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—Es demasiado pronto —dijo Virtud en voz baja, enfadado.

Ella no dijo nada.

—Otros dos años y puedo mejorar las posibilidades…

—Un uno o dos por ciento —citó ella.

Luego Miocene se quedó mirando los ojos llenos de cariño y se preguntó por qué no confiaba en él. ¿Así de suspicaz era, o lo suyo era un don? En cualquier caso, se sentiría mucho mejor si encontrara una razón justa para mandarlo a casa otra vez.

—Miocene…

El pronunció su nombre con ternura, lleno de esperanza. El cariño se disolvió, transformado en un caldo de emociones más profundas. Después guardó silencio y levantó una mano pulcra y pequeña para agarrar el pecho derecho de la mujer.

Después de tanto tiempo, un gesto rebelde.

Ella le dijo «no», a él o a sí misma.

Una vez más él dijo: «Miocene».

La maestra adjunta le apartó la mano y le dobló dos de los dedos hasta que el rostro masculino se llenó de sorpresa dolorida.

—Ese pequeño terremoto ayudó con el alineamiento —le recordó ella—. «En casi medio metro», dijiste. Pero un próximo terremoto o dos podrían robarnos la ventaja.

—Eso dije —asintió él—. Lo recuerdo.

—Además —susurró Miocene—, si esperamos, es probable que perdamos la ventaja de la sorpresa.

—Pero hemos mantenido nuestro trabajo en secreto durante todo este tiempo. —Cuando estaba resuelto Virtud podía parecerse a su padre. A Till. La cara estrecha estaba colmada de emociones y nunca se podía saber con seguridad qué burbuja de emoción surgiría primero—. ¿Qué daño haría? Dame otro día completo y volveré a comprobar todos los sistemas y a calibrar el sistema de dirección, además de los dos sistemas de seguridad…

—Pero es que hoy es el día —lo interrumpió Miocene—. Hoy.

El joven no tuvo más alternativa que suspirar, sacudir las manos vacías y rendirse. Y así, sin más, dejó de parecerse a Till.

—¿No crees en los destinos? —le preguntó ella—. Eres rebelde, después de todo.

—Ya no —se quejó él, herido por el insulto—. Si es que alguna vez lo fui.

—Destinos —repitió Miocene—. Me he despertado esta mañana sabiendo que esta era la mañana. Fue lo que comprendí, y no tengo ni idea de por qué. — Sintió que sonreía mientras miraba a través del joven—. No soy supersticiosa —explicó—. Eso ya lo sabes por mi carácter. Y por eso sé que este es el momento justo, perfecto. Es la intuición la que me da órdenes. Cada día que me preparo es otra oportunidad de que me descubran, ¿y para qué querría yo eso? Mis unionistas. Tus rebeldes. Permitámosles a nuestros dos pueblos tanta ignorancia como puedan acariciar. ¿No fue eso lo que acordamos?

Virtud asintió con un gesto de impotencia.

Como amante extendió la mano para buscar la curva consoladora del pecho femenino, pero Miocene la interceptó y le sujetó los dedos con fuerza mientras se asomaba al acero gris cálido y cariñoso de sus ojos.

Lo había resucitado a partir de los restos carbonizados de su mente, sin dejarle jamás que olvidara sobre qué caridad se encaramaba su existencia. Pero incluso con esa intimidad, y después de vivir durante siglos en su complejo privado, rodeado de lujos y con todos los juguetes destinados a la investigación que Médula podía proporcionar, por no mencionar su propio y sumiso cuerpo, el hombrecito insistía en sorprenderla. Por eso solo podía confiar en él hasta cierto punto. No lo conocía a la perfección, y ahora, llegados a ese punto, nunca lo conocería.

—Cariño —dijo él con ternura—. Cariño. No quiero perderte, cariño —le confesó.

—Si no haces esto por mí, desde luego que me vas a perder —prometió Miocene con voz baja y feroz—. No pienso verte ni siquiera para cagarme en ti. Y sabes que hablo en serio.

