—¿Entonces me he ganado mi puesto?
La anciana tuvo que asentir.
—Pero podrías no haber hecho nada —le dijo—. Nada, y de todos modos habrías conseguido lo que querías.
—Son dos cosas diferentes —fue la respuesta de él.
—¿Qué quieres decir?
—O bien pagas por algo o es caridad —explicó él—. Y me da igual cuánto tiempo viva. Todo lo que recibo, lo pago. En caso contrario, mis manos no piensan tocarlo.
Empujado por el talento, la disciplina y la falta de interés en un trabajo mejor, Pamir terminó ascendiendo al cargo de maestro ingeniero.
Durante los siguientes mil seiscientos años la vieja nave sufrió dos rehabilitaciones, la última de las cuales la despojó de su anticuado motor de bomba. Se instaló un motor de fusión en su lugar, con sus toberas rotativas, puntas de antimateria y todo lo demás. Estaban sacando a diez mil colonos de un mundo de clase Tierra. Por delante de ellos estaban los espesos ribetes de la nube de Oort de otro sol. Las nubes de Oort eran los peores lugares para las naves estelares. Los obstáculos eran demasiado escasos para señalarlos en un mapa y demasiado comunes para hacer caso omiso de ellos. Pero los riesgos solían ser pocos, y como el tiempo y una pingüe deuda los presionaban, el maestro capitán decidió atajar a través de los ribetes.
Cuando se rehabilitó la nave, despojaron a la vieja placa de empuje de su masa extra y la reforzaron con nuevos grados de hiperfibra. Luego sujetaron al morro todo aquel torpe aparato. La placa absorbía los impactos del polvo. Los cañones de aceleración pulverizaban los guijarros y las pequeñas bolas de nieve, mientras que el viejo motor de bomba lanzaba explosivos nucleares contra los obstáculos más grandes para volatizarlos a una distancia que esperaban que fuera segura.
Hacía falta un ingeniero para supervisar las reparaciones repentinas e inesperadas de los sistemas clave. En la mayor parte de las naves estelares, el maestro ingeniero delegaba ese trabajo. Siendo joven como era, Pamir quizá hubiera tenido estómago para esa clase de abuso, pero había vivido la mayor parte de su vida en esa excéntrica nave y la conocía mejor que nadie. Por eso se puso un traje salvavidas y una armadura, y luego subió a los conocidos corredores de la placa de empuje; vivió dentro de su traje durante veinticinco días enteros, y pudo repararse media docena de fallos gracias a su oportuno y rápido trabajo.
No llegó a ver el cometa que los alcanzó.
Su única advertencia fueron los disparos rápidos; casi aterrados, de los cañones de aceleración y de los explosivos nucleares. Dejaron de lanzarse bombas cuando el objetivo estuvo demasiado cerca, y con una claridad matemática Pamir se dio cuenta de que el impacto era inminente. Sin razón útil alguna se hizo una bola, colocó las manos sobre las rodillas y llenó los pulmones con una última y profunda bocanada de aire.
Luego negrura.
Más vacía que cualquier espacio, y muchísimo más fría.
Todos los que rondaban a su alrededor eran extraños, y nadie quería hablarle de los pasajeros, la tripulación o la suerte de su nave.
Al final, un ministro eternicista con muy buenas intenciones dejó escapar la noticia.
—Es usted un hombre muy, muy afortunado —proclamó mientras su rostro sonriente igualaba la sonrisa de su voz, casi atolondrada—. No solo ha sobrevivido, querido amigo, sino que una nave de amables mineros de asteroides encontró sus restos dentro de esa vieja placa de empuje.
Una vez más vertían el cuerpo de Pamir casi de la nada. Todavía sin terminar y desesperadamente débil, se encontró echado en una cama blanca de hospital, dentro de un hábitat de gravedad cero y con unas cinchas suaves colgadas sobre su cuerpo desnudo, correas erizadas de sensores que marcaban sin descanso sus constantes progresos.
A pesar de la debilidad, extendió la mano en busca del ministro.
