Detrás del bejín estaban las seis cúpulas del Gran Templo. Y en el centro, justo debajo del campamento base abandonado, se encontraba el único objeto que importaba de verdad a la nación unionista.
El puente.
No más ancho que un rascacielos grande y de un color gris pálido contra el cielo plateado, la estructura parecía perdida a primera vista. Según los estándares de la nave su caparazón de hiperfibra era de un grado muy pobre, pero cada gramo de aquel material se había producido pagando un precio muy alto, cultivado dentro de fábricas desgarbadas y potentes construidas con ese único propósito. Cierto, la mayor parte de la hiperfibra se tiraba, insuficiente siquiera para las estructuras más sencillas. Pero solo llegar a ese modesto punto ya era una maravilla. Aasleen y sus equipos habían hecho milagros. A pesar de la escasez de elementos clave se habían creado toneladas de hiperfibra, gota a gota, y luego esos equipos, bajo la mirada de Washen, habían ido vertiendo, lenta y cuidadosamente, cada una de esas gotas grises en moldes que elevaban el puente cada día un poco más. En los mejores días el puente se levantaba todo un metro.
—Sé que estoy pidiendo demasiado —había admitido Miocene en muchas ocasiones—. Un ritmo más lento ya sería bastante rápido, y no serían tantas las privaciones para nuestros nietos. Pero son solo privaciones. No vidas. Y quiero que nuestro pueblo vea que sus energías se dirigen hacia algo real. Algo que pueden tocar, y trepar, con nuestro permiso. Algo que progresa de forma visible.
Lo que a primera vista al ojo no le parecía tan impresionante era bastante alto, e incluso para una anciana que había visto maravillas de sobra el puente tenía una magnificencia que siempre la hacía parpadear y estremecerse. Era mucho más alto que cualquiera de los rascacielos vecinos. Más alto, de hecho, que todos ellos colocados uno encima de otro. Se extendía hasta la fría estratosfera. Si no añadieran ni un centímetro más, la propia expansión de Médula podría levantarlo hasta que casi besara el trozo superviviente del viejo puente, y su huida sería completa.
Pero eso conllevaba otro problema.
Washen siempre había dudado del razonamiento de Miocene. Quizá su pueblo necesitara algo tangible. Aunque, ¿no se habían sentido siempre maravillosamente motivados por los encantos abstractos de aquella nave mítica? Y quizá este fuera un proyecto que debiera completarse lo antes posible, pese a los costes y las privaciones. Pero aquel puente en ciernes se levantaba sobre una isla de hierro, y el hierro se desplazaba sobre un océano antiguo y lento. Penachos de metal al rojo vivo se elevaban bajo ellos, y cada penacho luchaba contra sus vecinos. El calor y la velocidad jugaban una partida lenta e implacable. Cierto, los equipos de moderación habían conseguido manejar los penachos y obligarlos a anular los efectos de los demás. Un desplazamiento de diez metros al norte o de sesenta al este era un asunto factible. Pero todavía tenían por delante tres siglos de manipulación tectónica, y lo que hoy era difícil mañana solo lo sería más. Con la corteza actuando como una manta, el calor atrapado no podía sino crecer. El hierro fundido se elevaría cada vez más rápido y, al igual que cualquier líquido que necesita moverse, el hierro mostraría persistencia y una profunda astucia.
—Es demasiado pronto —le había dicho a la maestra adjunta. Durante los últimos siglos la anciana se había convertido en una reclusa. Tenía su propia y elaborada instalación entre las fábricas y el puente. Gobernaba por medio de despachos y mecanismos digitales. Las paredes de hiperfibra de desecho ocultaban lo que fuera que ella entendiera por vida, y a veces pasaba un año entero sin que las dos mujeres se encontraran cara a cara. Miocene solo aparecía en el banquete anual de la maestra adjunta, que fue donde Washen se dirigió a ella con toda franqueza.
—¿Y si Médula empuja el puente y lo desalinea por completo?
