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Como tantos de los nietos, era un genio difícil.

Con una mirada y un gesto fulminante, Miocene ordenó a los guardias y a los soldados que los dejaran solos.

La administradora del templo no pudo evitar preguntarlo.

—¿Cuánto tiempo va a necesitar la biblioteca? —Luego, para explicar su atrevimiento, añadió—: Van a venir investigadores del biolaboratorio de Promesa y Sueño. Tienen un proyecto prioritario…

—Que esperen —gruñó la otra.

—Sí, señora.

—No sé si yo confiaría en una sola de las palabras de este lugar —dijo entonces Virtud a todos. Hablaba alzando la voz y sin una pizca de encanto—. Pensé que estaría bebiendo de una puta fuente de sabiduría o algo así. Pero no hago más que encontrar errores. Mire por donde mire, errores.

—Bueno —respondió la maestra adjunta con toda suavidad—. Entonces es una suerte que se te ocurriera pasar por aquí.

El desertor cerró el volumen en curso con gesto indignado.

A sus guardias personales Miocene les dijo:

—No quiero que nos oigáis. Esperad ahí. —Luego se dirigió a la administradora—: Vaya abajo. Baje y dígales a todos esos fieles que la maestra adjunta agradecería una canción larga y muy ruidosa.

—¿Qué canción? —balbució la mujer.

—Oh, que elijan ellos —respondió Miocene—. Como siempre.

El desertor era una aleación emocionaclass="underline" dos partes de arrogancia y una parte de miedo. Una combinación muy útil.

Sentado en la mesa, con Miocene, Virtud pareció recordar que la sonrisa era un gesto útil. Pero no se le daba demasiado bien esa expresión y su sonrisa parecía más una mueca de dolor, mientras sus ojos grises se iban agrandando por momentos.

—Les dije que tenía que verte como fuera —le informó él—. Solo a ti, y tan pronto como fuera posible. —Señora Miocene.

El genio del joven flaqueó.

—¿Perdón? —preguntó con voz estúpida.

—Soy tu única esperanza —respondió ella mientras se echaba hacia atrás en la silla alta, como si le asquease la criatura que tenía delante—. Tú terminas el día si yo te dejo. De otro modo, mueres. Y creo que tengo derecho a oír mi nombre utilizado como corresponde, y cuando corresponde.

El hombre se miró las manos.

—Señora Miocene —dijo al fin en voz baja.

—Gracias. —La mujer le mostró una sonrisa estrecha y luego, con una serie de movimientos lentos, casi indiferentes, abrió la brillante funda de cromo del archivo electrónico y fingió leer lo que ya se sabía de memoria—. Ante mis colegas afirmaste que tenías algo que decirme. Noticias solo aptas para mis oídos.

—Sí…, señora Miocene. —Tragó saliva—. Tiene que ver con este mundo nuestro.

—Este no es mi mundo —lo interrumpió ella.

Virtud asintió y esperó. Sus ojos no podrían ser más grandes.

Miocene fingió concentrarse en la pantalla.

—Dice aquí… que eres un descendiente de segunda generación de Diu…

—Era mi abuelo, sí. Señora.

—¿Y tu padre?

—Es Till.

La maestra adjunta levantó los ojos y se lo quedó mirando como si nunca hubiera notado el parecido familiar.

—Muchos rebeldes son hijos de Till —mencionó después de una prolongada pausa—. Según tengo entendido.

—Sí, señora.

—Tampoco es un honor tan grande, dado que sois tantos.

—Bueno, no sé si yo…—El hombre dudó un momento—. No, señora, supongo que no es un honor en sí, no.

Miocene tocó una tecla, luego otra, para desplazarse por las transcripciones y los relatos escritos de cada interrogador. Cada entrada daba pistas del carácter de aquel hombre, o de su falta del mismo. Y en ninguna se podía confiar porque ninguna era la última palabra sobre nada concerniente a él.

—Así que nuestros textos son inexactos. Es lo que afirmas.

Virtud parpadeó y contuvo el aliento.