Al pensar que era un gesto de necesidad, el hombre intentó tomar esa mano entre las suyas. Pero no, la mano se deslizó un poco más allá y se cerró sobre el hombro más cercano para luego tirar de la pesada tela de la túnica. Y con una voz demasiado nueva para parecer humana, Pamir gruñó:
—¿Qué pasa… con el resto?
—Vidas largas y felices que han recibido su merecido descanso —dijo el ministro con certeza dichosa—. Tal y como debería ser.
Pamir cerró la mano de golpe alrededor del cuello expuesto. El ministro intentó arrancársela, pero fracasó.
—Todos ellos murieron en un instante indoloro —graznó—. Sin preocupaciones. Sin el menor sufrimiento. ¿No es así como usted, en su momento, desearía morir?
La mano se tensó, pero por fin se volvió abrir. Y con esa nueva voz Pamir dijo que no, mientras sus ojos recién nacidos miraban a lo lejos y no veían nada.
—Quiero sufrimiento. Quiero preocupaciones. Cuando vea a la muerte, pronto, espero, le diré que quiero lo peor que tenga. La peor mierda. Lo quiero todo hasta el puñetero final…
Habían pasado siglos mientras el cuerpo de Pamir flotaba entre las estrellas. Se encontró viviendo en una región poco colonizada del espacio humano, entre asentamientos esparcidos que llegaban al borde de la Vía Láctea. Solo había ocurrido un acontecimiento de importancia durante su ausencia, y era enorme: se enteró de que se había descubierto una nave estelar alienígena entre las galaxias. Nadie sabía de dónde venía o por qué estaba allí. Los mundos y especies más importantes estaban reuniendo recursos para llegar a ella y reclamarla como propia.
Por una simple cuestión de suerte los humanos habían sido los primeros en verla. La ventaja era suya. El gremio de los mineros de asteroides, con un alcance inmenso y rico en experiencia, había optado por construir una flota de naves rápidas. Y para conseguir ventaja sobre los otros grupos, lanzaría sus primeras naves antes de que estuvieran terminadas, pequeños asteroides elegidos por su mezcla adecuada de metales, potingue carbonáceo y agua helada; los atravesaron con unos túneles mínimos, construyeron hábitats duraderos, profundos y seguros, y luego sujetaron al tosco exterior motores e inmensos tanques de combustible.
Los mineros contrataron a todos los ingenieros de la región por su saber hacer, por sus manos y en no pocas ocasiones solo para mantener secas las reservas de talento y hacer la vida más difícil a sus competidores.
Su experiencia en el espacio hizo que incluyeran a Pamir en el primer equipo.
Los rumores aseguraban que se incluiría a alguna fracción del equipo en la gran misión. Al principio, Pamir supuso que lo invitarían a unirse a los mineros y que él se negaría. La nave alienígena era bastante interesante, pero ese distrito era prácticamente un desierto. Un hombre acaudalado que tuviera su propia nave estelar podría visitar decenas de mundos alienígenas, ninguno de los cuales había visto jamás una cara humana. En lo que a aventuras se refería, él creía que esa era la mayor. Y con esto decidido, creyó que su futuro estaba resuelto.
Una mañana temprano se encontró flotando dentro de un túnel mugriento, atestado de polvo y haciendo caso omiso de una acalorada discusión entre arquitectos y bolidólogos. El tema era el ángulo preciso de aquel túnel sin importancia, y Pamir no podría haberse aburrido más. Sus plegarias para que surgiese alguna distracción, por pequeña que fuera, tuvieron una respuesta repentina: aparecieron cien capitanes flotando por una cadena suelta, todos ellos recién llegados de las profundidades de la Vía Láctea y todos tocados con los nuevos uniformes espejados que se habían inventado específicamente para la gran misión.
A la cabeza del grupo había un par de mineras de asteroides, cada una más alta que la otra. De la más grande se rumoreaba que era la favorita para ocupar la silla de maestra capitana.
Su compañera, de rostro cortante y magistral, observó que Pamir flotaba solo.
Hizo un gesto en su dirección.