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Las únicas ventanas que daban al puente estaban allí. Una serie de vidrios altos de diamante que se asomaban al casi vacío de la estratosfera. El cielo era de hiperfibra, y un fulgor azul cansado salía de ninguna parte y de todas. Cincuenta kilómetros más abajo estaban la ciudad y el anillo de granjas que la rodeaba, volcanes dormidos y lagos rojos y antiguos que se extendían hacia un horizonte que daba la sensación de estar a punto de apretarse contra la pared de la cámara.

Solo desde allí parecía Médula un lugar lejano.

Era una vista que cualquier capitán apreciaría.

Como le habían prometido, una línea de tormentas se desplazaba hacia la ciudad. Las nubes más altas eran intrincadas, limpias y blancas, dotadas de bellas formas y continuamente retorcidas por los vientos para darles formas aún más bellas. Pero las nubes eran poco más que bultos sobre el lejano terreno. A medida que los contrafuertes se debilitaban, las tormentas se iban haciendo cada vez menos frecuentes y menos airadas. Sin luz y con agua de sobra para alimentarlas, tendían a desvanecerse y desmoronarse con la misma rapidez con la que se formaban.

Otros tres siglos y pico y Médula quedaría inmersa en la oscuridad.

¿Y durante cuánto tiempo?

Quizá un día de la nave. O quizá veinte años. Cualquiera de ellos era un cálculo viable, y nadie sabía lo suficiente como para estar seguro. Pero cada una de las especies nativas tenía una reserva de genes no expresados, y en condiciones de laboratorio, bañados por la noche, los genes se despertaban para permitir que la vegetación y los insectos ciegos cayeran en una duradera hibernación.

Los contrafuertes desaparecerían, se suponía. O al menos se desvanecerían hasta niveles insignificantes. Y los unionistas subirían por este maravilloso puente improvisado, llegarían al campamento base y luego a la nave que esperaba más allá.

Entre personas civilizadas no se discutían siquiera las posibilidades que aguardaban más allá de ese punto. Después de cuarenta y seis siglos gobernaban las mismas teorías se habían sugerido casi todas las explicaciones extrañas, se había debatido, y al final, gracias al cielo, se habían enterrado en una tumba muy profunda y sin marcar.

Fuera lo que fuera, era.

Eso fue lo que se dijo Washen al entrar en su pequeño y espartano despacho y tomar asiento ante una batería de controles, monitores y sencillas IA.

—Sea lo que sea, es.

Luego, como todas las mañanas, dejó que su mirada vagara por la ventana de diamante. Quizá el puente fuera demasiado, y demasiado prematuro. Pero, con todo, era una maravilla de la ingeniería y de la inventiva improvisada, y a veces, en algún lugar secreto de sí misma, Washen deseaba que hubiera algún modo de llevárselo junto con los nietos.

Para mostrarle al universo los dos tesoros de los que se sentía tan orgullosa.

—¿Señora Washen?

La anciana parpadeó y se volvió.

Su último ayudante se encontraba en la puerta del despacho. Un hombre intenso, seguro de sí mismo y sin edad concreta. Era obvio que estaba perplejo (una expresión rara en él) y con una mezcla de curiosidad y confusión anunció:

—Ha terminado nuestro turno.

—Dentro de cincuenta minutos —respondió ella mientras apartaba el informe diario. Washen sabía la hora, pero sus manos tenían por costumbre abrir el reloj de plata para que sus ojos examinaran las lentas manecillas—. Cuarenta y nueve minutos y unos cuantos segundos.

—No, señora. —Unos dedos nerviosos tiraron de las trenzas gordianas que le colgaban y luego intentaron alisar la crujiente tela azul de su uniforme—. Me lo acaban de decir, señora. Todo el mundo debe abandonar el puente de forma inmediata, utilizando todos los conductos salvo el primario.

Washen miró sus pantallas.

—No veo las órdenes.

—Lo sé…

—¿Es un simulacro? —Se hacían simulacros de vez en cuando. Si la corteza que tenían debajo se hundía, quizá solo tuvieran unos momentos para evacuar el lugar—. Porque si es un ejercicio, nos hace falta un sistema mejor que tenerte a ti vagando por ahí dándole golpecitos a la gente en el hombro.

