—¡Padre! —gritó Locke.
Sorprendido, Diu se dio la vuelta para mirarlo.
Y Locke le disparó con el taladro, vació sus energías en aquel cuerpo inquieto, esa vieja metáfora de la carne lista para hervir convertida en realidad. En apenas un momento, Diu se evaporó. Se desvaneció.
Luego Locke dio un paso hacia Washen, su rostro dividido entre la compasión y un miedo salvaje. Dejó caer el taladro y espetó «¡madre!». Pero ella no pudo oír su voz. Algo más alto y más cercano lo impedía. Luego llegó la sensación de movimiento, repentina e irresistible, y Washen sintió que algo la absorbía por un pequeño agujero, que su destrozado cuerpo giraba y se congelaba, caía. Que había negrura por todas partes y que una voz diminuta en su interior susurraba:
Así no. Ahora no.
No.
27
Se oyó el chillido del viento y el quejido más duro y cercano de un hombre solo.
Miocene abrió los ojos con esfuerzo y se encontró con un milagro. Estaba sentada, erguida, con el pecho abierto y el uniforme salpicado de sangre, hueso moribundo, y el músculo ennegrecido y hecho jirones de su corazón muerto. Diu y la falsa maestra habían desaparecido. Pero el recién llegado corría directamente hacia ella, lanzándose con el rugido del viento. Un rebelde, medio desnudo y descalzo, despojado de cabello y de toda dignidad mientras su desdichada voz gritaba:
—¡Madre, no!
¿Era ese su hijo?
Miocene no podía ubicar su rostro. Pero de todos modos intentó cogerlo, apuntó hacia una de las piernas y como resultado perdió el equilibrio y cayó de lado, mientras el hombre saltaba por encima de su indefenso cuerpo y volvía a gritar «¡no!» con una voz tan lastimera y perdida como ella se sentía ahora.
Durante un momento, o un año, la antiquísima mujer cerró los ojos.
El viento amainó convertido en un murmullo de silbidos. El hábitat de las sanguijuelas estaba reparando el daño, y la mujer se dio cuenta de que su miserable cadáver estaba atrapado allí. El hombre de los gritos estaba cerca de la pared y ahora sollozaba. Babeaba.
—Debería haberlo… hecho más rápido… ¡Haberle disparado antes! —se quejaba a alguien. Luego, con un asco gigantesco, confesó—: ¡Pero es mi padre y se me congeló la mano!
—Pero Locke —comentó una segunda voz—, ¿no te das cuenta? Es muy probable que también fuera mi padre.
Miocene reconoció esa voz.
Era obvio que Locke se había quedado perplejo.
—¿De verdad? —preguntó—. ¿Cómo lo sabes?
La maestra adjunta inhaló, y una vez más se obligó a abrir los ojos. Su hijo estaba arrodillado ante ella, con los ojos concentrados en los suyos y aquel encantador y bello rostro dividido por una sonrisa cómplice.
—¿Tengo razón, madre? ¿Diu era mi padre?
Uno de sus secretos más preciados. Todos esos frasquitos de semen y ella seleccionó a un donante con talento pero un estatus mínimo. Un padre que no estaría en posición de discutirle su papel como única progenitora del niño…
Miocene asintió.
El silbido se había detenido. Con sangre en la lengua le preguntó en voz baja:
—¿Hace cuánto… sabes?
Till se rió por un momento.
—Siempre —dijo.
Locke apareció dando un traspié, tan estupefacto al menos como Miocene.
—Somos hermanos y tú siempre lo has sabido —murmuró enfrentándose a las posibilidades. Luego, en voz baja y temerosa preguntó—: ¿Qué más sabías?
Miocene escupió la sangre.
—Siempre fue Diu —logró decir—. Siempre.
Su hijo tenía unos ojos profundos y fríos. Locke se acercó un poco más.
—Pero eso también lo sabías —susurró. Se quedó mirando a Till—. Te vi. Mientras Diu confesaba, lo vi en tu rostro. ¡Tú ya lo sabías todo sobre sus engaños!
Till le guiñó un ojo a su madre con un gesto de cariño.
Luego miró a hermanastro, al que se dirigió con voz suave y tranquila:
—Nuestro padre era un agente. Un medio. Una gran herramienta de los constructores. Pero el trabajo de Diu había terminado y tú hiciste justo lo que había que hacer, y no ha cambiado nada. ¿Me oyes, Locke? Tenías que matar a ese hombre o él habría asesinado a alguien en quien los constructores han depositado todas sus grandes y gloriosas esperanzas.
Locke contempló una pared nueva y gris, el rostro brillante por las lágrimas.
Till bajó la vista y dijo «madre» en voz baja y firme.
—Qué equivocada estaba —dijo la destrozada mujer—. Qué equivocada y qué estúpida fui.
—Sí que lo has sido —admitió él.
—Lo siento —respondió ella—. No sabes cuánto lo siento.
Till guardó silencio.
—Perdóname —gimoteó su madre—. ¿Podrás hacerlo, por favor?
