el diagrama de un reactor de fusión atravesado por antimateria. En lugar de repetir el nombre, se quedó al otro lado de la mesa y esperó, contemplando el modo en el que los ojos grises absorbían las elocuentes palabras y las líneas elegantes, esos planos intrincados dibujados de memoria por una de sus colegas.
Poco, muy poco a poco, el desertor fue consciente de la presencia de los recién llegados.
Levantó la mirada, y como si saliera de alguna niebla privada parpadeó unas cuantas veces y luego dijo:
—Sí. Esto está mal.
—¿Disculpa? —inquirió Miocene.
—No funcionará. Estoy seguro. —Tocó la esquina negra de la página y el libro pasó a la página siguiente. Estaba representado el mismo reactor, conjurado por la misma memoria, pero desde un punto de vista diferente—. El recipiente de contención no es lo bastante fuerte. Ni con mucho.