Pero Miocene también era perseverante a su manera.
—En primer lugar —respondió—, eso no va a ocurrir. ¿Acaso no ha estado la situación controlada durante los últimos mil años?
Sí, si se descontaba que el calor subterráneo aumentaba sin parar.
—Y en segundo lugar, ¿es que es responsabilidad tuya? No, no lo es. De hecho, tú no tienes papel alguno en ninguna de las decisiones clave. —Miocene parecía fría e inquieta, y sacudió la cabeza mientras se explicaba—. Te di un papel en la construcción del puente, Washen, porque tú motivas a los nietos mejor que la mayoría. Y porque estás dispuesta a tomar tus propias decisiones sin molestar a las maestras adjuntas cada día.
A Miocene ya no le gustaba que la molestaran.
Se susurraba sobre su actitud ermitaña. Rumores desagradables, en general. Algunos afirmaban que Miocene no estaba en absoluto sola. Mantenía un cuadro secreto de nietos jóvenes cuya única función era proporcionarle diversión, sexual y de otro tipo. Era una historia absurda, pero que de todos modos ya tenía varios siglos. ¿Y qué decía esa vieja advertencia? «Si cuentas una mentira a menudo y la cuentas bien, entonces a la verdad no le queda más remedio que cambiar de rostro »…
Con un golpe seco y fuerte de las llantas, Washen aparcó en el garaje principal.
El Gran Templo siempre estaba abierto al público. Desde el garaje del sótano a la vieja biblioteca se vio rodeada de multitudes de fieles de toda la ciudad y todos y cada uno de los extremos de la nación unionista. Río Acaecido había enviado una docena de peregrinos sonrientes que traían un regalo especiaclass="underline" un busto de níquel de Miocene, una pieza gigante, enorme, inmensa. La administradora del templo lucía una expresión dolorida y confusa mientras les daba las gracias, y acto seguido les advertía que había que registrar todos los regalos por adelantado.
—¿Entienden a lo que me refiero? Y muchas gracias otra vez. ¿Pero de qué otro modo puedo evitar que este lugar se convierta en un desastre atestado de cosas? Con tanta devoción, ¿no creen que necesitamos un sistema?
Había muchas formas de llegar al puente.
La mayor parte de las ratas eran subterráneas, estaban blindadas y, en general, bloqueadas. Washen prefería entrar a través de una pequeña puerta situada en la parte posterior de la biblioteca. Las importantes medidas de seguridad eran concienzudas, pero sutiles. Pero para convencer a los visitantes de la impenetrabilidad de la instalación, guardias armados permanecían bien a la vista, observándolos a todos; hasta los capitanes de alto rango merecían una mirada fría y suspicaz.
Dos veces en veinte metros se examinó y registró a Washen.
Al llegar al segundo ascensor, firmó con su nombre en el registro y luego permitió que un autodoc le tomara un fragmento de tejido y un sorbito de sangre.
—Buenos días, señora Washen —la saludó con toda confianza el guardia más cercano.
—Hola, Dorado —respondió ella.
Durante los últimos veinte años, sin falta, el hombre se había sentado en su puesto sin quejarse jamás, y allí observaba las idas y venidas de miles de trabajadores de gran talento y determinación. Aparte de un rostro cuadrado y un nombre, no parecía tener más identidad propia. Si Washen le preguntaba por su vida, él desviaba la pregunta. Era su juego. Al menos era el juego de ella. Pero hoy no le apetecía jugar. Mientras contemplaba cómo su mano garabateaba su nombre en el plástico inteligente, se encontró recordando de nuevo el sueño, y se preguntó por qué le molestaba tanto.
—Que tenga un buen día, señora.
—Tú también, Dorado. Tú también.
Sola, Washen se sentó en el coche y se desplazó hasta la parte superior del puente. La llamó por su nombre otro guardia de rostro cuadrado que le dedicó un breve saludo y la informó de las noticias más importantes del día.
—Va a llover, señora.
—Bien.