La maestra adjunta cerró los ojos y los mantuvo así.
—Además de las inteligencias mecánicas. Otros cien mil millones, al menos.
—Muertos. Todos muertos —dijo Miocene.
Washen no podía ver a través de las lágrimas. Se limpió la cara con el dorso de la mano.
—No lo sabemos —murmuró con tono esperanzado y artificial.
Pero Miocene dijo «muertos» otra vez. Había insolencia en su declaración. Luego estiró la tela torpe de su uniforme, se miró las manos y los reflejos que parecían flotar dentro de su pecho, suspiró, levantó los ojos, se quedó mirando lo que tenía justo delante y suspiró una vez más antes de anunciar:
—Hay un propósito superior. Para todo esto. Puesto que seguimos vivas, tiene que haberlo.
Washen no respondió.
—Un propósito superior —repitió la mujer. Ahora sonreía. Aquella amplia y extraña sonrisa decía tanto como sus palabras.
El túnel de servicio terminaba en el interior de uno de los distritos de pasajeros más profundos. De repente, rozaron el suelo de obsidiana de un túnel amplio y llano, un pasadizo menor de apenas medio kilómetro de anchura, y estaba vacío, sencilla y horriblemente vacío. No había tráfico. Ninguna de aquellas luces tan importantes y ajetreadas. Y para sí, angustiada, Washen dijo:
—Quizá la tripulación y los pasajeros… Quizá pudimos evacuarlos a todos…
—Lo dudo —fue la respuesta de Miocene.
Se volvió para mirar a Washen, lista para decir alguna otra cosa sincera, y dura. Pero su expresión cambió de pronto. Sus ojos se hicieron lejanos y se abrieron aún más. Washen giró la cabeza para mirar por encima del hombro a tiempo de ver una máquina gigantesca que aparecía tras ellas y se les echaba encima hasta que la colisión parecía inminente, para luego hacerse a un lado con la precisión bien definida de una IA. Y la máquina pasó junto a ellas. Un coche, eso es lo que era. Un casco de diamante lleno de luz que albergaba un lago de agua salada templada en cuyo centro flotaba el único pasajero, una entidad parecida a una ballena con un bosque de simbiontes de manos fuertes enraizados en su larga espalda. Al pasar a su lado a una velocidad desmedida y muy poco cortés, la entidad les guiñó los ojos. Guiñó tres de sus apéndices negros igual que lo haría un ser humano, con la única intención de ofrecerles un saludo desenfadado, amistoso.
Era un yawkleen.
Más de cuatro milenios alejada de su cargo y, sin embargo, Washen recordó de inmediato el nombre de la especie.
Con una voz neutra e incrédula, Miocene dijo: «no». Pero era cierto.
De repente las alcanzaron otra docena de coches que luego pasaron a su lado. Washen vio cuatro tarambanas y lo que podrían haber sido un par de humanos, y luego una criatura parecida a un insecto que le recordó, con sus intrincadas mandíbulas y una espalda larga y negra, al escarabajo escultor de bosta de las selvas de Médula.
De casa, pensaba Washen.
Donde, a decir verdad, ella casi preferiría estar.
25
Había un puesto secundario pequeño y oscuro en el suelo del pasadizo.
Con tono dolorido, Miocene ordenó a Washen que se detuviera. Su coche atravesó una serie de puertas automáticas y la atmósfera se arremolinó a su alrededor. Después no hicieron nada. La maestra adjunta se sentó muy recta. Le temblaban las manos, tenía el rostro tenso como el hierro y abría la boca lo imprescindible para absorber una serie de rápidas y profundas bocanadas de aire, una brisa pequeña y privada que atravesaba silbando sus coléricos labios, una furia salvaje que se extendía desde sus ojos y le bañaba la cara, el cuerpo, y que luego llenaba el coche hasta que Washen no pudo evitar sentir su propio corazón palpitar con fuerza contra sus costillas nuevas.
Por fin, en voz baja y ahogada, Miocene dijo:
—Entra en el puesto.
Washen se bajó del coche.
—Hazlo —ordenó Miocene.
Se gritaba a sí misma; tenía los ojos clavados en las piernas dobladas y en las manos temblorosas. Luego se concentró en la mano que Washen le ofrecía mientras le recordaba con voz tranquila:
—Lo que es, es. Señora.
La maestra adjunta suspiró y se levantó sin aceptar la ayuda.
