Washen cultivaba los árboles por el aroma y por sus moscas, y por sus miembros casi terráqueos.
Los cultivaba en su jardín porque unas décadas atrás un amante con cara de niño había permitido que lo tomara en esta huerta, y que lo volviera a tomar.
Más allá de la huerta había unos amplios escalones de hierro que bajaban al Lago Ocioso. No había masa de agua más antigua en el mundo. Nacido mil quinientos años atrás, ese trozo de corteza podía reivindicar que era la losa de hierro más antigua que hubiera existido jamás en Médula: testimonio del ingenio y persistencia de los capitanes. ¿O era de su obsesiva necesidad de ordenar las cosas?
El viejo lago estaba tranquilo y manchado de rojo por la oxidación y el plancton rojizo. Encima, extendiéndose como un gran techo de acero, la pared de la cámara parecía lo bastante cercana para poder tocarla. Era pura ilusión, por supuesto. La atmósfera de Médula terminaba a cincuenta kilómetros de la pared. Los radiantes contrafuertes todavía gobernaban por encima de aquel mundo hinchado. Seguían siendo peligrosamente fuertes, si bien muchísimo más delgados. Y continuarían adelgazando durante los siguientes trescientos años: Médula se expandiría y, según todos los pronósticos y gráficos trazados con sumo cuidado, los contrafuertes alcanzarían su mínimo cuando la atmósfera de Médula comenzara a lamer la pared de la cámara.
Por fin los capitanes podrían trepar hasta el campamento base y el túnel de acceso, y si el túnel no se había derrumbado podrían subir hasta la vastedad de la nave en sí. Que, con toda probabilidad, a aquellas alturas era un pecio abandonado. Sin lugar a dudas. Milenios de debate no habían producido ninguna otra explicación razonable para aquella larga y perfecta soledad, y tres siglos más seguramente no cambiarían la triste valoración.
Washen abrió la tapa de plata de su viejo y adorado reloj y decidió que, en esa gran marcha de los siglos, ella todavía podía desperdiciar unos momentos.
Viejos árboles de la virtud hambrientos de luz habían formado las tablas clavadas a los pontones de acero inoxidable que sujetaban el amarradero de Washen. La capitana se acercó al extremo escuchando el agradable sonido que sus botas de gala provocaban al chocar contra la madera. Un diminuto banco de larvas de alamartillo se alejó nadando. Luego los seres giraron y volvieron: quizá querían algo de comer. Las aletas chapoteaban. Ojos grandes de muchas facetas vieron una figura humana contra el cielo de hiperfibra. Luego Washen cerró la tapa de su relojito y el chasquido repentino provocó que el banco se hundiera en una sola oleada de pánico. Solo los torbellinos de agua roja traicionaban su presencia.
Ocioso era un lago antiguo, y según los estándares de Médula, empobrecido y senil. Un ecosistema construido sobre cambios radicales y frecuentes no valoraba la estabilidad, ni mil años de eutrofización.
Washen deslizó el reloj y su cadena de titanio en un bolsillo de confianza y el sueño volvió de repente a ella. Sin previo aviso recordó haber estado en otro sitio.
Un sitio alto, ¿no? Quizá en la cima del puente, cosa que tenía sentido, pues trabajaba allí todos los días. Solo que por alguna razón esa posibilidad tampoco le parecía la más apropiada.
Había alguien más en su sueño.
Quién, no sabría decirlo. Pero había oído una voz, clara y fuerte, que le decía con una gran tristeza:
—No era así como tenía que ser.
—¿Qué pasa? —había preguntado ella.
—Todo —declaró la voz—. Todo.
Entonces bajó la vista para mirar Médula. Parecía incluso más grande que entonces, brillante por el fuego y por los lagos de hierro fundido y abrasador. ¿O no era hierro? Se le ocurrió a Washen que el fulgor no era el que debía…, aunque al parecer era incapaz de reconstruir una respuesta a partir de unas pistas escasas y mal recordadas.
—¿Qué es «todo»? —había preguntado a la voz.
—¿No lo ves? —respondió esta.
—¿Qué debería ver?
Pero no hubo respuesta, y Washen se volvió para intentar mirar a su compañero. Se giró y vio…, ¿qué?
No se le ocurrió nada, salvo esa antigua y apasionante sensación de caer desde una gran altura.
Su vehículo necesitaba reparaciones.
El tiempo y las duras carreteras de acero habían desmantelado la suspensión, y el sencillo motor de turbinas había desarrollado un extraño e irritante quejido. Pero Washen no se había puesto a hacer que lo arreglaran. El vehículo todavía andaba y además había otro factor notable: que todos los talleres de la capital tenían sus prioridades. El transporte personal tenía una prioridad baja. Por orden de Miocene, cada uno de los mecanismos que servían de forma directa al creciente puente se imponía a las preocupaciones personales. Y si bien Washen podía haber reclamado ciertos privilegios (¿acaso no era una parte vital de este heroico esfuerzo?), no se sentía cómoda pidiendo favores.
Durante seiscientos años, con escasas excepciones, Washen había cogido aquella ruta para llegar a la metrópolis. Su carretera local se fundía con una autopista que la hacía atravesar barrios más antiguos y poblados. Edificios de apartamentos de cincuenta pisos se levantaban en los parques obligatorios, el follaje negro se mezclaba con el equipamiento de los parques infantiles y los cuerpos revueltos y llenos de energía de los niños que chillaban. Casas solas, filas de casas y casas encaramadas a viejos y debilitados árboles de la virtud daban testimonio de la enorme diversidad de personas dejadas de la mano de su propia lógica. No había dos estructuras iguales, incluidos los edificios más altos. Y no había dos templos de barrio que se pudieran confundir, pues no compartían nada salvo la arquitectura de cúpulas con forma de corazón y una cierta y cómoda majestuosidad.
Los sentimientos de Washen sobre esta fe eran complejos e inconstantes. Había momentos y años en los que creía que Miocene era una líder cínica y que aquella religión era tan artificial como casi todas las demás fes con las que Washen se había encontrado y, además, mucho menos hermosa, Pero también había momentos inesperados, aunque fugaces, en los que los himnos, el boato y todo lo demás cobraban de repente sentido y resultaban perfectos.
Había un encanto etéreo en este batiburrillo.
La nave era real, se recordó. El objeto de su devoción era una máquina milagrosa, extraordinaria y que, vacía o no, surcaba un universo maravilloso. E incluso después de su largo aislamiento, la capitana que había en su interior sentía una poderosa sensación de responsabilidad hacia esa bola de hiperfibra y roca fría.
La autopista se ensanchaba y luego se evaporaba en el interior del distrito central.
Rascacielos de trescientos pisos se elevaban sobre aquel suelo digno de confianza. Los esqueletos de acero estaban revestidos de ventanas acrílicas y colocados sobre cimientos en los que no existía la fricción y que eran resistentes a las oscilaciones. Una lógica diferente había creado las oficinas centrales administrativas. Fabricadas con titanio y cerámica dura, parecía un bejín gigante sin ventanas que se asomaran al mundo exterior, su base reforzada de cien modos diferentes, las paredes blindadas y erizadas de armas ocultas. El enemigo nunca se mencionaba, pero no era ningún secreto. Un asalto rebelde era el temor más paranoico de Miocene, expresado sin la menor prueba. Y sin embargo se trataba de un miedo que Washen compartía, aunque solo fuera ciertos días. No, no miraba con orgullo esos muros impenetrables, la verdad. Pero tampoco la hacían enfurecer.