La mujer estuvo a punto de asombrarse.
—¿Por qué te mereces consideración alguna? —preguntó con una sonrisa también forzada.
—Porque usted necesita talento y experiencia —respondió él con fría certeza—. Y porque no sabe lo que estaba haciendo Washen ni dónde ha ido. Y dado que yo sé algo sobre las desapariciones, quizá pueda ayudarla a encontrarla. De algún modo, algún día. Quizá.
Fue el más extraño de los momentos.
La maestra capitana, la que oía cada voz, no sabía qué decir.
Entonces Pamir sacudió la cabeza y habló con una clarividencia bastante desagradable.
—Señora… —Se inclinó hacia delante—. No pretendo faltarle al respeto, señora, pero la nave es un sitio muy grande y, con franqueza, usted no la conoce ni la mitad de bien de lo que cree. Y ella a usted no la conoce ni la cuarta parte de lo que usted cree que debería…
28
Pamir había nacido en un pequeño y desvencijado mundo colonial. Su padre apenas tenía treinta años, casi un niño en estos tiempos inmortales, mientras que su madre, una autoproclamada sacerdotisa y vidente, era miles de años mayor que él. Mamá tenía una belleza gozosa y una riqueza casi incalculable, y con esas bendiciones podría haber tomado casi a cualquier hombre del lugar, además de a una buena porción de las mujeres de la zona. Pero era una mujer extraña y singular, y por alguna razón convincente decidió cortejar a un muchacho inocente y casarse con él. Y a su modo bastante peculiar, estas dos personas tan mal emparejadas se convirtieron en una pareja estable, e incluso feliz.
Su madre era muy aficionada a las religiones alienígenas y a sus dioses. El universo estaba construido a partir de tres grandes almas, creía ella: la Muerte, la Mujer y el Hombre. De niño, a Pamir le enseñaron que él era la encarnación del Hombre y que la Mujer era su compañera y aliada natural. Por eso ya casi nunca se veía a la Muerte. Al trabajar juntos, los dos dioses habían suprimido de forma temporal al tercero, al que habían dejado debilitado y falto de eficacia. Pero la estabilidad era una ilusión en una tríada. La Muerte estaba tramando su regreso, le aseguraba su madre. Algún día, de algún modo profundo y astuto, la Muerte seduciría al Hombre o a la Mujer y el equilibrio volvería a cambiar. Cosa que no dejaba de ser lo más natural y adecuado. Su madre le decía que cada dios era igual de hermoso que los demás, y que cada uno se merecía un tiempo en el que reinar, o el universo se derrumbaría bajo el peso del gran desequilibrio.
Durante meses y años, Pamir yació despierto por la noche mientras se preguntaba si la Muerte vendría a su cama después de que se quedara dormido para susurrarle en sueños, y si él encontraría la fuerza necesaria para resistirse a sus horribles encantos.
Por fin, desesperado, le confesó sus temores a su padre.
Aquel hombre juvenil se echó a reír, tomó a su hijo por los hombros y le advirtió:
—No puedes creer todo lo que dice tu madre. Está perturbada. Como todos, por supuesto. Pero ella está peor.
—No te creo —gruñó el muchacho. Intentó desprenderse del brazo de su padre y fracasó—. ¿Cómo puede nadie estar otra cosa que cuerdo?
—¿Quieres decir porque tiene un cerebro moderno? —Papá era un hombre grande y feo, un legado caucásico y azteca reforzado por un estofado de genética barata del tamaño de un cuanto—. Lo cierto es que mamá es tan vieja que vivió la mayor parte de una vida normal antes de que la actualizaran. Antes de que supieran cómo hacer de la carne y el hueso algo medianamente inmortal. Vivía en la Tierra. Ya tenía cien años y estaba muy desgastada cuando los autodocs empezaron por fin a trabajar con ella. Fue una de las primeras. Motivo por el cual todavía no habían acertado del todo con la tecnología. Cuando convirtieron su viejo cerebro en biocerámica y demás, parte de su vejez permaneció en él. Se perdieron recuerdos, y sin que nadie se diera cuenta entró un puñado de pequeños errores. Y también unos cuantos errores grandes. Aunque yo no te lo he contado, y si se lo repites a alguien le diré al mundo que tu imaginación está enferma y que no se puede confiar en ti.