El salón del puesto era pequeño y pulcro, con un mobiliario flexible destinado a casi cualquier viajero, el suelo y las paredes arqueadas decoradas con lechos de caliza falsa, de un color amarillo mantecoso, blanco y gris, cada cama impregnada con una mezcla diferente de fósiles artificiales que parecían terráqueos a primera vista. Aquel fue el único vistazo que Washen se permitió al atravesar la última puerta automática y encontrarse con que no había nadie presente, salvo la IA residente.
—¡La maestra capitana! —espetó Miocene—. ¿Está viva y bien?
—La mujer goza de una salud robusta —informó la IA con una alegría tranquila—. Y le agradece su interés.
—¿Cuánto tiempo lleva sana? —insistió Washen, por si acaso había una nueva maestra.
—Los últimos ciento doce milenios —respondió la máquina—. Bendita sea ella y benditos nosotros. ¿Cómo podemos hacer otra cosa?
Miocene no dijo nada, tenía el rostro rubicundo por la sangre que había acudido a él. Su cólera era espesa e incesante.
Una de las paredes de fósiles estaba salpicada de cabinas de comunicación. Washen entró en la más cercana.
—Estatus de emergencia. Canal de capitanes. Por favor, necesitamos hablar directamente con la maestra.
Miocene entró en la cabina y cerró su gruesa puerta.
Apareció el puesto de la maestra, tejido con luz y sonido. Los miraron tres capitanes y las habituales IA. Tres capitanes significaba que era el turno de noche; la hora y fecha exactas flotaban en el aire tras ellos. Washen abrió su reloj y se quedó mirando las manecillas que giraban. Reparó en que los relojes de Médula se habían equivocado en algo menos de once minutos, un triunfo menor teniendo en cuenta que los abandonados capitanes habían tenido que volver a inventar el tiempo.
Las miraban tres rostros humanos, mudos de asombro, mientras sus IA, llenas de aplomo, se limitaban a preguntar:
—¿Cuál es su asunto, por favor?
—¡Dejadme verla! —bramó Miocene.
Hubo un retraso provocado por la distancia, y luego otro mayor causado por la estupidez.
—Quizá lo hagamos —dijo por fin uno de los capitanes—. ¿Quién eres?
—Me conoces —respondió la maestra adjunta—. Y yo te conozco a ti. Te llamas Fattan. Y tú Cass. Y tú Underwood.
—¿Miocene? —susurró Cass.
Hablaba en voz baja, su tono lleno de asombro y de duda.
—¡Maestra adjunta Miocene! ¡Primera en la presidencia de la maestra capitana! —La alta mujer se inclinó sobre el capitán más cercano—. Te acuerdas del nombre y el rango, ¿verdad? —gritó—. Así que actúa. ¡Está sucediendo algo horrible y necesito hablar con la maestra!
—Pero no puedes ser tú… —dijo el acobardado oficial.
—Estás muerta —añadió otra capitana, Underwood. Luego miró a Washen—. Estáis las dos muertas —les confió con un extraño tono compasivo—. Ya hace mucho tiempo…
—No son más que holografías —anunció el tercer capitán. Con una certeza obstinada, Fattan dijo—: Holografías. Proyecciones. La bromita de alguien.
Pero las IA habían comprobado su realidad a la velocidad de la luz por medio de un millar de sistemas diferentes y, siguiendo algún protocolo secreto y enterrado mucho tiempo atrás, fueron las máquinas las que actuaron. La imagen giró y se volvió a estabilizar. Apareció la maestra, sentada en su gran lecho. Ataviada con una bata hecha de luz moldeada y perlas flotantes, tenía exactamente el mismo aspecto que Washen recordaba, la piel dorada y el cabello del color blanco de la nieve. Pero el cabello era ahora más largo, y en lugar de llevarlo recogido en un moño lo tenía suelto sobre los hombros amplios y rollizos. Ensimismada como solo puede estarlo una maestra de nave, tuvo que apartar su atención de cien nexos enmarañados y concentrarse en sus repentinas invitadas. De repente, sus brillantes ojos castaños se hicieron inmensos. En un acto reflejo se tocó la bata, era probable que se preguntara por las toscas imitaciones, casi risibles, del uniforme habitual de la nave. Una mirada de asombro y perplejidad barrió el amplio rostro, y justo cuando aparecía su sonrisa se derrumbó, convertida en una furia penetrante e instantánea.