—No, señora. No es eso.

—¿Entonces, qué?

—Miocene —soltó él de golpe—. Se puso en contacto conmigo, en persona. Por una línea segura. Según sus instrucciones, he dado permiso a nuestros equipos de construcción y he puesto a nuestros robots en modo de sueño.

Washen no dijo nada y se puso a pensar.

Con una frustración apenas contenida, el ayudante añadió:

—Esto es muy misterioso. Todo el mundo está de acuerdo. Pero la maestra adjunta le tiene cariño a sus secretos, así que supongo…

—¿Por qué no habló conmigo? —preguntó Washen.

El ayudante se encogió de hombros, perdido.

—¿Va a venir aquí? —preguntó la capitana—. ¿Va a utilizar el primario?

Un rápido asentimiento.

—¿Quién está con ella?

—No sé si hay alguien más, señora.

El conducto primario era el más grande. Cincuenta capitanes podrían ascender dentro de uno de sus coches y ni siquiera se rozarían con los codos.

—Ya he mirado —confesó él—. No es un coche normal.

Washen encontró el coche que subía en sus monitores, luego intentó despertar a un pelotón de cámaras. Pero ninguna de ellas respondía a sus órdenes.

—La maestra adjunta me pidió que desconectara las cámaras, señora. Pero resulta que le pude echar un vistazo al coche antes, sin querer. —El ayudante hizo una mueca—. Es un objeto gigantesco, a juzgar por las exigencias de energía —confesó—. Con un casco extra grueso, diría yo. Y hay algunos adornos que no termino de descifrar.

—¿Adornos?

El hombre le echó un vistazo a su reloj para fingir que estaba deseando irse. Pero también estaba orgulloso de su valor.

—El coche está disfrazado dentro de mecanismos parecidos a cañerías — explicó con una sonrisa—. Hacen que parezca el balón de cuerda de alguien.

—¿Cuerda?

Con una dosis de humildad el ayudante admitió:

—No termino de entender ese aparato. Por favor, explíquemelo, señora.

Pero Washen no le explicó nada. Miró a su ayudante, uno de los más leales de los leales retoños de los capitanes, (un hombre que había demostrado su valía en toda ocasión), se encogió de hombros y mintió.

—Yo tampoco lo entiendo. —Luego, como si se le acabara de ocurrir, preguntó—: ¿Se mencionó mi nombre, por casualidad? Me refiero a mientras hablabais Miocene y tú.

—Sí, señora. Quería que le dijera que se quedara aquí y esperara.

Washen tomó un poco de aire y guardó silencio.

—Se supone que debo dejarla aquí —gimoteó él.

—Bueno, entonces haz lo que quiere nuestra maestra adjunta.

—Ese fue el consejo de Washen—. Vete ahora mismo. Si te encuentra aquí, te garantizo que te tirará ella misma por el hueco.

23

Durante siglos Virtud había demostrado su valía con su genio y su pasión por el trabajo. En todas las ocasiones, artificiales o sinceras, había actuado con tanta lealtad como cualquier nacido en la nación unionista. Pero incluso ahora, sobre todo ahora, Miocene era incapaz de confiar por completo en aquel hombre.

—Podría no funcionar —advirtió él de nuevo.

—Funcionará —dijo Miocene, y miró más allá; contempló la puerta mecánica, sencilla y sellada, y la imaginó abriéndose y a ella saliendo mucho más cerca del final. Otra barrera atravesada, aunque fuera una muy pequeña. Luego recordó a Virtud—: En tus simulaciones, el éxito es un incidente del noventa por ciento. Y los dos sabemos lo difíciles que haces tú las simulaciones.

Al cráneo rebelde le había salido cabello. Un moño gordiano y unas gemas implantadas le daban el mismo aspecto que a cualquier otro unionista, mientras que los atareados ojos grises habían adquirido un gran cariño por la maestra adjunta, un afecto sentido y sorprendente para ambos.