En el físico, Pamir era hijo de su padre. Pero en temperamento y emociones se parecía mucho a su madre.
El niño se preparó para lo peor.
—¿Estoy loco como ella? —preguntó al fin.
—No. —El hombre sacudió la cabeza—. Tienes su temperamento y parte de ese ingenio cortante. Y cosas para las que nadie ha encontrado nombre. Pero esas voces que oye le pertenecen a ella. A ella sola. Y esas ideas absurdas salen directamente de su enfermedad.
—¿Hay alguna forma de ayudarla? —preguntó el niño.
—Lo más probable es que no. Suponiendo que ella quisiera que la ayudaran, claro…
—¿Pero quizás algún día?
—La triste y sencilla verdad —continuó su padre— es que estos trucos que nos mantienen jóvenes también evitan que cambiemos. Casi sin excepción. Una mente enferma, como cualquier otra sana, tiene pautas clave encerradas en su ultracórtex. Una vez allí, no hay nada que las pueda sacar.
Pamir asintió. Sin montar ningún escándalo y con una notable falta de dolor asumió el estado de su madre y lo aceptó como otra más de las cargas de la vida. Lo que más le molestaba, lo que con el tiempo mantuvo al joven despierto por las noches, era esa persistente y tóxica idea de que un ser humano pudiese vivir durante tanto tiempo y ver tantas cosas, y sin embargo, a pesar de elevarse sobre toda aquella experiencia, siguiera sin poder cambiar su naturaleza más simple.
Si eso era cierto, comprendió el muchacho, entonces estaban todos condenados.
Para siempre.
El mundo de Pamir estaba compuesto de desierto y altas montañas secas, aire pobre en oxígeno y pequeños mares salpicados de sales de litio tóxicas. Veinte millones de años atrás abundaba la vida, pero un asteroide había asesinado todo lo que superaba el tamaño de un microbio. Con el tiempo habrían evolucionado nuevas formas de vida multicelular, igual que en otro tiempo habían conseguido hacer en la antiquísima y pulverizada Tierra. Pero los seres humanos no le dieron al mundo esa oportunidad. En unas pocas décadas, los colonos se habían extendido por una amplia zona, y los inmigrantes y sus hijos habían creado ciudades instantáneas donde antes no había nada salvo sal y rocas; se restregaron todos los mares hasta despojarlos de sus toxinas y luego los surtieron con ejemplares ligeramente retocados, pero de otro modo normales, de vida terrenal; grandes nubes azules de aerogel absorbían el agua potable, y luego los niños de la lluvia pastoreaban las nubes hasta el interior y las apretaban hasta dejarlas secas, llevando lluvias suaves a las granjas nuevas y a los jóvenes y verdes bosques.
Para cuando cumplió los treinta, Pamir había decidido que su hogar era un sitio aburrido que se iba haciendo más aburrido con cada día que pasaba. A veces se tendía en un risco alto mientras el polvoriento cielo rosa se iba oscureciendo al llegar la noche, hasta revelar una masa incluso más polvorienta de estrellas frías y lejanas. Y él levantaba su joven mano, la sostenía contra el cielo y empequeñecía todas aquellas motas fieras de luz.
Ahí es donde quiero estar, pensaba para sí.
Ahí.
En cuanto la huida fue posible, Pamir visitó a su madre, ansioso por contarle que iba a emigrar y que nunca volvería a verla.
La casa de su progenitora era hermosa a su extraño modo, como su propietaria. Esta vivía dentro de un pico volcánico aislado, muerto mucho tiempo atrás. La mansión subterránea lucía una majestad artificial, absolutamente demencial y todavía más caótica porque seguía construyéndose a perpetuidad. Los robots y los simios alterados mantenían el ambiente lleno de polvo y maldiciones. Todas las habitaciones estaban talladas en roca blanda, según los volubles planos de su madre, y la mayor parte de los pasillos eran tubos volcánicos vacíos alineados según una lógica magmática.