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—¿Pero para qué fingiste tu muerte? —preguntó Washen.

—La muerte ofrece libertad. —Un muchacho acechaba tras la sonrisa—. Si soy un alma carente de cuerpo, veo más cosas. Al haber fallecido puedo disfrazarme y pasear por donde quiera. Y dormir donde lo desee. Puedo hacer bebés con mil mujeres, incluyendo unas cuantas del campamento unionista.

Silencio.

Luego un ligero murmullo, como si se acercara una brisa. Miocene dio medio paso.

—Hablamos con la maestra —admitió.

—Lo sabe todo —añadió Washen—. Se lo dijimos…

—Nada —soltó Diu—. Eso es exactamente lo que le dijisteis. Lo sé.

—¿Estás seguro? —preguntó Washen.

—Del todo.

—Pero a estas alturas ya sabe que estuvimos en el puesto secundario —lo amenazó Miocene—, y nos va a buscar. Con todas sus energías.

—Lleva con esa misma búsqueda más de cuatro mil años. —Diu no dejaba de sonreír. Casi bailaba. Luego, casi como una confesión, admitió—: Pero sí que en cierto sentido me sorprendiste, Miocene. Querida. Sabía que estabas construyendo ese pequeño vehículo que se parece a una bala de cañón, pero no pensé que lo probarías tan pronto. Si hubiera sabido que hoy era el día, habría organizado algún pequeño accidente para manteneros en Médula. —Luego se encogió de hombros—. No quería venir detrás de vosotras. Pero lo hice. Y en una versión muy superior de vuestra bala de cañón, debería añadir.

Silencio.

—La maestra no nos ha encontrado —admitió Washen al fin—. Todavía no. Pero esta vez tiene un punto de partida. Alguien terminará viniendo aquí, ¿y quién sabe lo que encontrará?

—Una cuestión que nadie había mencionado, y obvia. Gracias. —Se pasó el arma de mano a mano—. Por vosotras voy a cerrar el túnel de acceso desde abajo. Y lo voy a mantener cerrado para siempre, quizá. Una serie de cargas de antimateria borrarán hasta el último rastro de su existencia. E incluso si la maestra acierta en su suposición, cosa que dudo, harían falta siglos para sacar a Médula de nuevo a la luz.

—Contigo atrapado ahí abajo —sugirió Washen.

Diu se encogió de nuevo de hombros.

—¿Cómo era ese viejo refrán? ¿Que es mejor gobernar en un reino que servir en otro?

Hubo un chillido suave y repentino.

La falsa maestra había dejado de moverse, los ojos se habían clavado en el centro del hábitat. Algo había visto, y la máquina repitió otra vez el chillido. Más alto esta vez, y más centrado.

Si había un eco, Washen no lo oía.

—¿Qué pasa? —preguntó Diu, irritado. Luego se volvió y se acercó al robot—. ¿Hay algún problema?

—Movimiento —dijo la máquina con la voz de la maestra.

—¿Desde la entrada?

—Algo por el estilo, sí.

—¿Y ahora?

—Nada.

—Vigila —fue el consejo de Diu. Luego se encaró con sus prisioneras, y con una extraña sonrisita se centró en Miocene—. Has hecho otra cosa sorprendente —decidió—. ¿Tengo razón? Me has vuelto a engañar. ¿No es cierto, querida?

—No construí una sola cápsula de huida —confesó Miocene—. Hay dos cápsulas. Las dos en funcionamiento.

El hombre cogió aliento y luego lo contuvo.

—Bien —dijo después con voz baja y despectiva—. Te han seguido hasta aquí arriba dos capitanes más. ¿Y qué?

Se volvió hacia la falsa maestra.

—Dispara… —le ordenó.

—No —lo interrumpió Miocene al tiempo que daba un paso y levantaba las dos manos—. No invité a ningún capitán. Y créeme, no querrías abrir fuego sobre ellos. La falsa maestra apuntaba a un objetivo demasiado lejano para los ojos humanos.

 Diu gruñó.

—Espera.

