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Era escalofriante y a la vez encantador darse cuenta de con qué facilidad, casi sin esfuerzo, los hijos abrazaban las palabras y sueños de otros. Miocene contempló los rostros sorprendidos y sonrientes sin ver nada más que pura fe. Y, sin embargo, estas personas no sabían nada de los mundos que había más allá del suyo. Ninguno había caminado por el pasillo más pequeño de la nave, ni mucho menos había presenciado la belleza y majestad de la Vía Láctea. Cantaban sobre esa gran misión que los devolvería al mundo que había sobre ellos, listos para realizar cualquier sacrificio que los sacase de su sencillo cielo plateado. Un cielo sin mácula, salvo por ese solitario trozo de oscuridad que tenían justo encima, el campamento base, todavía y siempre abandonado.

¿Abandonado como la nave en sí?

Podrían haber muerto miles de millones y a Miocene no le importaba. Quizá en otro tiempo odió la idea de que su gente, siguiendo sus razonables instrucciones, hubiera disparado una elaborada y antigua trampa y provocado el asesinato de todos y cada uno de los organismos que tenían encima. Pero lo que en otro tiempo la había horrorizado era ahora historia, pasada y turbia como solo puede serlo la historia, ¿y cómo podía Miocene aceptar culpa alguna por lo que con toda seguridad era inevitable?

La nave quizá estuviera muerta, pero ella estaba desde luego viva.

Para alegría de varios miles de feligreses, esta encarnación viva de todo lo que tenían de grande se unió a ellos en sus cánticos. La voz de Miocene era fuerte, despiadada, y no parecían inquietarle sus fallos melódicos.

Con qué facilidad creían, pensó ella con cariñoso desprecio.

Luego, mientras cantaba sobre la dulce luz de las estrellas de clase G, Miocene se preguntó con su voz más secreta: pero, ¿y si es lo mismo con las grandes almas?

Se asombró.

¿En qué estoy tan dispuesta a creer tanto?

22

El hierro frío se desplazaba de vez en cambio motu propio, sin previo aviso. Las viejas fallas nunca se movían deprisa ni demasiado lejos, y pocas veces provocaban daños de importancia. Las instalaciones de moderación de temblores absorbían las energías del incidente y, allí donde era factible, lo que se cosechaba se canalizaba hacia la red energética principal. En ese sentido los terremotos eran una bendición. Pero los incidentes no programados tenían la irritante costumbre de interrumpir el sueño más profundo de cierta capitana, haciendo que se despertara de repente y que sus sueños giraran y giraran hasta quedar fuera de su alcance en esos deliciosos y cortos momentos antes de recuperar la lucidez.

El terremoto de aquella mañana tardó en desaparecer. Despierta en la cama, echada sobre el lado derecho, Washen sintió que el estremecimiento se iba desvaneciendo poco a poco, convirtiéndose en el tamborileo tranquilo, firme y determinado de su propio corazón.

El calendario de la pared mostraba la fecha.

4611,277.

Unas cortinas transparentes, cortadas para que se parecieran a las alas desplegadas de una sucumosca, dejaban entrar la luz anémica que iluminaba la habitación en la que había dormido durante los últimos seis siglos. Paredes de acero recubiertas de madera pulida de ombú daban a la estructura una fuerza palpable, tranquilizadora. El alto techo de acero estaba erizado de ganchos, macetas de plantas y casitas de madera tan monótonas como el suelo en las que las sucumoscas domesticadas anidaban y hacían el amor. Estas encantadoras criaturas, una especie escasa en los días cálidos y llenos de luz posteriores al Incidente, se habían ido haciendo más abundantes a medida que disminuían los contrafuertes superiores, un ciclo que, era de presumir, tenía eones de antigüedad. En Trabajos genéticos, el laboratorio de Promesa y Sueño, los hermanos habían jugueteado con sus colores y tamaño y habían producido organismos gigantes parecidos a mariposas con sofisticadas alas de todos los colores posibles. Cada unionista parecía tener su propio rebaño. Y dado que había veinte millones de hogares en la nación, los capitanes hermanos se habían hecho con un bonito, incluso envidiable beneficio.