El hombre se encogió. Empezó a decir «cariño» de nuevo.

Pero el coche estaba frenando y la inmensa puerta se preparaba para abrir el sello. Miocene se dirigió a su amante, y también a sí misma:

—Es el momento.

Por fin.

Tal y como le habían ordenado, Washen estaba esperando.

Cuando se abrió la puerta hacia fuera, la oficial de primer grado se asomó a la diminuta cabina y los ojos del color del hierro forjado se quedaron mirando al extraño (Virtud), mientras su voz firme y burlona preguntaba:

—Señora, ¿está loca? ¿De verdad cree que esto puede funcionar? —Luego respondió a sus propias preguntas—. No, no está loca —dijo—. Y sí, tiene que creer que sí.

—Washen —respondió Miocene—. Reconocería tu ingenio en cualquier parte, querida.

Salió del coche. La maestra adjunta no había visitado nunca la sala de control, pero era exactamente como sus holoplanos decían, hasta las bancadas de instrumentos relucientes y la ausencia de cuerpos humanos. La mayor parte de sus sistemas apenas se había probado. ¿Para qué molestarse cuando pasarían otros tres siglos antes de que llegaran a utilizarse?

—Me va a necesitar para supervisar las cosas —supuso Washen. Luego se quedó mirando a Virtud—. No te conozco —comenzó.

—Ella no te necesita y tú no me conoces —respondió el hombre, ahora enfurecido.

Miocene se enfrentó a su capitana. Ya había imaginado aquel momento.

—No, mi colega supervisará el lanzamiento —dijo—. Está perfectamente al tanto del funcionamiento de este equipo.

Washen estuvo a punto de parpadear. En su favor había que decir que luego se concentró en el tema más importante.

—Hay que ser preciso para hacer esto. Porque de lo que estamos hablando aquí es de disparar una enorme bala de cañón entre dos cañones. ¿Tengo razón?

Un asentimiento.

—Siempre, querida.

—Y si puede acertarle de pleno al puente viejo, todavía tiene tiempo y distancia suficiente para frenar el impulso. ¿Cierto?

—Una parada accidentada y brusca. Tiene que serlo.

—Pero incluso, por muy finos y débiles que sean los contrafuertes…, esta horrible navecita tiene que hacer una labor impresionante para protegerla.

—Lo hará —respondió Miocene.

Virtud lanzó un profundo y escéptico suspiro.

Washen examinó el coche en persona, tocó el exterior de la escotilla y manoseó las extrañas y feas cañerías.

—Aasleen sugirió algo de este estilo —admitió—. No recuerdo cuándo, fue hace ya mucho tiempo. Pero después de que terminara de explicarse, usted le dijo que no. Dijo que sería demasiado tosco y limitado, por no mencionar los obstáculos técnicos, y nos ordenó que dirigiéramos nuestros esfuerzos a terrenos más provechosos.

—Dije todas esas cosas, sí.

A falta de algo mejor que decir, Washen sonrió.

—Bueno —ofreció—. Pues que tenga toda la suerte del mundo.

Miocene se permitió esbozar una sonrisa.

—Que tengamos suerte las dos, querrás decir. El interior, como ves, alberga a dos personas.

La mujer era valiente, pero no temeraria ni tonta. Tuvo que estremecerse y pensarlo bien antes de coger aliento de nuevo; luego miró a la maestra adjunta durante un largo rato.

—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Yo?

—Porque te respeto —respondió Miocene con honestidad y sin escrúpulos. Los ojos oscuros se abrieron aún más. —Y porque te ordeno que me acompañes, lo harás. Ahora.

Washen tomó aire lentamente.

—Supongo que todo eso es cierto —admitió.

—Y lo cierto es que te necesito.

Esa declaración pareció avergonzarlos a todos. Para romper el silencio, Miocene se volvió hacia Virtud.