Se volvió de nuevo hacia las mujeres. En su expresión no había más que sorpresa. Parecía estar solo un poco enfadado. Luego levantó el arma cinética y colocó los dedos en el gatillo.

—¿Entonces quién? Dímelo.

—Mi hijo —respondió Miocene.

La falsa maestra seguía siendo una estatua, a la espera de la palabra correcta.

—Till —susurró Miocene—. Esperaba que sintiera la curiosidad suficiente. A través de sus espías le envié un mensaje. Virtud tenía orden de lanzar a Till hasta el puente. Le di los códigos para despertar a un segundo coche cápsula. Solo quería que tuviera la oportunidad de ver la Gran Nave por sí mismo.

—Bueno —replicó Diu en voz baja y desafiante. Luego miró a lo lejos, contempló el estrecho infinito y después de unos momentos de pensárselo mucho se dirigió a su máquina—: Mátalos. Me da igual quiénes sean. Mátalos.

El láser lanzó un crujido agudo y repentino.

Miocene echó a correr. Chillaba, y estiró las manos cuando Diu se volvió y le disparó sin prisas en el pecho, una carga gruesa y explosiva que le perforó el hueso y el corazón, que latía desbocado. Entonces detonó con un chasquido húmedo.

La mujer se derrumbó en un charco de sangre espantosamente rojo.

Siguiendo el protocolo, el robot se volvió, listo para defender a su amo. En ese simple instante Washen supo que estaba condenada. Se agachó por instinto y contempló cómo giraba hacia ella el cañón del láser, cómo cargaba de nuevo y se preparaba para convertir su agua y su carne en un gas amorfo y sin vida. Pero cuando el siguiente crujido hizo pedazos el silencio, el haz no acertó. Sintió que el calor le pasaba por encima de la cabeza y contempló asombrada a la falsa maestra, que iba subiendo cada vez más sin apuntar a nada, el rostro dorado haciéndose cada vez más brillante a medida que absorbía unas energías abrasadoras, implacables.

En silencio, con una elegancia tétrica, el rostro se derrumbó convertido en un potingue fundido.

El cañón del láser cayó y se apartó a un lado, volvió a disparar y abrió un agujero en la pared detrás de Washen, manteniéndose firme hasta que el inmenso cuerpo y su arma se convirtieron en un líquido espeso. Las túnicas ardieron, al tiempo que una charca del estilo de Médula se iba fundiendo en el suelo gris.

Diu chillaba y se retiraba mientras disparaba. Washen lo placó por detrás.

Lucharon y ella lanzó el antebrazo hacia la garganta expuesta del rival, y durante un momento delicioso pensó que podía ganar. Pero su cuerpo no se había curado del todo. Mil debilidades la encontraron y Diu la dobló hacia atrás, con fuerza, y luego le propinó un empujón tan ligero como fuerte. Cuando ella tropezó, apuntó con el arma al pecho jadeante.

—Till te oyó —balbució ella—. Con esta acústica de las sanguijuelas…

—¿Y? —respondió él.

—¡Lo sabe todo!

Diu la golpeó con un cartucho explosivo que la empujó contra la ventana.

—¿Qué ha cambiado? ¡No ha cambiado nada! —rugió él. Luego disparó otra vez, y otra más. Como si lo oyera desde muy lejos, Washen lo escuchó gritar—: ¡Tengo un millón de hijos! —Y el siguiente cartucho atravesó uno de los agujeros abiertos en su cuerpo y abrió un profundo corte en la ventana aislada antes de detonar con un golpe seco, apagado, casi inaudible.

—Mierda —dijo Washen en voz baja, mientras la sangre le llenaba la boca.

Diu estaba apuntando otra vez. A la cabeza.

Washen parpadeó y cayó al suelo. Lo contemplaba con escaso interés y una impaciencia sincera, mientras pensaba que no era así como tenía que ser. Estaba mal.

Detrás de Diu apareció una figura corriendo. Piernas, brazos y un rostro conocido y grato salieron a toda prisa del horizonte gris con un taladro láser todavía en la mano.

No era quien esperaba que fuese. En lugar de Till vio a su hijo.