Cuando Washen se sentó en la cama, sus sucumoscas salieron para saludarla. Con la suavidad de unas sombras se acomodaron en sus hombros desnudos y en su cabello, le lamieron la sal de la piel y dejaron sus sutiles perfumes como pago.

Ella las apartó con una mano llena de dulzura.

Su viejo reloj estaba abierto sobre la mesa. Según las lentas manecillas de metal, todavía podía dormir otra hora. Pero su cuerpo no decía lo mismo. Mientras el uniforme espejado la vestía, Washen recordó haber soñado, y el temblor. Durante unos momentos perdidos intentó resucitar su último sueño. Pero ya se había escabullido y no había dejado nada salvo una inquietud vaga, sin motivos claros.

Y no por primera vez se le ocurrió que podría construir un universo a partir de sus sueños perdidos.

—Quizá ese sea su auténtico propósito —susurró a sus animalitos—. Cuando mi universo se termine, yo también habré terminado.

Se echó a reír en voz baja y se colocó la gorra espejada en la cabeza.

Ya está.

El desayuno consistió en beicon con pimienta encima de un pastelito tostado, todo ello acompañado de té caliente y más té caliente todavía. Trabajos genéticos también era el responsable del beicon. Unos cuantos siglos atrás, y para responder a las quejas de los capitanes, Promesa y Sueño habían cultivado en el laboratorio varios alimentos conocidos: el resultado fueron unos filetes bastante respetables y carnes curadas. Pero era un proyecto menor, terminado con rapidez y sin gastar mucho. En lugar de intentar resucitar de memoria la genética del ganado y los cerdos, los hermanos habían utilizado al único portador de carne disponible (los seres humanos) y habían retocado su genética lo suficiente para hacer un producto cárnico que no era humano. Ni en textura ni en sabor. Ni en espíritu, esperaban.

Qué capitanes se utilizaron como modelo era un secreto. Pero los rumores más insistentes afirmaban que había sido Miocene, una posibilidad que quizá explicaba la popularidad de esos alimentos, tanto entre los capitanes como entre ciertos nietos.

Con una hora extra añadida a su día habitual, Washen se lo tomó con calma. Comió sin prisas. Leyó los dos servicios de noticias rivales, pero ninguno ofrecía nada de verdadero interés. Luego salió de su casa, se internó en el larguísimo patio y se paseó por un camino de bloques de hierro nativos que se habían oxidado hasta alcanzar un agradable tono rojo apagado. Pequeños penachos de canas y aroma de tristeza crecían en los huecos.

La jardinería era un pasatiempo reciente. Pamir, su otrora amante y amigo desde hacía muchos años, era un jardinero consumado. ¿Cuáles eran sus flores preferidas? Las llanovibras, sí. Quizá aquel día estuviera trabajando en el jardín, si es que estaba vivo. Y si lo estaba, ¿no se asombraría ese viejo delincuente al ver que el alma ambiciosa de Washen se arrodillaba y arrancaba las malas hierbas negruzcas con los dedos desnudos?

A medida que los contrafuertes se debilitaban, a medida que la luz del cielo iba desapareciendo para convertirse en un crepúsculo, el ecosistema de Médula seguía transformándose. Especies oscuras que solo vivían en cuevas y en las selvas más profundas ya no solo eran abundantes: eran enormes. Como los corazones de elfo que tenía en medio de su jardín. Una especie que maduraba cuando alcanzaba la altura de la cadera dentro de la sombra más profunda se había transformado en árboles fornidos con troncos de casi un metro de espesor, follaje de color negro violáceo de suntuoso aroma, y hojas y flores gigantes mezcladas en una única y elaborada estructura que fertilizaban las sucumoscas y luego se enroscaban convertidas en una bola negra que maduraba hasta convertirse en una fruta grasa, solo levemente tóxica y con un sabor magnífico, si bien un tanto fuerte.