La expresión de su hijo sirvió como respuesta. El joven esbozó una cálida sonrisa, aunque solo fuera por un instante. Luego se puso en pie.
—Tenemos que ocultar nuestra presencia —indicó a Locke—. Lo mejor que podamos, y todavía más. Después utilizaremos esa máquina tan chula de Diu para volver a Médula, y cerraremos el túnel tal y como había planeado nuestro padre.
—¿Qué pasa con mi madre? —preguntó Locke con gran cuidado.
Till suspiró.
—Déjala que duerma —dijo—. Por ahora, eso es todo lo que podemos hacer.
Locke se secó las lágrimas pero se movía como un hombre que conocía su obligación, que comprendía lo que se esperaba de él.
Los rebeldes podían ser unos seguidores maravillosos, pensó Miocene. Luego tosió, y con voz más fuerte sugirió:
—Podrías subir… y ver la nave por ti mismo. Solo una vez.
Till la miró con una expresión de lástima y un tanto divertida.
—¿Qué encontraste ahí arriba, madre?
La vieja cólera de Miocene se fundió con una ira nueva. La emoción la ayudó a sentarse otra vez. Su mano temblorosa se aferraba a un trozo de músculo cardíaco muerto que aplastó.
—La maestra es una idiota —dijo—, no es apta para el cargo… Es ob… obvio.
Till asintió con gesto cómplice.
—Por mi perdón —le preguntó—, ¿qué estás dispuesta a dar?
—Lo que sea —murmuró Miocene—. ¡Dime lo que quieres!
Pero su hijo se limitó a sacudir la cabeza.
—Tu láser —dijo a Locke con voz triste y enérgica. Luego, con el arma sujeta con las dos manos, miró a su madre—. Te equivocas. ¿No lo ves? Jamás he querido que tú, precisamente tú, me sigas.
—¿No? —chilló ella.
—Ese no es mi destino —le prometió él—. Ni el tuyo.
Entonces, de repente, Miocene lo entendió a la perfección y abrió mucho los ojos.
Till apuntó con el láser hacia el cuerpo roto, y con un destello de luz azul blanquecina lo destruyó todo salvo su vieja y dura mente, además de cráneo y cabello suficiente para disponer de un asa fiable.
La silla de la maestra
Era lo que era: un billón de voces reunidas en el menos disciplinado de los coros, cada cantante chillando su propia y apasionada melodía, cada uno de ellos utilizando un idioma incómodo, intensamente personal; y en el interior de aquel caos y majestad solo una entidad era capaz de escuchar el quejido lastimero de la voz más suave y tímida.
Tal era la carga de la maestra, y su alegría más arrolladora y estimulante.
Con unos oídos perfectos escuchaba los perfiles del viento por encima del enorme mar Alfa. El mar Azul. El mar de Lawson. El mar de la Sangre de Bendición. Y los demás quinientos noventa y un cuerpos de agua estancada más importantes. Oía los puntos fuertes del escudo de la nave. La salud de su batería de láseres. La situación de las reparaciones en la cara delantera: correcta, buena, excelente (nunca mala, y en su mayor parte excelente). Además de las cosechas de hidrógeno procedentes del entorno extrapolar, en toneladas métricas por microsegundo. Conocía los perfiles de oxígeno de cada cámara, corredor y armario habitado (dos décimas partes de un tanto por ciento demasiado alto en el Cenagal, lo que ponía en peligro a sus pasajeros, cuyo nivel anaeróbico era mínimo). Los niveles de dióxido de carbono con la misma y cálida precisión. Los gases biológicamente inactivos, menos. Y luego estaban los niveles de luz ambiente. Y voces que hablaban de temperatura. Humedad. Comprobaciones de toxinas. Proporciones fotosintéticas, acreditadas por medios directos y por implicación. Proporciones de descomposición y agentes de descomposición. Biológicos, químicos, desconocidos. Cifras censales, actualizadas con toda precisión cada siete segundos. Inmigrantes, emigrantes, nacimientos, divisiones asexuadas y el ocasional gemido de la muerte. Se recopilaban y volvían a recopilar listas exhaustivas de pasajeros. Por especies. Por mundo natal. Por nombre audible, o tacto estructurado, o el distintivo y enriquecedor aroma de una flatulencia concreta. Y también según su forma de pago. Moneda de la nave, trueque o por medio de donaciones de conocimiento. Los beneficios eran tan importantes como las cosechas de hidrógeno y los recuentos de oxígeno, y se calculaban sobre la base de veintitrés escalas diferentes y sofisticadas, ninguna de las cuales era de una precisión perfecta. Pero todas reunidas construían un cálculo integral no demasiado desastroso, y era ese sólido cálculo el que se enviaba por medio de un haz a la ya lejana Tierra, una vez cada seis horas, junto con un esbozo exhaustivo del último cuarto de día de la nave: en esencia, querían recordarle a quien quiera que estuviera escuchando a treinta mil años del día de hoy que allí estaban, que su viaje estaba progresando según el programa y que el trayecto iba bastante bien, gracias.