Las almas eran una aleación flexible. La arrogancia se ocultó en lo más profundo de su ser, sustituida en la superficie por una sensación creciente y cada vez más fuerte de miedo.

—¿Son inexactos o no lo son?

—En ciertos lugares, eso creo. Sí.

—¿Has construido un reactor de fusión como el de esos diagramas?

—No, señora.

—¿Hay algún reactor como ese en la nación rebelde?

—No.

—¿Estas seguro?

—No puedo estar seguro del todo —admitió él.

—Y nosotros tampoco los hemos construido —confesó ella—. Nuestras plantas geotérmicas son suficientes para nuestras modestísimas exigencias. El desertor asintió e intentó hacer un cumplido:

—Es una ciudad asombrosa, señora. Me permitieron ver algún trozo de camino aquí.

—Un error por su parte —respondió ella.

El joven se agachó un poco.

La maestra adjunta esbozó una sonrisa.

—¿Los rebeldes tenéis ciudades así de grandes —preguntó—, con casi un millón de personas en un solo lugar?

—No. No, señora.

—Nosotros hemos dominado algunas técnicas maravillosas —continuó ella—. La corteza que hay bajo nosotros es gruesa y sólida, y la mantenemos así. Los terremotos se esparcen o disuelven. El hierro líquido se lleva hacia zonas gestionadas por nosotros. Respiraderos artificiales, en esencia.

El joven percibió los deseos de la mujer.

—Los rebeldes no tienen esa tecnología —admitió.

—Seguís siendo nómadas, ¿verdad? En general.

Él se dispuso a responder, pero dudó.

—Yo ya no soy rebelde —sugirió por fin. Luego, con voz tensa añadió—: Señora.

—Pero podrías contarme muchas cosas sobre ellos. Me imagino. Un asentimiento somero.

—Sabes cosas sobre su vida —continuó ella—. Sobre su tecnología. Quizá incluso sobre sus objetivos últimos.

—Sí —dijo él—. Y sí. Y no, señora.

—Oh. ¿No sabes lo que quiere Till?

—No de una forma clara, no. —Tragó como si le doliera—. Mi padre… Bueno, no es que Till me haga confidencias, exactamente…

Una vez más Miocene tocó las teclas.

—Quizá por eso perdiste la fe rebelde. ¿Es eso posible?

—No estoy seguro de haber creído alguna vez.

—Todo ese jaleo sobre constructores e inhóspitos y las almas antiguas sepultadas dentro de esos ataúdes de hiperfibra…

—Lo cierto es que ya no sé lo que es real. Señora.

Ella levantó la vista, la suspicacia mezclada con la fascinación.

—Así que es posible que creas. Es decir, si cambiaran las circunstancias de algún modo.

Resurgió la arrogancia.

—¿No cambiaría usted de opinión? —preguntó él con voz baja y airada—. Me refiero a si, de repente, se diera cuenta de que estaba equivocada.

—Si mal no recuerdo, exigiste que te trajeran aquí. A este templo en concreto. Solo puedo asumir que estás impaciente por ver la Gran Nave, verla tú mismo, y que con ese noble fin quieres ayudarnos en nuestra sagrada misión…

—No, señora.

Miocene fingió sorpresa, luego indignación. Con su propia y callada ira preguntó al desertor:

—¿En qué crees tú?

—En nada. —El tono era desafiante, pero como sería el de un niño engreído, demasiado impresionado por la intensa perspicacia de su excepcional mente—. No sé por qué está aquí Médula —se quejó—, y mucho menos quién la construyó. O por qué. Y tengo la absoluta convicción de que no hay nadie más que tenga las respuestas a esas preguntas.

—¿Los artefactos?

—Hay otra explicación obvia para ellos.

Pero la maestra adjunta no quería escuchar ninguna especulación sin fundamento. Allí lo que importaba, lo que era vital e incluso urgente, era determinar los talentos reales de ese taciturno joven. Un gruñido despectivo precedió la firme declaración de Miocene.